La Jornada Semanal, 22 de octubre del 2000  
 
Celebración de Juan García Ponce
 
Elena Poniatowska
 
En uno de sus últimos libros, Tres voces. Ensayos sobre Thomas Mann, Heinito von Doderer y Robert Musil (Aldus, 2000), el maestro Juan García Ponce nos dice: “Yo siempre he escrito ensayos sin darle ninguna importancia al género en sí.” Esto nos da la clave de la extensión y la profundidad que alcanzan los trabajos de García Ponce en relación con la literatura alemana, la pintura, Bataille, Nabokov, Marcuse y otros muchos seres y aspectos que forman parte de la cultura de nuestro tiempo. Con este ensayo de nuestra amiga y colaboradora Elena Poniatowska, celebramos la vida y la obra del maestro García Ponce, uno de los hombres de letras fundamentales de México y el mundo.
 
 
 
Releer a Juan García Ponce es una fiesta porque uno lo recobra en toda su libertad, su desparpajo, su forma absolutamente magistral de vivir la vida, su fidelidad a la literatura, su lealtad a sí mismo, su rechazo a formar parte de cualquier institución, incluso la de la cultura, su cara de niño que es la misma en Figura de paja, La noche, La cabaña, el espanto que me causaban sus gritos de “a mí no me interesa ninguna carrera, yo no quiero recibirme. No quiero engrosar las ya apretadas filas de los imbéciles”. Insolente, me apartaba de él porque según Antonio Souza, el director de la galería del mismo nombre, Juan era muy mal portado, con él peligraban las niñas tontas y bonitas porque les daba vuelta y las dejaba sin medias.

La casta divina

Antes de tratar a Juan García Ponce lo conocía de oídas, oía sus carcajadas estruendosas, lo veía de lejos, siempre corriendo, con su suéter de cuello de tortuga negro o su camisa de cuadritos, sus pantalones de franela gris, o sus sacos de tweed inglés, muy bien cortados porque Juan se vistió desde niño como los colegiales de Eton, de gris y azul marino, calcetines jalados hasta la rodilla. Siempre oí decir: “Los García Ponce son ricos, son de la Casta Divina de Yucatán, yucatecos a morir…” Vivían en uno de esos gigantescos palacios blancos en la blanca Mérida rodeados de palmeras, árboles de lima, hamacas, helechos, manglares, dentro de los cuales se tallaban los jardines que aparecen en las novelas de Juan; jardines o parques umbrosos hechos para el encuentro de la pareja. Sólo empecé a tratar a Juan cuando fuimos co-becarios en el Centro Mexicano de Escritores en 1956. En ese año el presidente Ruiz Cortines, que para entonces era muy viejito, le entregó a Juan García Ponce el Premio Ciudad de México por su obra de teatro El canto de los grillos. Después obtuvo el Elías Sourasky. Juan entraba corriendo a la casita del Centro Mexicano de Escritores, la sonrisa en los labios, el pelo en los ojos. Algunos sostenían que muchos vientos cruzados se daban cita en su cabeza y que él barría con todo porque su seguridad en sí mismo sólo podía equipararse a su asombrosa tenacidad. Al irrumpir en la sesión de trabajo me saludaba: “¿Qué dices, taradita?”, a Héctor Azar lo eludía y a los demás ni los tomaba en cuenta; jamás les dirigió la palabra. Así que intercambiaba impresiones con Ramón Xirau, Margaret Shedd y conmigo. Era soberbio, displicente y, a mis ojos, magnífico. Cuando leí un fragmento de una novela dizque sobre las antiguas hacienda de México, repleta de diálogos que decían más o menos así: “¡Ah! –murmuró don Crispín dejando su cigarro sobre el cenicero de cristal cortado y llevándose a la boca una taza de humeante chocolate recién batidito”–, Juan García Ponce interrumpía con un grito que todavía recuerdo. “¡Por Dios, Elena, esto parece de Joaquín Pardavé!” Yo no me defendía ni me atrevía a responderle nada (¡malditas institutrices!), pero le habría dicho que ninguno de sus personajes trabajaba, que todas sus heroínas tenían las piernas largas, que emulaba a Proust, sus frases eran demasiado largas y no alcanzaban los dedos de la mano para contar la cantidad de adverbios en un párrafo. A él, además, no le habría hecho mella porque era el muchacho más libre de la tierra, nada ni nadie podía detenerlo, ni un punto, ni una coma, ni un signo de interrogación en el trayecto jubiloso de su amor por la literatura, en la absoluta, la implacable certeza de su vocación.

