La Jornada Semanal, 22 de octubre del 2000  
Epifanio González Rojas
Doctor en Literatura por la Universidad de Alburquerque
 
Una reivindicación del humor en la obra de José Ernesto Mendoza Klein
 
 
Epifanio González Rojas (Villahermosa, 1932) estudió derecho en la Universidad Autónoma de Tabasco y, gracias a una beca del gobierno del Estado, el doctorado en Literatura en la Universidad de Alburquerque con una tesis sobre el humor en la Constitución mexicana de 1917. De 1962 a 1970 se desempeñó como asesor de discursos del presidente estatal del PRI y llegó a ser diputado local. En 1988 renunció a este partido y se incorporó al FDN y posteriormente al PRD, al cual renunció para aceptar la candidatura a la presidencia municipal de Macuspana en 1996. Es autor del libro Deconstruyendo al dinosaurio... de Monterroso (Colección Fábula del PRI-Tabasco, 1986) y de numerosos artículos académicos publicados en las revistas más importantes de Tabasco. Hasta hace poco se desempeñó como catedrático de Literatura y Derecho electoral en la UAT. En 1999 obtuvo la beca Madrazo para escribir un libro sobre la obra de Mendoza Klein. Este texto fue leído por mí durante el Quinto Encuentro de Internacional de Escritores de Monterrey, dedicado al humor en la literatura, por encomienda expresa de su autor.
Jorge Volpi
 
 
 

No caben dudas: México ya cambió. El ejemplar triunfo de Vicente Fox en las elecciones presidenciales del 2 de julio pasado no sólo terminó con la oprobiosa dictadura que el Partido Oficial mantuvo en el país desde hace más de setenta años, sino que está permitiendo que muchos mexicanos que no tuvieron otro remedio que mantenerse en la sombra durante esta azarosa época –a la que muy pronto conoceremos como Antiguo Régimen o Edad Oscura–, padeciendo la incomprensión y el escarnio, cuando no la represión sistemática, puedan al fin obtener el reconocimiento público que merecen.

Tal es el caso del escritor tabasqueño José Ernesto Mendoza Klein, el cual, de no ser por la miopía y la sinrazón priístas, sería considerado ahora como uno de los escritores más importantes no sólo de su estado natal, sino de la nación en su conjunto. Como se sabe, uno de los mayores vicios del antiguo régimen fue la excesiva centralización del país, la cual impidió que los talentos locales obtuvieran el éxito que merecen en un mercado dominado por el amiguismo y las complicidades. De haber sido otras las circunstancias del país, no me cabe duda que Mendoza Klein –orgullosamente mexicano a pesar de quienes lo han acusado porque su abuelo materno fuese alemán– compartiría el prestigio de otras figuras contemporáneas suyas como Carlos Fuentes o Carlos Monsiváis, con los cuales, a pesar de lo que se ha dicho hasta ahora –o, más bien, de lo que han dicho sus prejuiciosos enemigos–, Mendoza Klein tiene numerosos puntos de contacto.

El día de hoy, sin embargo, para ceñirme al programa de este prestigioso encuentro de escritores al que han tenido a bien invitarme pero al cual, por razones ajenas a mi voluntad, no he podido asistir más que a través de mis palabras, no puedo referirme a otros aspectos destacados de la amplia obra de Mendoza Klein, de modo que me contentaré con hablar de su particular y poco estudiada relación con el humor. Debo decir que, en mi humilde opinión, se trata de uno de los tópicos menos explorados y sin embargo más reveladores de la compleja personalidad literaria de nuestro autor. En efecto, como él mismo me ha revelado durante las interminables veladas en que he tenido la oportunidad de disfrutar de su compañía y, acaso, de su afecto, su sentido del humor es de una sutileza tal que muy pocos de sus críticos han reparado en él. Y, sin embargo, constituye el meollo de su trabajo –e incluso de su vida– tal como trataré de mostrar en estas páginas.

Todavía hoy, cuando siguen llegando a mis oídos las voces de quienes lo han acusado de “fascista” o “arribista”, no puedo sino indignarme. Independientemente de que el coro de envidiosos se haya dedicado a desprestigiarlo, creo importante señalar que estas opiniones muestran, sobre todo, un profundo desconocimiento de su obra creativa y una nula intuición para discernir el verdadero sentido de sus ideas. Sólo alguien con nulo criterio puede pensar que los escandalosos vítores que Mendoza Klein le dirigió al presidente Díaz Ordaz después de los dolorosos sucesos de Tlatelolco no fueran otra cosa que una brutal ironía y, por tanto, una muestra de desprecio al poder de una magnitud semejante a la renuncia de Octavio Paz a la embajada en la India y no, como ellos afirman, un acto de sumisión frente a la autoridad presidencial. El hecho de que el propio Díaz Ordaz siempre manifestase su desprecio hacia Mendoza Klein es prueba suficiente de esta sutil pero heroica muestra de civilidad. Pero vayamos por partes.

