La Jornada Semanal, 3 de diciembre del 2000 

Rick DeMarinis
el cuento del domingo
 
 
 
 

El advenimiento triunfal del mundo libre
 
 
 
 

El narrador de esta historia, desempleado, consumidor de antidepresivos y esposo de una mujer que "estaba cansada y de mal humor la mayor parte del tiempo", todavía es capaz de hablar con extraños, como el "loco canoso" que lo aborda en el supermercado (la voz que narra lo bautiza como Paul Muni, "a quien se parecía de una cierta, distorsionada manera"). De ese encuentro y de una película de James Bond, el subconsciente del narrador arma un sueño donde ese mundo libre al que alude el título aparece cargado de desesperanza y de un entusiasmo tan falso como la risa de Muni.



El loco canoso entró al Safeway, riéndose. Su risa tenía el falso entusiasmo de un Santa Claus de tienda comercial. Se detuvo frente a las filas de las cajas, sonriendo entre dientes por alguna observación particular que hacía y lo divertía. Estaba lleno de expresividad; gesticulaba al tiempo que movía los brazos. Una muchacha que se dirigía a la salida cometió el error de detenerse cerca de él para arreglarse en el hombro la correa de su bolsa. Él rió muy fuerte y extendió los brazos, invitándola a su mundo feliz. Al pasarle el brazo por el hombro, ella lo empujó con habilidad, como si estuviera acostumbrada a manejar con soltura las familiaridades de los locos. Ella era noble y valiente. El hombre medía más de un metro ochenta y pesaba más de noventa kilos. Sus rasgadas ropas estaban correosas de mugre.

Yo lo había visto antes. Por lo general no estaba muy feliz. La mayoría de las veces se le veía atolondrado y confundido. Se detenía balanceándose sobre los talones, tocándose la cara con dedos temblorosos, tratando de recordar cómo lució alguna vez. O se movía despacio como un zombie a través de los pasillos, envuelto por la furia de los colores y las formas que brillaban como alucinaciones en los escaparates. Una vez lo vi en el súper, caminaba con fiereza hacia una botella de vino Sousa, con un gran salmón fresco y un paquete de seis rollos de papel higiénico en su carrito. No sabía su nombre pero lo bauticé Muni, por un actor de películas de los treinta que se llamaba Paul Muni, a quien se parecía de una cierta, distorsionada manera.

La muchacha salió de la tienda y Muni la siguió hacia el estacionamiento iluminado por la luna. Un empleado fue tras ellos para asegurarse de que Muni no tratara de pasarse de listo. Al empujar mi carrito detrás del empleado, pensé que ninguno de nosotros sería un buen contrincante para Muni, si a él se le metía en la cabeza pelear por amor. Raquel, mi esposa, se demoraba en la caja revisando con suspicacia la nota de las compras. "¿Ya vienes?", le grité. Estaba nervioso y molesto. Muni no era la única razón para abandonar el Safeway lo más pronto posible. Había un gentío aquel lunes en la noche, incluso, aunque la luna no estaba llena… pordioseras, malvivientes en sus motocicletas, borrachines raídos acariciando sus botellas vacías de alcohol barato. Un indio alto y tambaleante nos había detenido varias veces. Pedía consejos sobre ciertos artículos. Era un truco obvio. Lo que en realidad buscaba era contacto social. "No hables con él", dijo Raquel. Pero no pude evitarlo. Somos animales sociales, y respondí al gesto como todos lo hacemos, aunque sin rendirme por completo a nuestro falso reclamo gregario.

"Oiga, ¿qué opina usted de estas galletas de chocolate?", me preguntó.

"No tienen calorías", le dije. "No gaste su dinero."

A lo lejos, escuché a Raquel decir: "Estúpido", en coléricas sílabas españolas.

"Es mejor comprar cualquier cornflakes", le respondí.

"Entonces, cree usted que cualquier cornflakes es mejor", comentó, rascándose la rala barba con aire pensativo.

