La Jornada Semanal, 12 de noviembre del 2000 
 
 
  
SAN GORDIANO Y CLEMENCIA ISAURA
 

Este bazarista conoce bien San Gordiano y ha tenido la oportunidad de visitar en varias ocasiones a la risueña y culta ciudad comparada con Atenas por sus hombres de letras y de pensamiento.
 

    A fines de los años cincuenta fue invitado para que actuara como mantenedor (los mantenedores eran jóvenes que padecían elocuencias irrefrenables y se desmelenaban en los teatros desplumando metáforas aladas y alabando los estros de los liróforos premiados y no del todo celestes). Llegó a la ilustre ciudad y se encontró en la habitación del hotel la carpeta que protegía al poema premiado.
 

    San Gordiano pertenece a las tierras secas tan minuciosa y líricamente descritas por Agustín Yáñez. Su paisaje posee huizaches espinudos que florean milagrosamente a la primera llovizna, nopaleras visitadas sólo cuando tienen tunas, ordenadas filas de magueyes, pirules que rodean jilgueros y gorriones, y en la proximidad del río algunos chopos, sauces y robles de la tercera edad. Por los rumbos del cementerio crecen los cipreses (“enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongojas al cielo con tu lanza”, así describía Gerardo Diego al ciprés del Monasterio de Silos) y las hiedras trepan por los viejos muros. Su paisaje es, por todas estas características, el clásico de nuestros climas mesetarios sujetos a la parquedad o a los excesos de la lluvia nunca equilibrada y justa por esos rumbos.
 

    El mantenedor se puso a leer el poema y se enteró de que el bardo laureado era un astuto profesional de los juegos florales (léase La colmena del Sr. Cela), originario de una ciudad del poético sureste mexicano, tan pródigo en dulzuras líricas y en amores decentes. De repente se quedó pasmado, pues la oda de alabanzas a San Gordiano, sin más se ponía a hablar de muelles y de barcos, marineros de mirada azul y banderas de remotos países. Aparecieron arenas blancas, palmeras, mulatas con fuego en el balanceo del “caderamen” (Palés Matos dixit), incontables gaviotas y hasta un albatros de Coleridge.
 

    El laureado se alojaba en el mismo hotel y se encontraba en el pequeño bar trasegando pálidas cubas libres. El bazarista le dijo que era el mantenedor de los juegos florales (¡Ay, la Provenza! ¡Ay, Clemencia Isaura!) y, con el mayor tacto posible, aventuró algunas hipótesis sobre el tropicalismo del poema sobre San Gordiano. Poco a poco, el bardo se fue poniendo pálido y de repente se dio un golpe en la cabeza y, con franqueza, confesó que todo había sido una equivocación. Su exitosa carrera floral le dejaba buenos dividendos y, por eso, había decidido practicar la producción en serie de poemas de alabanza a las muchas ciudades convocantes. En el caso presente se había equivocado y había hecho llegar a San Gordiano el canto de alabanzas a Ciudad del Carmen. La antigua Laguna, por su parte, había recibido el de San Gordiano y, por lo tanto, su paisaje consistió en largas y secas planicies, cactus de hidrología milagrosa, pirules y reprimidas señoritas de arreboladas mejillas. De paso averiguamos que los señores jurados, priístas inveterados tal vez, no respetaban las bases del certamen, abrían a su gusto las plicas, no leían los trabajos y, para quitarse de líos, daban el premio a un poeta de prestigio y nombre conocidos.
 

    El vate manifestó su confianza en que los carmelitas actuaran de la misma manera y tranquilizó al mantenedor diciéndole que en cosa de una hora escribiría un nuevo poema con nopales, pirules y moral represiva y lo llevaría a su habitación para ofrecerle versos que mejorarían su perorata. Así pasó todo: Obdulia Primera fue coronada por el Sr. Presidente Municipal y se sentó en su trono situado entre nubes y estrellas. La rodeaban chambelanes tensos y princesas que contenían la respiración para, como decía la abuela del bazarista, darle pulgadas al pechugal, y pajecitos rubios que apenas podían contener la risa. Su graciosa majestad entregó al vate la flor natural y su cheque y el bazarista discurseó sobre algo profundo y elogió al liróforo profesional (más tarde 
el hábil competidor le confesó que los cheques y las flores mejoraban considerablemente sus magros ingresos) y a la reina que estaba como pasmada, mientras dos chambelanes ingresaban a la semicatatonia.
 

