La Jornada Semanal, 12 de noviembre del 2000  
 
 
Alessandra Mammi
 
Carlos V regresa a Europa

 

 

A Tiziano le tuvieron sin cuidado “el mentón deforme y oblongo”, “la boca siempre abierta” y “la nariz tapada” que Granach vio en el hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca; el gran pintor italiano siguió al pie de la letra el dictum de Erasmo, según el cual “los artistas deben representar a un príncipe austero y en el atavío que mejor le conviene a un soberano sabio y con autoridad”. Alessandra Mammi completa el retrato del hombre que mandó en el “imperio donde nunca se ponía el sol” con algunas pinceladas que muestran el espíritu moderno del único soberano que, en pleno siglo XVI, se preocupaba por “no imponer una cultura única y un gobierno autoritario”, aunque por desgracia hayan ganado “la Iglesia, la conversión forzada, la esclavitud”.

 

 

   Carlos V era hermoso o feo? Depende del punto de vista, reformado o católico. A partir del testimonio de sus enemigos, no puede afirmarse que fuera hermoso. Lucas Granach el Viejo, de simpatías protestantes, lo pinta con un mentón deforme y oblongo. ¡Y pensar que ese retrato tenía que ser una captatio benevolentiae encargada por los príncipes de Sajonia! El diplomático inglés Corner lo describió como hombre de talla mediana, con la boca siempre abierta, perennemente resfriado y con la nariz tapada. Por el contrario, para el mundo católico fue la reencarnación del César romano, del Miles Christianus, del caballero errante medieval en un único hombre. En fin, no obstante la mandíbula deforme y el labio inferior exageradamente prominente, el rey Carlos, nacido en Gante el 24 de febrero de 1500, e hijo de Felipe el Hermoso y de Juana la Loca, era un monumento.

    Carlos V fue un hombre del destino que nació marcado por una situación dinástica excepcional. Se necesitaría una página entera sólo para transcribir el elenco de sus títulos, y otra para enumerar las tierras que tuvo bajo su dominio desde los seis años, cuando de repente murió su padre y él se encontró frente a la necesidad de gobernar, sin contar los territorios que a lo largo de su vida, victoria tras victoria, fue ganando. Duque de Borgoña, rey de España y Nápoles, emperador de la cristiandad coronado en Bolonia en 1530, vencedor de los turcos en Viena y después en Túnez, para no hablar de las tierras más allá del océano que ocuparon en su nombre Hernán Cortés, conquistador del imperio azteca, y Francisco Pizarro del inca.

    El hombre al mando del “imperio sobre el que nunca se ponía el sol”, el más poderoso monarca de la cristiandad, fue sobre todo el primero en imaginar a una Europa unida. Y, además, en imaginarla no de acuerdo con una lógica únicamente imperialista, sino como un mosaico de estados gobernados de manera autónoma (aunque fuera por miembros de su familia), en donde tradiciones y culturas diversas fueran respetadas, hasta el punto de buscar una solución política (que no encontró) inclusive respecto a Lutero.

    Por todo eso, Europa celebra –con énfasis nunca visto– el quinto aniversario de su nacimiento. Empezó en Gante y después pasó a toda Bélgica con convenios, exposiciones y fiestas que, desde finales del año pasado y en este que corre, analizan la figura de Keizar Karel. Más tarde, los franceses recordaron que incluso en los momentos más ásperos del conflicto relativo a la conquista de Borgoña, lo llamaron siempre Charles Quint en lugar de Charles Cinq, honor reservado sólo a él y al gran Papa Sixte Quint. En Alemania se presenta, revisada y ampliada, la exposición “Carolus”, inaugurada en Gante y llevada más adelante a Bonn. Después del 21 de mayo será enviada al Kunsthistoriches Museum de Berlín y en otoño irá a Toledo (desde el primero de octubre hasta el 7 de enero de 2001), con la colaboración del Museo del Prado de Madrid.

    En suma, Europa celebra y estudia a Carlos V como si los cincuenta años de su reinado ocultaran el núcleo de problemas tan arraigados que todavía queda la marca. De hecho, Carlos V comprendió sobre todo que no podía unificar un continente con la fuerza de las armas. A fin de cuentas, sus batallas fueron en gran parte sólo para defender los confines que el destino le había otorgado. Y su preocupación de no imponer una cultura única y un gobierno autoritario, marcó sin duda el inicio de la edad moderna. Para dar un ejemplo de su previsión basta el proyecto que elaboró en 1542 (bajo la sugerencia de Bartolomé de las Casas), que garantizaba a los indígenas del Nuevo Mundo un régimen respetuoso de su dignidad y el reconocimiento de sus derechos humanos. Perdió la batalla y ganaron la Iglesia, la conversión forzada, la esclavitud.

