Jornada Semanal, 17 de diciembre del 2000 

Cuentario
 
 
 

Dos cuentistas bien instalados en una realidad que es y no es, que existe en el sueño de la narración y en el acontecer cotidiano. El Club de Tobi descrito por González Figueroa tiene a la pequeña Lulú y a sus amigas esperando en la puerta, y Laura, el personaje del cuento de Tovar, se enfrenta a un sol que le llega a través de los párpados cerrados.



Con sabor a lluvia

Juan José González Figueroa

La historia tiene lluvia, sabe a lluvia y a jornada vespertina. No la imagino, la vivo, la gozo y paladeo. Caminar no es alargar las piernas. Tampoco es dar una vuelta, un paseo para matar el tiempo. Caminar es extenderse por la geografía de lo citadino. Perderse en el laberinto de concreto y edificios. Estar dispuesto para la sorpresa, y ésta puede brotar a la vuelta de la esquina, tener rostro y cuerpo de mujer, tetas breves pero bellas, talle curvo y piernas lindas.

Caminar es de plano largarse de parranda. Apostarle todo a la sesión nocturna que inicia con cánticos melodiosos y que a la vuelta de unas horas tenga el sabor lumpen de todo antro que se respete en ésta, que es la bella y dolorida Ciudad de México, urbe neoliberal según los mandos federales, pero desmadrosa según el recitar diario de sus jóvenes.

Extenderse por la geografía de lo citadino. Estar dispuesto a torcerle el rabo a la sorpresa y sorprenderla con un coito magistral, por lo apresurado y profundo, en un zaguán como hay muchos todavía en la Ciudad de los Palacios.

Desparramarse es otra cosa. Chorrear vitalidad a lo largo y ancho de los convoyes del Sistema de Transporte Colectivo no es asunto para laicos y menos para puritanos. Desparramarse es tarea para probados miembros del Club de la Virilidad. No hay Club de Tobi que no tenga en lo alto la sacrosanta espada masculina. No hay Club de Tobi que no tenga a la espera a la pequeña Lulú y amigas junto a la puerta. No saben qué les espera. O, mejor aún, sí lo saben y por eso no se marchan.

La historia tiene sabor a lluvia, sabe a lluvia, a llanto adolescente; a desesperanza que se descascara desde lo alto; a lamento que se enreda con los cabellos de una tarde en que los corazones aún no se han dispuesto para una jornada en la cual el sabor y aroma de la carne conforman el platillo principal.

Quiero beber tu lluvia y ahogarme en tu llanto, en el mar de los sueños y en el océano de tus encantos. Pero una cosa es querer y otra muy distinta es poder. Sorbo lentamente un vaso de cerveza fría. Resoplo en la calle que hace esquina con la arteria melancólica. Sí, esta historia sabe a lluvia, tiene gusto a llanto y es de los buenos, del macho que clama por su hembra, de una mujer que no está en kilómetros a la redonda.

Son cosas del asfalto. Situaciones que ocurren una tarde a principio del milenio. Asunto para contar una vez que los músicos acepten que la palabra escrita tiene espacio, cuando el ebrio unta sus mejores sueños a una ilusión vestida de verde poste de alumbrado, mientras la lluvia se desgrana sobre una ciudad que pierde poco a poco sus encantos.

La historia sabe a lluvia. No miento: sabe a lluvia y deja el corazón aterido, que es decir tan sólo un punto porcentual arriba del infortunio.

 
 
 

  Luz azul

Luis Tovar

–¿Sigues allí acostada?

–Ajá.

–¿Y ya pasó?

–Todavía no.

Laura tenía su mano izquierda como visera y la otra reposando sobre el pecho. El sol le había enrojecido las mejillas y secado la boca.

–¿Y hasta qué horas piensas estar así?

–No sé. Al rato me van a venir a buscar.

–Mejor vamos a mi casa, y si quieres allá comes.

–No.

–¿Por qué?

–Porque en tu casa no lo voy a poder ver.

–Pero si te van a venir a buscar tampoco lo vas a ver.

–Por eso me tengo que quedar aquí, hasta que me llamen.

–¿Y si te llaman antes de que pase?

–¡Qué tonta eres, Alicia! Primero va a pasar él.

–¿Y tú cómo sabes?

Laura hizo una mueca de desprecio, sin apartar del rostro su mano izquierda ni moverse un centímetro de donde estaba.

–No te creo que vaya a pasar. Yo nunca lo he visto, tú por qué ibas a verlo.

–Yo ya sé cómo es: por eso lo voy a reconocer.

–¿Cómo es, eh? Dímelo, Laura, yo también quiero saber. Ándale.

–Espérate a que venga.

–¿Y si no llega? Hace mucho calor allí acostada.

–Es que lo tienes que ver tú también para que sepas. ¿Cómo quieres saber si no lo ves?

Alicia miró a su amiga, pensó que la regañarían si llegaba con la ropa sucia por acostarse en el pasto y se fue sin despedirse. Era mediodía.

Laura puso su mano izquierda sobre la otra, sin cerrar los ojos a la luz que le llegaba de arriba y, cuando lo creyó conveniente, abatió los párpados y los apretó lo más fuerte que pudo.

–Eres muy tonta –dijo en voz alta, como si Alicia siguiera de pie junto a ella.

Al principio percibió un rojo encendido, después un amarillo resplandeciente. Sin saber cuánto tiempo había pasado, poco a poco fue apareciendo el tono azul que Alicia le envidiaba y que nunca podría ver porque Laura lo tenía debajo de los párpados, cuando era de día y ella se tiraba de frente al sol.