Leí los primeros cuentos de Imagen primera y de La noche y, la verdad, me deslumbraron La gaviota, El gato, Tajimara, y me quedé de a seis con Figura de paja, La presencia lejana, De ánima, La cabaña, La casa en la playa, porque me descubrieron a un gran escritor. Me hacía cruces. “¿Entonces eso es lo que significa ser libre?” En esa época yo cumplía todas las órdenes, las del jefe de información y las otras, no me apartaba ni un solo segundo del camino indicado y veía a Juan abrirse paso empujado por un gran viento que lo levantaba por los aires. Me parece que ya para entonces se había casado con Meche Oteyza; habían nacido sus dos hijos del mismo nombre, Juan y Meche, y vivían en un departamento del edificio grande y negro del Paseo de la Reforma, frente al Cuitláhuac también grande y negro con su carcaj (¡qué chistosa palabra!) de flechas. Me sorprendió saber que Juan era un padre amantísimo y tierno y que además de dedicarles sus libros, les dedicaba mucho tiempo a sus hijos, y en efecto, una vez al visitarlo tuve que saltar triciclos y patines que Juan dejaba en el corredor porque él era quien sacaba a Meche y a Juan a jugar al Paseo de la Reforma y los cuidaba mientras saltaban la reata.

La carrera de Juan fue como la de un bólido; un libro tras otro, una crítica tras otra, uno y otro juicio sobre pintura y literatura. Escribía sobre Bataille, Marcuse, Blanchot, Klee, Nabokov, Gustav Klimt y proponía furiosamente frente a los Tres Grandes, a Lilia Carrillo, José Luis Cuevas, Vicente Rojo, Roger Von Gunten, Manuel Felguérez, Fernando García Ponce. Frente a los aclamados naturalistas del Continente Americano, Miguel Ángel Asturias, Sarmiento, Gallegos y José Eustacio Rivera, oponía a Borges y a Sergio Pitol. Su crítica me daba escalofríos. Siempre la hizo entre risas, divirtiéndose, el ánimo sonriente, un mechón de pelo cayéndole sobre la frente. Se burlaba de los llamados “valores nacionales”, de las figuras patrias, gritaba que había que patearlos y mearse en ellos. Yo me tapaba los oídos porque lo que yo buscaba justamente eran héroes nacionales y andaba en pos de Gastón García Cantú para que me hablara de El Zarco o de El Nigromante aunque me aburriera espantosamente. Las carcajadas de Juan eran entonces diabólicas. “Ya ves lo que te pasa por aburrirte. Te vas a tarar cada día más, taradita. Nunca hay que aburrirse, óyelo bien, nunca.”

Juan fue jefe de redacción de la Revista de la Universidad y de la Revista Mexicana de Literatura junto con Tomás Segovia, y lo hizo con maestría porque Juan todo lo hacía; un día el café; al otro, una nota de libros; al tercero un cuento en un santiamén, el cuarto un ensayo, y así; un día, porque falló el crítico de arte, Juan hizo la crítica y le gustó y se quedó. (Años más tarde habría de lanzar la revista S.nob y Diagonales veinte años después.)