Los antidepresivos que había estado tomando me ponían sediento la mayor parte del día, así que me dirigí a la máquina de refrescos y saqué uno dietético. Raquel, a la distancia, me vio hacer esto. Se puso las manos en las caderas y me lanzó una mirada de amenaza. El indio me había seguido hacia la máquina. "Dime la verdad", pidió, su dulce aliento a vino se esparcía en el aire. "¿Todavía hacen el Cliquot Club?"

Afuera, en el estacionamiento, Muni se estaba metiendo en el jeep de la muchacha. El empleado, que estaba ahí para protegerla, mantenía su distancia. Había adoptado una actitud amenazante: los brazos cruzados con firmeza sobre su delantal. Obviamente, vivía en un vecindario donde ese tipo de gestos tenían impacto. Aquí, en la parte pobre de la ciudad, esos gestos eran invisibles. La muchacha, sin embargo, tenía la situación bajo control. Había empujado la cabeza hirsuta de Muni fuera de la ventanilla y había echado a andar su jeep. Muni seguía riéndose como un Santa Claus asalariado; la muchacha también se reía. Ella lo había emocionado poniendo su hermosa mano sobre aquella cabeza indeseable, empujándola. Aunque era un rechazo, había compasión en ello. Era lo mejor que Muni podía esperar.

"Cristo", gruño Raquel mientras yo echaba en reversa nuestro viejo Datsun para salir del estacionamiento. "¿Por qué vinimos a este maldito lugar?"

"La pasta", le recordé. Era la única tienda en la ciudad que vendía una buena y barata sémola de trigo. Puesto que yo estaba cocinando en esos días, insistí en comprarla ahí.

Yo había estado sin trabajo por seis meses. Raquel había aceptado un empleo en una oficina de gobierno y estaba aprendiendo cómo manejar una ibm. Ella odiaba las computadoras, les tenía un miedo supersticioso y, ahora, aquí estaba, procesando palabras para el Departamento de Vialidad. Estaba cansada y de mal humor la mayor parte del tiempo. Sus ojos adorables solían estar rojos de fatiga. Casi siempre se iba temprano a la cama y yo miraba la televisión.

Vi un partido de futbol que tenía más comerciales de cerveza que jugadores en la cancha. "Muchachos, no pueden conseguir nada mejor que esto", decía el sensiblero locutor en uno de los comerciales. Más tarde vi completa una película de James Bond; Sean Connery hacía piruetas rodeado de criaturas deslumbrantes y enfrentaba extraños ataques contra su vida. Casi siempre sus batallas tenían lugar en las Bahamas, como si el advenimiento triunfal del mundo libre estuviera ligado, de alguna manera, a arenas blancas, aguas azules y sexo submarino. "La compasión es tu debilidad fatal, James", dijo la deslumbrante contraespía cobijada bajo el cuerpo de 007.

En el canal de los deportes vi a un par de tipos blancos, lentos y pesados, lanzarse el martillo uno a otro en una actitud de prematura senilidad. Después me fui a la cama. Raquel roncaba ligeramente. Besé su salada y larga espalda, pero no se movió.

En mi primer sueño, Muni y yo estábamos en las Bahamas mirando una flotilla de yates siniestros. Muni aún continuaba riendo, pero con su falso entusiasmo. Luego, yo era Muni como un casco sobre su cráneo. Una espectacular urgencia por reír me arrebató del sueño y desperté riendo aún. Me levanté de la cama, tropezando en la oscuridad del cuarto, riendo. Raquel, cuya firme espalda todavía estaba vuelta hacia mí, dijo: "¿Qué?, ¿qué pasa?"

No supe qué responder.

Lo único que pude hacer fue tocarme la cara con dedos temblorosos mientras el negro mundo me rodeaba, unido a un ritmo del cual no podía escapar, ni seguir, tambaleante y desamparado.

Traducción de Humberto Rivas