    La Atenas de los llanos, a través de su Ateneo del que ya hemos hablado (mucho menos de lo que el pueblo hablaba de él y de sus eternos becarios), publicó durante un par de décadas una revista literaria y filosófica en la que escribían los cinco ateneístas y algún invitado de la capital. Los cinco redactaban las reseñas sobre los libros y las conferencias que publicaban y daban con notable frecuencia y se mantenían vigilantes para denunciar a los enemigos de la fe verdadera y de los valores morales que nos dieron patria y una identidad envidiada por las naciones hundidas en la inmoralidad y el materialismo. Sobre estos temas escribían periódicamente los padres O’Shamrock y Charbel, especialistas en la búsqueda de conjuras estalinistas y en la organización de Uniones de Padres de Familia y de Grupos Defensores de la Decencia en los Balnearios y los bailes de las fiestas patronales.
 

    El amor por la poesía y la defensa del ser nacional permean todos los momentos de la vida de San Gordiano. Por eso el padre O’Shamrock, que año con año va a dirigir los ejercicios de San Ignacio, fustiga a los anticlericales y percibe el olor a azufre que desprenden sus anatomías patológicas. El buen predicador sabe que el error no tiene los mismos derechos que la verdad y que la exigencia de tolerancia y de laicismo son viejas estrategias de los eternos enemigos de las creencias populares. No pretende el santo varón regresar a la quema de herejes, pero sabe que conviene mantenerlos a raya y evitar que metan sus manos apestosas en los terrenos de la cultura y de la educación.

 
 
 
 
Hugo Gutiérrez Vega
 
 
 
 
 
 
 
 
ANTESALA
 
 
     
    Una tras otra. Mi generación (la de los tempranos cincuenta) ha sido, por diversas razones socio/etno/bio/botánicas que no voy a explicar aquí, una especie de hato de cobayos (o conejillos de Indias), si no exageramos, y una horda de hámsters suicidas si nos ponemos dramáticos. Nacimos a caballo entre una época tradicional y conservadora, donde el cartel de la familia mexicana se cotizaba muy alto, y la nueva era de Acuario que estaba por entrar en la casa de Marte para originar perversamente la guerra de Vietnam, el movimiento hippie y los barbones de Sierra Maestra. No sólo cargamos en el lomo metafísico con la ingeniosa frase vuelta anatema de ser los primeros norteamericanos nacidos en México (Monsiváis dixit); también quedamos divididos para siempre entre los que se volvieron gurús instantáneos al primer viaje de hongos, los que se fueron con Genaro a la sierra guerrerense o a la Liga 23 de Septiembre para darle un sentido verdaderamente extremoso al término radical, o los que coquetearon con todos estos extremos sólo para saber cómo mover mejor a las masas y asaltar el Poder –al que por definición estábamos negados los Nuevos Adolescentes, cuya pubertad duró los siguientes veinte años. Aquéllos habían nacido para ello ("animales políticos"), y si no, pregúntenle a los Salinas de Gortari, prácticamente contemporáneos nuestros (¿podría usted recordar la fachita que tenía el Carlos más odiado del país cuando llegó a la Secretaría de Programación y Presupuesto: patillón a media mejilla, casi tocando los bigotazos jipitecas; lentes de pasta negra, gruesos y en forma de pantalla de televisión, como los que usa Austin Powers; la calva ineludible rodeada por un halo de hirsuta, aunque escasa, mata negra, que caía –¡aunque usted no lo crea!– tratando de cubrir las hoy célebres orejas? La transformación no fue gradual. Cuando le dijeron o él decidió que era material presidenciable, de un día para otro surgió el nuevo csg: a la goma las patillas y el pelo largo; lo pelón, bien manejado, proporciona madurez y credibilidad; los lentes de contacto otorgan una profundidad miope que los críticos serios confundieron con tremenda inteligencia y fría voluntad; el bigotito muy bien recortado y el traje permanentemente negro completaron la imagen de seriedad que todo presidente necesita. Voilà! Presidente habemus).

