Ojarasca 43  noviembre 2000

Ningún gobierno "de la Revolución" tuvo peor relación con los pueblos indígenas. Todavía el señor Salinas cuidaba las formas, soltaba programas llenos de listones y espuma, recibía bastones de mando, se dejaba poner sombreros ceremoniales, se embelesaba con las bandas de aliento (y mientras, liquidaba las leyes agrarias). Desde Porfirio Díaz, con sus guerras contra yaquis y mayas, ningún otro gobierno le había quedado tan mal a los pueblos indios como el que va de salida.

Tratados como parias, integrables limosneros que reciben "apoyos" y "ayudas" a como vengan, migrantes necesarios, carne de maquiladora, a estos mexicanos no se les escucha ni se reconocen sus formas políticas y culturales. Se les compra, se les obliga, y a los que se resisten, se les hambrea o se les dispara. ¿Cuántos cientos de indígenas muertos por violencia política o represión lleva en su cuenta el sexenio zedillista? En Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Hidalgo, Veracruz, las comunidades han vivido al borde de la guerra, rodeadas del mayor despliegue de tropas de combate en el México moderno.

Acuerdos incumplidos, desplazamientos de comunidades enteras por violencia ilegal y legal, programas asistenciales con la duración de un alkaseltzer, despojo de recursos en aras de la globalización final. Al presidente Zedillo se le ha visto más a gusto cuando lo rodea el Ejército, cuando viaja en vehículos militares entre generales, o ante tropas que lo saludan y arropan. En cambio, ni para la foto ha sabido ser presidente de los indios.

En un país donde las banderas patrias que instala el gobierno se han vuelto inmensas mientras la soberanía nacional se hace chiquitita, los pueblos indios, desde sus luchas y resistencias particulares, atraviesan un ciclo de transformación profunda y de largo aliento. No sólo la demografía los favorece (contra las predicciones de su desaparición, son el grupo social que más crece). Su propio talento organizativo, y su amor a sus tierras y a México, los llevaron en la última década del siglo XX a levantar un clamor nacional en defensa de sus pueblos, sus lenguas, sus tradiciones y maneras de participación, la trama cultural comunitaria en que cifran su futuro.

Amenazadas, sus lenguas propias ganan fortaleza y florecen deslumbrantes como instrumento de comunicación, identidad, resistencia y belleza. Estos pueblos han entendido que la diversidad, y no la uniformización consumista, abre los caminos de la unidad nacional. Sólo cuando lo más grande sea lo pequeño, el país conocerá la justicia, la paz, la democracia y todas las demás promesas que, en el actual estado de cosas, los indígenas han sido los últimos en ver cumplidas, si es que acaso.

A toda esta experiencia de crecimiento, articulación y maduración de los movimientos indígenas, especialmente en el campo, por sistema, el gobierno próximo pasado le dio la espalda y le echó montón. Tal es su mayor fracaso.
 

Los pueblos siempre quedan. Los siglos son prueba. Hoy tocan una vez más a las puertas del poder y del corazón de la gente. La sociedad mexicana mayoritaria tiene una nueva oportunidad de merecerlos y recibirlos. No mendigan sobrevivencia, vienen a exigir su lugar.

umbral

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