Juan, apasionado por la pintura, empezó entonces su carrera como crítico de arte en diversas publicaciones y escribió libros de ensayos; dio clases, conferencias y simposia en donde las asistentes rubias, pelirrojas, morenas, se le enamoraron desesperadamente. “Es mi ídolo.” “Es un mango.” “Échenmelo.” Sus admiradoras lo detenían al salir de su conferencia, una niña guapísima corría tras él: “Sólo te pido una cosa. ¿Me permites darte un beso?” Sin embargo, su guapura las enamoraba menos que sus ensayos, críticas, obras de teatro, novelas y cuentos. En ellos se sentían reconocidas y sobre todo amadas. Octavio Paz empezó a escribirle a Juan desde París y nos presumía. “Aquí traigo una carta de Octavio”, y señalaba la bolsa de su saco como si llevara las Tablas de Moisés. En la carrera de Rosario Castellanos, Juan García Ponce resultó definitivo porque no vaciló en decirle que no publicara una novela citadina sobre el inicio de la vida en común de una pareja, que a Juan le pareció muy floja, sobre todo después de sus dos buenas novelas sobre Chiapas: Balún Canán y Oficio de tinieblas. Rosario siguió su consejo y retiró su Rito de iniciación del concurso Casa de las Américas en La Habana, pero no destruyó el manuscrito que Alfaguara habría de publicar quince años después de su muerte en 1974.

De sus ensayos sobre arte recuerdo especialmente uno sobre Balthus, de quien se sabía poco en nuestro país, y otro sobre la imposibilidad de morir. Juan decía que morir era habitar en el espacio de lo imaginario y eso lo lograba la gran literatura. También recuerdo que me emocionó su fervor por Xavier Villaurrutia y que escribiera textualmente: “Xavier Villaurrutia, el elegante, profundo, estremecido, singular poeta de Nostalgia de la muerte.” Juan, el gran inconforme, solía ser parco en sus críticas; sin embargo, cuando se trataba de Villaurrutia supo que no sería sino “la estatua que despierta en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto”.

Juan pertenece a la generación de Juan Vicente Melo, Inés Arredondo, Huberto Batis, Isabel Freire, José de la Colina, Sergio Pitol. Mejor que todos Juan fue el arquetipo del escritor poseído a la manera de Rimbaud. Si para alguien la escritura es irresistible e irremediable es para Juan, que no nació para otra cosa que para escribir. Los demás pudieron ser diplomáticos, directores de suplementos, maestros; en cambio, la academia de Juan es su biblioteca.

La gaviota

De todos los cuentos de Juan García Ponce prefiero La gaviota porque es un relato diáfano, lírico, exaltado y atroz; lo escojo porque para mí es la esencia misma del García Ponce que amo. La muchacha de piernas largas, brazos largos, vientre como espejo, es alemana, tan alemana que a él que se llama Luis, le pone Ludwig, y después sólo Dwig. ¿Cómo no habría de hacerlo si García Ponce es un devoto de Musil? El muchacho se enrolla los pantalones blancos para caminar sobre la arena y resiente a toda una ruidosa parentela yucateca, la playa es la del Caribe; la luz blanca y enceguecedora casi esconde el vuelo de la gaviota que sigue a los enamorados en sus largas caminatas. En realidad, para él, la playa es como una extensión del vientre dorado de la muchacha sobre la que él desearía cabalgar.

La gaviota es una constante, los adolescentes la necesitan, la gaviota también puesto que aparece cada vez que salen de la casa y los acompaña durante horas. Al buscarse, la buscan a ella, es la encarnación de su deseo que palpita nervioso, incontrolable bajo las grandes alas blancas. También el gato actúa como talismán en el cuento El gato. Nada hay más fuerte sobre la tierra que el deseo de dos adolescentes.

Ese gran creador de atmósferas que es Juan García Ponce es el escritor mexicano que con mayor ternura vigila a la mujer, no se le va una; su pluma, lenta, morosa, se detiene en el más mínimo de sus movimientos, sus pinceladas son puntillistas, arma un todo redondo, terso y fascinante que en realidad termina siendo un homenaje parecido al que Stendhal o Flaubert o Lawrence rindieron a la mujer. Ana Karenina o Natasha de Tolstoi son referencias obligadas. Las mujeres de Juan García Ponce se nos parecen aunque Juan nos haga el favor y nunca hemos sido mejor vistas que por su ojo inocente y perverso a la vez, cruel y dador de luz porque Ludwig mata de un escopetazo a la gaviota y posee a la muchacha en un mismo acto de desesperación. Sobre la sangre de la gaviota asesinada hace correr su sangre virgen. Entonces ella, colgada de su cuello, se hace cómplice del crimen, el asesinato, la desfloración, la muerte que es también la pasión de dos que se aman. Y la resurrección, porque los muchachos buscan el cuerpo muerto de la gaviota sobre la arena y ya no está.