    La comezón del séptimo año. En fin, a mi generación no le afectó demasiado este síndrome. Como dice célebremente Eduardo Hurtado: "Qué me vienen a contar los chavos: yo a los veinticinco años ya estaba hecho pedazos." Nos casamos o arrejuntamos muy jóvenes, volvimos a reincidir, pero como vivíamos en plena adolescencia, no nos alarmaba demasiado el cambio de parejas y esas cosas. Sobrevivimos a ese relativamente corto pero intenso periodo de libertad sexual, donde si alguien musitaba la palabra promiscuidad, era obligado a vestirse y abandonar la orgía. El problema lo tuvo la siguiente generación (tardíos cincuenta y tempranos sesenta) la que no había pasado por las marchas del ’68 y del Jueves de Corpus del ’71; los que decidieron que peinarse, bañarse e ir a la peluquería o al salón de belleza, usar un traje combinado o traje sastre con falda y llevar corbata o mascada de seda no atentaba contra el orden social. Esta generación no quería cambiar el mundo sino su estatus. Muy pequeños para Tlatelolco, se dedicaron, los hombres a hacer dinero y las mujeres a hablar de la liberación femenina. Tenían cerca de veinticinco años cuando el sida se volvió una pandemia. Poco o nada les tocó del reventón y el amor libre. Contrajeron matrimonio como se contrae la tifoidea: pensando que se tendría para siempre, pero que con el tiempo sería más fácil soportarla. Además, era una enfermedad más alivianada que el Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirido. Bueno, pues lo que contrajeron tardíamente fue lo que los gringos llaman la comezón del séptimo año, ese síndrome que vuelve poco atractiva a la mujer propia y adorable a la mujer ajena, la Otra. Las parejas de esta generación están desligándose con una frecuencia alarmante. Los hombres corren a los brazos de mujeres jóvenes y desinhibidas. Las mujeres corren al kinder para apartar carne fresca, o se separan porque de pronto caen en la cuenta de que han sido ninguneadas y menospreciadas por años, o porque simplemente se cansaron de correr del trabajo a la oficina a la cocina a la escuela a las clases especiales mientras el baquetón marido piensa que todavía vive en los años cincuenta y se rasca los desos.

    Taller de Liberación Emocional. Ahora que, la neta, lo que más calienta, deprime y encabrona es que lo dejen a uno o una. ¿A poco no? Porque el (la) que se va, había rumiado la huida una y otra y otra vez. Pero la (el) abandonada(o) se entera de sopetón y siente que se le cae el cielo encima. O dicho profesionalmente, el dolor, la impotencia, la culpa, la inseguridad y el rechazo son de la chingada, ¿o no? Para el abandonado la separación es como un mazazo al epitálamo. ¿Tuve yo la culpa, dónde fallé, qué hice mal? Pues les puedo decir que no están solos. Una persona que tuvo que pasar por este largo Purgatorio decidió montar este Taller de Liberación Emocional, supervisada por especialistas, para que otras personas puedan enfrentar con éxito y menos dolor la ruptura con su pareja. Si se encuentra usted en esta situación, lector(a) que se azota contra las paredes y anda comprando todos los libros de autoayuda, hable al teléfono 5563-5713, entre las 16 y las 19 hrs., pida informes y anímese a ir. Quién quita y realmente le sirve. Pero, sobre todo, no se aísle. La soledad es la peor consejera, siempre. Y si decide no ir al Taller, por lo menos desfóguese con sus amiga(o)s. La vida continúa. Y, en general, aunque ahora no lo crea, hasta mejora. Amén.