    Pero regresemos a la pregunta inicial: ¿Carlos V era hermoso o era un monstruo? La respuesta que salta a la vista en la exposición “Carolus” es que el soberano, sobre todo en lo que concierne a su imagen, también era extraordinariamente moderno. Pronto entendió que era necesario revolucionar el papel del arte, la forma y la función del retrato celebratorio. No obstante, el rey Carlos V no era un mecenas. No podía serlo. Constantemente de viaje por necesidades del Estado, no tenía un palacio real para llenarlo de tesoros y bellas artes en sus ratos perdidos. Sin embargo, desde pequeño había aprendido, gracias a las lecciones de Erasmo, cuán importante era dar al soberano una imagen vigorosa y fuertemente ética. Las indicaciones de su humanista-preceptor son claras. En la Institutio principis christiani que en 1515 Erasmo dedicó al joven Carlos, está escrito de manera explícita: “Los artistas deben representar a un príncipe austero y en el atavío que mejor le conviene a un soberano sabio y con autoridad.” En otras palabras, una representación más poderosa que la seca y simplista descripción nórtica pero también más sobria que la grandilocuente manera italiana. En el umbral de su coronación como emperador de la cristiandad, todo eso se tradujo para Carlos V en un nombre: Tiziano.

    El encuentro entre el soberano y el pintor tuvo lugar en Bolonia, en 1530, y fue una atracción fatal que sus contemporáneos parangonaron con la que hubo entre Apeles y Alejandro el Grande. Ciertamente no es verdad, como quiere la leyenda, que Carlos llegó a inclinarse para recoger un pincel de Tiziano, frente al pasmo de sus cortesanos. No es verdadero, pero es verosímil. Porque de su correspondencia emerge una relación de igual a igual: de espíritu, si no de rango. Tiziano trastocó el destino mismo de Carlos V en imagen.

    En el retrato ecuestre que se exhibe en el Museo del Prado, pintado en 1548 para celebrar la victoria en contra de la liga de los príncipes protestantes en Mülhberg, el emperador está sólo, con la lanza en la mano, “el rostro pálido pero imperturbable, una expresión de resolución inamovible grabada en la desgarbada boca y los grandes ojos dirigidos hacia un punto lejano como para no ver y no percibir nada”, como lo describe el gran historiador de arte Erwin Panofsky. Un caudillo sin tiempo, un caballero andante, un paladín cristiano: la imagen misma de la historia.

    No menos monumental se ve en el retrato de Munich, del mismo año. Carlos V está nuevamente solo, sentado en el fondo de una galería, vestido sobriamente, sin ninguna insignia real: un gentilhombre apartado, melancólico, silencioso y, sin embargo, igualmente poderoso, con la misma mirada perdida, concentrada en el pasado, en el futuro, en el control total de sí, de los otros, del mundo. Y, finalmente, en el retrato de pie en el Museo del Prado (1532-1533) que le hizo Tiziano, donde, como sigue diciendo Panofsky, “inclusive el perro tiene alma”. Un retrato más nórtico que italiano, por la postura erguida del soberano, la figura estrecha y alargada, el fondo oscuro, que probablemente Tiziano retomó de su colega alemán Jakob Seisenegger (aunque sobre eso se sigue discutiendo). Arcaico y tradicional en la visión, que sólo Tiziano pudo trastocar, pero completamente nuevo en su resultado, pues otorga al soberano esa dignidad más bien sobrehumana, en la mirada y en el rostro apenas a tres cuartos de perfil.

    El encuentro entre esos dos gigantes es un punto irreversible que hace del siglo XVI el punto de partida del nacimiento del retrato moderno y de una nueva imagen del poder, misma que Carlos V hará suya con una rara mezcla entre la tradición flamenca y la grandeur de la Roma de los césares. No es casual que el 5 de abril de 1536 Carlos V haya organizado para su entrada a Roma un recorrido triunfal digno de un emperador romano: partió de la vía Appia y pasó bajo el Arco de Constantino hasta llegar a la basílica de San Pedro. Tampoco es casualidad que gran parte de las esculturas de bronce que se le hicieron, e incluso su monumento fúnebre, lo representen con cuerpo y aplomo tomados por completo de la escultura clásica. Esas imágenes heroicas y pensativas del soberano empezaron a circular en toda Europa y también en el Nuevo Mundo. En un reino tan vasto, Carlos V comprendió la importancia de la propaganda.

    La unión perfecta entre el papel histórico del soberano y la iconografía que lo acompaña, explica también la persistencia de su imagen siglo tras siglo. La fascinante exposición “Mise en scène” (en Gante hasta el 19 de marzo de 2000) fue dedicada a su mito en la posteridad: vida, batallas, imágenes vistas por los neoclásicos y los pompier, transformadas en escenas teatrales por los simbolistas, narradas al pueblo inclusive en las figuritas del consomé Liebig y en los textos de secundaria, una “fotonovela” pintada al óleo sobre tela, narrada entre los siglosXIX y XX en el Salón de París y en las cortes de media Europa, donde se ve a Carlos enamorado, Carlos en el taller de Durero o inclinado frente a Tiziano, Carlos en batalla y durante las fiestas, Carlos solo, triste, todo de negro encerrado en el monasterio de Yuste en los últimos años de su vida, e inclusive Carlos obteniendo (como quiere una de las tantas leyendas) el permiso papal para celebrar, pocos días antes de su muerte, su misa fúnebre. Y en todas partes, el más grande emperador de la cristiandad es alto, imponente, hermoso.

    Entre las tantas imágenes del mito, sólo una lo presenta como un ser humano. Es el retrato (actualmente en Bonn) hecho por un dibujante-cronista en 1832, ante los restos de la momia de Carlos desenterrada en el Escorial: un hombre pequeño y deforme, con la mandíbula descompuesta, desecho por las enfermedades, inclusive sin dientes. Un monstruo, en fin, que supo aparecer ante todos como un dios, por los siglos de los siglos.

 
Traducción de Annunziata Rossi