En El gato, la pareja convive, es casi hogareña, tiene tareas que cumplir, y es fácil reconocer el edificio en el que viven, antiguo y austero, de severos pasillos. Allí, en uno de los corredores, maúlla lastimero un raquítico gatito gris que alguna vez entra a la alcoba y la ve a ella desnuda, dormida sobre la cama, la cara escondida por sus cabellos. Él saca al gato del departamento, ella lo necesita. La presencia del gato la incendia, reacciona con mayor intensidad, es una amante eléctrica. El gato necesita estar allí, sus maullidos son ya parte de ellos mismos, si el gato no regresa o no lo encuentran perderán su felicidad.

Claro, no la pierden, porque con Juan García Ponce no hay perdedor, la palabra derrota no existe, ni siquiera en las situaciones más extremas.

La necesidad de la presencia de un tercero, el testigo, el que contempla, el voyeur, el espectador (que puede ser un animalito), aparece en las novelas y los cuentos de Juan, quien finalmente sólo da por vivido lo escrito.

El tema casi único de Juan es el de la pareja, el amor, por lo tanto el del cuerpo; sin embargo, nunca es procaz, ni por un segundo cae en la vulgaridad. Si alguien quiere saber cómo mostrar el cuerpo sin el fácil recurso de la pornografía, que lea a Juan García Ponce. Su razón no es erótica sino literaria; hay erotismo, claro, pero sólo es un pretexto para darle cuerpo a la narración. Su papel es siempre el mismo, el del enamorado. Por eso, entre los jóvenes hay un verdadero culto a Juan García Ponce, escritor ya de tres generaciones de émulos y de aprendices.

La radical otredad

Juan García Ponce siempre fue sorpresivo, incluso –creo– para sí mismo. Se inició en la literatura acostado en un camión carguero que transportaba pacas de borra justamente de la fábrica de Elías Sourasky a la de su padre. Juan descargaba y cargaba las pacas en compañía del machetero y luego se tiraba a leer encima de ellas a Thomas Mann, a Herman Broch, a Robert Musil, de quien es el descubridor o por lo menos el revalorizador en México, como lo es también de Pierre Klossowski. Innovador, libérrimo, todos lo vimos hacer las cosas más imprevisibles, decidir un viaje en diez minutos, romper una relación en cuatro, pero nunca sospechamos su capacidad para el sufrimiento ni –sobre todo, y lo que nos enaltece a todos– su inteligencia frente al sufrimiento; esa enorme y deslumbradora y descomunal inteligencia con la que ha sobrellevado su enfermedad.

Hace treinta y dos años Juan supo que tenía esclerosis múltiple o en placas. Se trata de una enfermedad progresiva: la desmielinización de todos los nervios. Nuestros nervios están cubiertos de un hulito (al igual que los alambres de la luz) que se llama mielina. Al no tenerla, hacen corto y ya no pasa la energía. Sobreviene la parálisis. Le dijeron a Juan: “Poco a poco se irá paralizando.” Juan hizo todo lo que pudo en contra de su padecimiento. Fue a España en busca de atención especial, a Estados Unidos, se sometió a varias operaciones. En México, Ramón Álvarez Bullya –otro premio Elías Sourasky como Juan– aconsejó hormonas de chango (lo cual hace sonreír a Juan al mismo tiempo que revela: “no sirvió para nada, verdaderamente”), durante meses tomó cortisona, que lo hinchaba. En fin, Juan García Ponce llegó a la conclusión de que la suya es una de las enfermedades contra la cual la ciencia no sabe qué hacer. Es fácil diagnosticarla, es fácil enterarse de que el cuerpo deja de asimilar vitamina B y por eso los nervios se atrofian, pero hasta ahora nada ha sido eficaz contra ella, salvo la salud mental de Juan. Su lucha fue tan magistral que hizo cambiar la actitud de todos frente a su enfermedad. Como nunca se quejó, como nunca la mencionó, la parálisis progresiva de Juan empezó a verse bajo una luz distinta; la misma luz con la que la veía él, la de la valentía, pero no la que se pregona sino otra más inteligente aún, y es entonces cuando uno piensa que la inteligencia llevada a esos extremos puede ser una forma suprema de la valentía. Le pregunté a Juan García Ponce si desde el principio había aceptado su terrible enfermedad y me respondió textualmente. “No se trata de aceptarla o no, la enfermedad se te impone. O sea, yo no me rebelé contra ella porque no había contra qué rebelarse. La enfermedad es un fantasma sin nada, es una pura porquería y tampoco vas a dejar que te gane una porquería.” Le pregunté entonces cómo un ser tan dinámico podía aceptar la silla de ruedas y dijo: “Porque uno tiene que tomar las cosas como vienen. Después de todo estar en la silla de ruedas no es una inactividad. Acuérdate de lo que dice Lope de Vega: ‘Para andar conmigo me bastan mis pensamientos.’”

