La Jornada Semanal, 3 de diciembre del 2000 

Adolfo Castañón
el estado de las cosas
 
 

De las instituciones culturales
 
 
 
 

Para que la vocación artística no sea sólo una forma de ocupar el tiempo libre, Adolfo Castañón sabe que “el artista necesita un mecenas, una casa, etcétera”. Sin embargo, reconoce también que “el Ogro no era filantrópico pero se hizo para disimular y confundirse con aquello que se llama Estado”. El maestro Castañón reflexiona muy oportunamente sobre esta añeja cuestión, puesta al día ahora que no sólo cambian los nombres del aparato cultural del Estado, sino también el enfoque aplicado por quienes sostienen que “el arte y la cultura son demasiado importantes para dejarlos en manos de los artistas y los supuestos cultos”.





En este inter-regno donde los dioses del antiguo panteón aún no mueren del todo y no encuentran la paz de sus sepulcros y los dioses del nuevo orden ya acechan pero todavía no se manifiestan cabalmente, el antiguo asunto del mecenazgo revive con matices peculiares. A falta de príncipes, papas y mecenas, los artistas y filósofos dependen hoy de un patrón anónimo hecho de comités, comisiones, estudios de mercado, y su corte (¿otra?, ¿cuál otra?) de empresas de consultoría y cazadores de talentos. El Ogro filantrópico –el joven y el viejo– sufre tentaciones irresistibles ante la educación estética. Quizá sea conveniente para el artista sindicalizarse, inventar un colectivo, una co-inversión, responder a un sujeto colectivo desde otro y resignarse a la pérdida de un rostro tranquilizador, de un líder visible que dé visos antropomórficos al poder. Pero no todos los menesterosos sabrán reinventar la gregariedad y la dinámica misma de la “deshumanización” i.e. que la pérdida del rostro exige, en la política como en la cultura –no hay tanta diferencia–: dar la cara, poner la imagen, presentar individualidades en las cuales cifrar un discurso colectivo; más que cerebros personas singulares y expresivas de un cierto estado de ánimo social o representativa de sus valores. El artista como un chivo expiatorio de los deseos reprimidos de la sociedad. Un santo, un mártir, un animal, un adorno en los altares de la unidad nacional, un valor en el mercado, una novia asediada por agentes, periodistas, profesores. Vaya: la humanidad entera quiere un autógrafo. Pero la cruda realidad es que el artista necesita un mecenas, una casa, etc. No pocos concluyen que el mejor mecenas es la propia voluntad. Se transforman en empleados (públicos o privados: ya no hay diferencia profunda) que en sus ratos libres practican lo que les queda de vocación.

Pero aún así, hace falta el mecenas y no sólo por razones materiales: alrededor del mecenas vive una corte y, en el caso de los mecenazgos institucionales, el mecenas mismo es parte –¿sólo parte?– de la corte. De ahí, por ejemplo, que al darse el cambio de mecenas institucional se muevan en el abismo del inter-regno: las aguas de la opinión pública, y ésta pueda temer –y con razón– que cambien de circo los gustos del Ogro filantrópico, las actitudes e inclinaciones del cuerpo cortesano, que es en parte mecenas y en parte corte. Los contrastes se pronuncian cuando en una sociedad –la nuestra por ejemplo– el mecenazgo cultural y artístico compromete ya no sólo –digamos– el diletantismo social sino aun a la trama misma de las instituciones políticas, educativas, religiosas y aun deportivas. No hemos estudiado suficientemente la compleja trama de concesiones, negociaciones, vanidades y conspiraciones que han rodeado el mecenazgo de los Medici, los Habsburgo,* los D’Este, los Guggenheim, los Rockefeller, para no hablar de las iglesias, los partidos y los estados nacionales: una prenda artística por una religiosa, una política por una deportista. El gobierno de la nave imaginaria del Estado precisa que el piloto leve anclas, monte y desmonte las velas, ajuste jarcias y hasta vigile que no se apague el fuego que ilumina el altar del barco, que no se vaya a extinguir la lucecita que en la noche identifica al buque a lo lejos.

¿Que cuál es el valor de la cultura? Al que consulta no se lo digo. Al que no consulta se lo digo. Yo sólo sé que el Ogro no era filantrópico pero se hizo para disimular y confundirse con aquello que se llama Estado y se apellida Social de Derecho. El buen capitán ha de mirar que la tripulación trabaje y se alimente, que descanse y sueñe. Sobre todo que sueñe cuando –como en nuestro caso– la carga preciosa que transporta el barco son ideales, creencias, utopías, valores: sueños. El buen capitán sabe que no sólo de pan vive el hombre, que el circo es también panadería, pero que el navío cargado de sueños ha de saber anclar en las estrellas que lo guían. ¿No es un país algo más que un paisaje, un espacio de riquezas materiales? ¿No es un pacto, un juramento, en parte tácito en parte explícito, heredado y compartido, un conjunto misterioso de gustos que rompen género y –a los ojos de otras culturas– merecen? De ahí que algunos piensen que el arte y la cultura son demasiado importantes para dejarlos en manso de los artistas y de los supuestos cultos. Tienen ciertamente algo de razón, como también la llevan quienes piensan que la publicidad, la política y la religión son demasiado trascendentes como para abandonarlas en manos de los publicistas, de los políticos partidistas o de los sacerdotes de esta o aquella iglesia. Nada de eso es grave si todos –grumetes y oficiales; acólitos y obispos– comprendemos que dependemos unos de otros, que estamos en el mismo barco y que el mecenazgo mal dado (pero, ¿quién es el Mecenas del Mecenas y el Guardián del Guardián?) es tan pernicioso socialmente como la obra de arte mal hecha.

* Hugh Trevor-Roper: Príncipes y Artistas. Mecenazgo e Ideología en cuatro Cortes de los Habsburgo, 1517-1623, Madrid, España, Celeste Ediciones, 1992,218 pp.