La Jornada Semanal, 3 de diciembre del 2000 

En casa de Gonzalo Rojas

en Provo
 

Marco Antonio Campos


"Si no fuera por estas montañas,
hace tiempo me habría vuelto
a soñar y a deletrear
al pie de mi cordillera andina",
Gonzalo Rojas dice en el comedor
de su casa de ladrillo y madera
en Provo, Utah,
e Hilda mágica sonríe,
mira cómplice al marido,
abre una botella de whisky,
y nos alerta que Gonzalo hijo
está por llegar.

De los veinte a los treinta me creía yo tan fuerte
que solía compararme con un roble o
con el oleaje del mar sobre las rocas.
Sábados salía de la ciudad con Laura
y subíamos montañas para sabernos
cima y tarde, y afrontábamos y conversábamos
de frente con las aves y las abietáceas.

Pero este diciembre del noventa y uno
me enceguecen de luz las Rocallosas
y en cruz veo la luz resplandeciente,
y a diario y todo el día soy su fuerza,
pero dentro, muy dentro,
el corazón me viste sombras,
el corazón desviste sombras,
el corazón descorazona el corazón,
y mi cuerpo, que cotejé con un roble, con
el oleaje del mar sobre las rocas, comienza lenta,
irremisiblemente a quebrantarse.

Anochece.
Gonzalo hijo –idéntico a su padre–
surge de pronto como una aparición con Paula,
saludan, se sientan a la mesa,
descorcha dos botellas de Undurraga,
y cuenta, con verba lúcida y graciosa,
historias y anécdotas de varios grupos
de la universidad de Brigham Young.