Desde el primer momento los pensamientos de Juan han sido continuos, fuertes, vitales, pensamientos de vida, no de muerte. Hace treinta y dos años, en 1968, el neurólogo Mario Fuentes le dijo en su cara que tenía seis meses de vida, un año cuando mucho. “Lo que hice entonces –cuenta Juan– fue dar una vuelta en mi coche y meditar. Me estacioné en una calle y pensé: ‘¿Qué hago? ¿Me suicido?’ Como tú sabes, mi defecto es la curiosidad e inmediatamente pensé: ‘Me suicido y ¿qué tal si pasa algo en este año? ¿Qué tal si pasa algo maravilloso?’ Decidí quedarme y arranqué mi coche diciéndome: ‘Vamos a ver qué pasa en este año.’”

A otra de mis preguntas sobe la invalidez, Juan protesta: “Me niego a serlo. No es que me sienta o no inválido, es que no lo soy. Un inválido es alguien que no puede hacer lo que le importa y yo sí puedo hacer lo que quiero: escribir.” Yo insisto: “¿Y la rebelión, Juan, la rebelión?” “Pues rebelión yo sí sentí, sentí ira, pero me di cuenta que no tenía sentido sentirlas sino ponerme a hacer lo que quería hacer realmente.” Y a otra pregunta acerca de la dependencia de los demás, lo cual suele humillar y deprimir, Juan exclama: “Eso sí es muy incómodo, eso sí, pero a todo se acostumbra uno, y por eso estoy seguro, Elena, de que no hay infierno porque al cabo de un tiempo ya no deben importarle a uno ni las penas, ni las llamas, ni los diablos.”

Si uno revisa la vida de Juan podría atribuirle la frase definitiva que Ulrich, el protagonista de El hombre sin atributos, responde a la pregunta de qué haría si fuese dueño del mundo por un día: “Abolir la realidad.” Si alguien ha superado su realidad, es precisamente Juan; claro, con la amorosa ayuda de Meche, sus hijos, María Luisa y sus amigos.

1968

A inicios de nuestro pinche ’68, los policías se llevaron a Juan García Ponce a la delegación porque al ir a poner un desplegado de protesta en el periódico Excélsior lo confundieron con Marcelino Perelló, quien también andaba en silla de ruedas. Entonces Juan se debatió como león; le pidieron disculpas. De esto han pasado treinta y dos años. Entonces Juan sólo llevaba dos meses de no caminar, dos meses de haber iniciado este largo trayecto en el cual le prometieron seis meses, cuando más un año, y que Juan ha llevado heroicamente a los treinta y dos años: treinta y dos años que nos ha entregado, treinta y dos años que nos honran, treinta y dos ejemplares años de lucha que Juan minimiza ironizando; cuando le pregunto a qué atribuye que sus amigos lo busquen tanto, se apoya en esta respuesta totalmente garciaponciana: “Me buscan tanto por mi curiosidad como porque ellos mismos me interesan, porque yo me intereso en las cosas, porque soy divertido, porque en mi casa se come muy bien y se bebe muy bien, porque sé beber como un loco, y porque –como ya te lo dije antes, nomás que tú no pones atención en las cosas y todo se te olvida–, mis amigos son en verdad muy buenas gentes.”