De la amplia obra de Mendoza Klein, debo referirme sobre todo a dos novelas, Morir en la playa (Edición de autor, 1988) e Hijos de la lima (Ediciones Desvencijadas, 1978), de muy difícil acceso, así como a dos de sus colecciones de cuentos –ambas inéditas– y unos cuantos poemas de su libro Heil!, aparecidos en El Sol de Tabasco. De antemano debo agradecerle al autor que me haya permitido hurgar en su biblioteca mientras él dormía en su habitación: se trata de un gesto de confianza que muy pocos escritores se toman con respecto a sus críticos. A pesar de que todos los cargos en su contra por las supuestas lesiones que le produjo al periodista de izquierda Rafael Sánchez Torres quedaron desmentidos por una orden directa del gobernador del estado, Mendoza Klein nunca logró quitarse esa marca infamante que le ha impedido hasta ahora obtener un justo reconocimiento.

En Morir en la playa, Mendoza Klein –quien por cierto llegó a interponer una demanda contra Héctor Aguilar Camín por apropiarse del título original de esta obra–, acaso una de sus obras más autobiográficas, el autor tabasqueño traza el itinerario de su vida. Amparándose en el seudónimo de Juan Klein, narra su periplo vital desde su nacimiento en Villahermosa en 1932 hasta su detención en 1976. Esta obra fue redactada en la cárcel y ello emparienta a Mendoza Klein con José Revueltas, a pesar de las diferencias ideológicas que los separan a ambos.

Proveniente de una familia profundamente creyente en un estado que llegó a estar dominado por la intolerancia de Garrido Canabal, Mendoza Klein siempre se vio a sí mismo como un ser extraño, ajeno por completo a la oscura realidad que lo circundaba. Su catolicismo, no obstante, posee una saludable dosis de cinismo que, otra vez, debido a la miopía de sus escasos comentaristas, muy pocos han apreciado. Por más que tanto Mendoza como Klein, el personaje de su novela, den la impresión de solidez propia de los fanáticos, en realidad hay una especie de reductio ad absurdum que simplemente pone en evidencia la hipocresía de la sociedad que lo rodeaba. Así, los pasajes en los cuales el personaje se afilia al muro o aquellos en que se incorpora a un movimiento antiabortista, no deben verse, una vez más, sino como profundas parodias de la realidad a la que Mendoza solía oponerse. En él mismo nunca hubo un toque de intolerancia y su participación activa en estas dos organizaciones se debió únicamente, tal como él me lo dijo en repetidas ocasiones, a su necesidad de volver verosímil la historia que deseaba contar. Por ello, el patetismo y la amargura se enhebran de una manera tan sutil en esta especie de bildungsroman satírico: la única forma de revelar los prejuicios de la sociedad, parece decir Mendoza Klein, es compartiéndolos.

Como era de esperarse, las reacciones tras la publicación de Morir en la playa fueron o bien de desprecio o bien de indiferencia. Aunque yo me he dedicado a rastrear en todos los periódicos y suplementos importantes de Villahermosa y México, no hay una sola reseña que dé cuenta de la publicación de esta obra fundamental de la narrativa mexicana reciente. No hay ataques ni defensas: sólo un profundo silencio que muestra, como he repetido, la brutal homogeneidad del medio cultural y político mexicano.

Mendoza Klein, sin embargo, pertenece a esa estirpe de escritores que no buscan el reconocimiento público y no se preocupan por el mercado, esa siniestra amenaza que se cierne cada vez con más fuerza sobre nuestros escritores. A él no le importaba ni el dinero que pudiera ganar ni los halagos de los políticos en turno. Y tampoco se ceñía a las modas, sino que prefería explorar su íntima sensibilidad sin venderse y sin sacrificar su libertad creativa. De este modo Mendoza Klein halló en el campo, en su tórrida provincia tabasqueña, la inspiración que buscaba para continuar su obra. Por ello, su veta narrativa es inclasificable y apenas guarda algún parentesco con otros escritores mexicanos. Él estaba y está aún convencido que es en el regreso a nuestra tradición, a nuestros valores locales y a la riqueza de nuestra vida mexicana donde yace el verdadero valor de nuestra literatura, no en seguir modelos extranjeros y perniciosos. Más que de realismo mágico, debe hablarse en su caso de una magia realista, profundamente original y novedosa que nada le debe a Isabel Allende, como se ha querido decir.

