MARTES 21 DE NOVIEMBRE DE 2000

 


Ť René Drucker Colín Ť

Reflexiones para la toma de decisiones sobre política científica

El siglo XX produjo avances científicos que condujeron a una revolución tecnológica que ha transformado no sólo las sociedades, sino también las relaciones económicas entre naciones. Desde luego, las naciones con menor generación de nuevos conocimientos terminaron siendo aquéllas con menor desarrollo económico. En este sentido es importante repensar la política científica de nuestro país. No cabe duda que México ha logrado consolidar a lo largo de los últimos 40 años un sistema científico de gran calidad, competitivo a nivel internacional en cuanto a sus resultados concretos, pero de un tamaño demasiado pequeño para poder impactar en forma importante en la transformación de la sociedad y de las relaciones comerciales con las naciones más desarrolladas.

Lo que se expone a continuación no tiene como objetivo la crítica, sino simplemente señalar realidades que es necesario afrontar y desde luego cambiar.

El primer problema al cual se ha enfrentado el Sistema Científico Nacional es que jamás ha habido un Plan Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico (CyT) a largo plazo. Lo que hemos tenido durante años son programas sexenales de CyT, en los que se pretende cumplir más en términos burocráticos que con una concepción filosófica sobre la utilidad que tiene la CyT en el desarrollo de la nación.

Y esta gran diferencia conceptual sobre la CyT es lo que ha impedido su crecimiento. Si bien es cierto que el Sistema Nacional de Investigadores (SNI), comenzó en 1984 con mil 350 miembros y en 1999 tenía 7 mil 252, también es cierto que de 1990, cuando tenía 5 mil 704 miembros, a 1999, sólo creció en mil 548 investigadores.

Lo que llama enormemente la atención es que durante el mismo periodo (1990 a 1999), según el propio Conacyt se doctoraron 4 mil 548 personas. O sea, 3 mil doctores graduados pudieran no estar en el SNI, o quizás no están en el país. En 1992, el Conacyt inició un programa de repatriación de investigadores mexicanos y con esto logró regresar o retener a mil 744 investigadores. Quizás estos mil 744 investigadores forman parte de los mil 548 miembros nuevos con los que creció el SNI.

Sin embargo, aún 198 de los repatriados parecerían no haber ingresado al SNI. El punto aquí es que efectivamente hemos crecido, se han generado buenos programas de becas y repatriación, pero con la información que se da no tenemos forma de saber qué impacto real tienen estos programas, pues no hay un seguimiento apropiado.

Esto simplemente confirma que el Conacyt, tal y como está ahora, sólo cumple con un programa que tiene establecido, sin procurar generar a través de ello un plan de desarrollo del sistema científico.

El pequeño tamaño que tiene el Sistema Científico Nacional se refleja desde luego en la producción científica, donde en un periodo de casi 20 años la participación de nuestro país con respecto al total de publicaciones en el mundo es de apenas 0.36 por ciento.

Sin embargo, vale la pena señalar que el impacto de la ciencia mexicana es muy respetable, pues ha alcanzado en el último quinquenio un promedio de 2.15, mientras que el promedio mundial es de 3.91.

Otra vez esto nos indica que el problema de la ciencia mexicana no es su calidad, sino su cantidad, y esto nos atrae inevitablemente al asunto del presupuesto destinado a la ciencia. Datos recientes elaborados por el Conacyt señalan que en 1992 el gasto (debería llamarse inversión) federal en CyT fue, en miles de pesos constantes, de 3,794.800 (o sea 0.32 por ciento del producto interno bruto, PIB), mientras que en 1999 fue de 4, 622.789 (o sea 0.41 por ciento del PIB).

Sin embargo, el presupuesto administrado por el Conacyt fue en 1992 de 2,274.729, y en 1999 de 2,767.855. En ambos casos, el crecimiento a lo largo de ocho años ha sido magro, y desde luego imposibilita su desarrollo sostenido. Si esto no cambia, no podremos enfrentar los retos del siglo XXI.

Hay que repensar todo lo que atañe a la CyT mexicana y elaborar nuevas estrategias, pero sobre todas las cosas, elaborar un plan de desarrollo a largo plazo (25 años), que podría ser evaluado cada seis años, pero que esté enmarcado, como dijo Diódoro Guerra en una reciente mesa redonda, en un pacto o acuerdo nacional sobre ciencia entre gobierno, partidos políticos, empresarios y científicos.

Para esto, sería importante darle autonomía al Conacyt (quizás que dependa de la Presidencia; habría que reflexionar cuál es el mejor mecanismo), pero al mismo tiempo, que este organismo no sea juez y parte.

Los planes de desarrollo deberían ser elaborados por grupos de científicos a través de las academias, y el Conacyt tendría que ser el responsable de ejecutar los diversos planes que tendrían que ver con el crecimiento apropiado de la CyT del país.

El Conacyt también tendría entre sus tareas estar al pendiente de las evaluaciones de los diversos planes con el objeto de fortalecerlos o modificarlos de acuerdo con los resultados que se vayan obteniendo.

Por último, es absolutamente imprescindible que dentro de estos planes de desarrollo se considere el fortalecimiento decidido de la educación superior pública.

En ella se generan los recursos humanos del más alto nivel en ciencia y será este elemento el que a largo plazo permita desarrollar una tecnología con miras a fortalecer el desarrollo económico. Hay que recordar que para el siglo XXI el valor más importante de las naciones será la generación de nuevos conocimientos.

Si no se intenta por parte del próximo gobierno un cambio de política hacia la ciencia, la tecnología y la educación superior, no podrá cumplir con las metas más elementales de un desarrollo competitivo de la nación ante un mundo globalizado.