Esta misma convicción, más estética que política, fue la que lo llevó a apoyar durante unos años al gobierno del presidente Echeverría. Si bien hasta entonces había sido una especie de anarquista, el inicio del echeverrismo lo convenció de la necesidad de defender la cultura nacional frente a los embates extranjeros. Y de ahí, también, que fuese uno de los pocos en comprender la necesidad de acotar el poder de los intelectuales de extranjerizantes parapetados en torno a Excélsior. No obstante, la famosa foto que lo muestra entrando por la fuerza a sus instalaciones debe ser vista, de nueva cuenta, con ese toque de humor que lo caracteriza: basta ver su rostro sonriente y cínico para darse cuenta de que no era un cómplice del sistema, sino un humorista dispuesto a llevar la sátira hasta el meollo de su vida, tal como demuestra en su segunda novela, Los hijos de la lima. Su paso del anarquismo al pri, de ahí al prd y ahora, tal como me ha confiado, al pan, muestra esas saludables dotes de escepticismo necesarias para sobrevivir en México.

No obstante, a pesar de su talento como novelista, es en sus narraciones breves donde más se puede apreciar el sarcasmo de Mendoza Klein. Cada una de sus historias ofrece una viñeta de las contradicciones del país, otra vez llevando a su extremo paródico episodios que él mismo se decidió a experimentar por cuenta propia, como el esperpéntico relato sobre el cierre de una clínica de abortos en Mérida o la atroz burla hacia la homosexualidad en el relato titulado “Mariposa muerta”. Yo, que he tratado a Mendoza Klein desde hace tanto tiempo –y que he disfrutado de su confianza al nombrarme su secretario particular hace un par de años–, puedo decir con absoluta tranquilidad de conciencia que él nunca ha sido homofóbico, como lo han acusado también algunos intolerantes que no diferencian entre la realidad y la ficción. Mi maestro es, por encima de todo, un hombre abierto y tolerante que afirma respetar todas las aberraciones, por más siniestras que éstas sean.

En sus poemas, en cambio, yo he podido hallar al Mendoza Klein más humano y más sensible. Por más que él siempre se muestre distante conmigo y que apenas me permita rozarlo, en el fondo es un hombre delicado y amoroso. Sus versos, en este sentido, recrean la mejor tradición poética decimonónica pero, otra vez, desde una ironía feroz. Nadie en su sano juicio podría dudar de que poemas como “Pirulí” o “El cenotafio” hayan sido escritos para despertar la risa. Mendoza, al leerlos, no deja de parecer hierático, pero ello se debe sólo a su necesidad de llevar la ironía y el humor hasta su extremo.

No quiero extenderme más, porque ya es la hora del almuerzo y no me permiten quedarme a solas en mi celda. Sólo quiero terminar esta conferencia apuntando que en el nuevo México, en el México que ya cambió, hombres de la talla de José Ernesto Mendoza Klein deben incorporarse a las tareas más nobles del país. Es tiempo de reivindicar, como he dicho, a un mexicano ejemplar, a un escritor del más alto nivel, tan vilipendiado por el antiguo régimen. Es tiempo de que cesen las calumnias contra él y contra el supuesto fraude cometido por una de sus empresas (en el cual turbiamente se me ha involucrado). Es tiempo de que las grandes editoriales publiquen sus obras. Y es tiempo, asimismo, de que el público en general, ese pueblo mexicano que ejemplarmente votó por la transición democrática, descubra a uno de los escritores satíricos más importantes de la segunda mitad del siglo XX. Como un acto de justicia, respondiendo a la invitación formulada por el presidente electo –y, desde luego, sin que el Maestro lo sepa–, no puedo, pues, sino adjuntar a estas ponencia un currículum de José Ernesto Mendoza Klein, mexicano ejemplar, pues no me cabe duda de que alguien lo hará llegar al presidente electo para que compruebe que él sería la persona más indicada para encargarse de los destinos culturales de nuestro país. Muchas gracias.

 
Reclusorio Norte,
a 22 de octubre, 2000.