Jornada Semanal, 24 de diciembre del 2000 

A. Carpalim
el cielo en la tierra
 
 

A cada quien su utopía: Rabelais
 
 
 
 

Dice Carpalim que “tanto la educación del príncipe como la estancia en Theleme coinciden en la misma aspiración: propiciar, en la libertad y en la alegría, el desarrollo armonioso de todas las potencialidades del ser humano”. Es aquí donde la utopía de Rabelais deja de asemejarse a otras, como lo prueba el régimen de vida bajo el reinado de Gargantúa. A diferencia de la utopía clásica, donde, “la vida transcurre en un eterno presente y cuyos habitantes siempre harán lo mismo”, Theleme “nos remite a las descripciones de los cuentos de hadas y se presta, como éstos, más a la ensoñación”. En este ensayo se destaca lo importante de que la utopía no sea producto “de la imaginación de un único individuo” pues, postulada en esos términos, suele cambiar su nombre por el bastante frecuentado de autarquía.





En los cuentos de hadas, luego de muchos sinsabores y pruebas, se alcanza para siempre la dicha. En cambio, las utopías pretenden exponer puntualmente cómo se conforma una sociedad perfecta y por lo tanto feliz. Sólo que en esos relatos, las sociedades imaginarias, situadas en algún lugar que no existe (todavía) más que en el texto, sí están al alcance del ser humano en este mundo y no en un más allá imaginario o espiritual. Lo que nos perturba es precisamente la posibilidad de que a alguien se le ocurra imponernos su propia utopía, pues es muy difícil compartir en su totalidad el sueño de alguien; el de uno puede causarle espanto a alguien más, o bien, provocar tal vez su desprecio. ¿Por qué habría de aceptarse que uno solo decidiera cómo hacer felices a todos? A veces, alguna de esas construcciones mentales, emanadas de la imaginación de un único individuo, tienen algo de siniestro, de manera que el lector, si no la rechaza de entrada, reacciona en contra, arrogándose el derecho de hacerle modificaciones o variantes, algo totalmente impensable en esas sociedades ideales, en donde no cabe ninguna posibilidad de desviación de la norma fundadora. En ellas, supuestamente, los hombres son felices porque se han despojado de una ilusoria y peligrosa libertad con tal de sentirse protegidos por instituciones en las que, mediante una rigurosa planificación y reglamentación –con estructuras ciertamente autoritarias–, se exorciza todo mal.

En este sentido, destaca la dimensión ética de la utopía, que intenta justificarse con un pretendido amor a la humanidad, gracias al cual se logran resolver para siempre los problemas que no han dejado de aquejar a los hombres: las incertidumbres e inquietudes ante el futuro. En los textos utópicos también se hace hincapié en el tratamiento dado al espacio, de suma importancia para una buena planificación. A menudo esas sociedades perfectas están constituidas por ciudades nuevas situadas en lugares propicios, ya sea aislados o con protecciones naturales, para evitar cualquier tipo de contaminación del exterior. No sólo la ubicación, sino las mismas construcciones se convierten en lugares simbólicos que representan la armonía, de una geometría rigurosa, donde la vida transcurre en un eterno presente y cuyos habitantes siempre harán lo mismo, puesto que todas sus acciones se reglamentan detalladamente: comerán y vestirán igual, aunque nunca se sepa –con excepción de Fourier en el Nuevo mundo amoroso–, cómo se comportan en la intimidad.

No sucede lo mismo con lo que se ha considerado la utopía de Rabelais. Se trata de la historia de la abadía de Theleme, expuesta en seis capítulos de Gargantúa. En ese texto se narran el nacimiento, la educación y las aventuras de Gargantúa, para terminar con la fundación de Theleme, cuyos habitantes constituyen una sociedad ideal. La historia de Theleme comparte algunas características con los demás textos utópicos: simbolismo de lugares, construcciones, orientación, colores, geometrización acentuada del hábitat, leyes justas... No obstante, nos remite a las descripciones de los cuentos de hadas y se presta, como éstos, más a la ensoñación, y en su lectura nunca se experimenta aquella inquietud que a veces provocan las otras utopías; hay, pues, muchos rasgos que alejan a Theleme del resto de ellas.

En primer lugar, el origen de Theleme se debe al deseo del príncipe Gargantúa de recompensar a "los vencedores gargantuescos", que lo ayudaron en la guerra estrictamente defensiva que su padre emprendió contra el agresor y bilioso Picrocolo. En este caso específico se trata de premiar al monje Juan de los Entoumeures, quien, harto como el propio autor de las imposiciones arbitrarias de la vida monástica, tiene la ocurrencia de experimentar con una contra-abadía. Gargantúa quiso recompensarlo haciéndolo abad de Seuillé, pero Juan no quería cargo ni gobierno de monje.

La abadía de Theleme se ubica en un lugar semiimaginario que forma parte del reino de Gargantúa llamado precisamente Utopía, aunque corresponde con exactitud al "jardín de Francia", la región de Turena donde nació Rabelais. A fin de cuentas, "Gargantúa [...] le ofreció toda su región de Theleme, junto al río Loira", cerca de un gran bosque. El monje también quería que en la nueva abadía se instituyera una religión que fuera lo contrario de las demás. Entre las características más relevantes de Theleme destacan las siguientes: ya que todas las abadías están amuralladas, "lo que provoca envidia y conspiración", estará en un espacio abierto; ya que en "las religiones de este mundo" todo se reglamenta, no habrá relojes, ni mucho menos campanas, tan detestadas por Rabelais; ya que a la vida religiosa entran las mujeres "tuertas, jorobadas, cojas, feas, deformes, locas, insanas, maléficas y taradas", sólo se recibirá a las más bonitas, "bien formadas y de buen natural"; ya que los hombres y mujeres están en abadías separadas, aquí podrán convivir; ya que en todos los conventos, después de un periodo de prueba, tanto hombres como mujeres tienen que permanecer eternamente, todos podrán salir cuando les plazca. Además, en Theleme no habrá, como en los demás conventos, votos de castidad, pobreza y obediencia, sino se hará lo contrario, es decir, todos podrán casarse, ser ricos y vivir en libertad. Se dará, por lo tanto, la posibilidad de enamorarse de algún compañero o compañera y ya juntos podrán regresar a la vida civil.

También se detalla la construcción y dotación de la abadía, "cien veces más magnífica que Bonivet, Chambourcy y Chantilly". En ella todo es bellísimo; entre otras cosas valiosas, tiene una biblioteca en muchas lenguas y está adornada con pinturas de las proezas de los hombres y descripciones de los tesoros de la naturaleza. Posee igualmente noventa y tres mil ciento treinta y dos habitaciones muy confortables y ricamente amuebladas. Luego sigue la descripción del interior de la abadía, con fuentes magníficas, esculturas por doquier, parques y jardines de recreo, espacios para deportes; también aparecen los alojamientos, sobresaliendo los de las damas, dotados con salas, recámaras y gabinetes, ornados según las estaciones. Por supuesto, la vestimenta de los habitantes de Theleme es suntuosa, se ponen de relieve joyas y perfumes. Para que los vestidos de damas y caballeros armonizaran, ellas elegían los atuendos y colores de cada día, porque allí todo se hacía "según el arbitrio de las damas".

Destaca la inscripción en verso que aparece sobre la puerta principal de Theleme, donde más que prohibir se exhorta a que no entren, entre otros, los indeseables: los iracundos, hipócritas, beatos, clérigos, tartufos, mugrosos, impertinentes, fariseos, jueces, pendencieros, transas, abogados, usureros, avaros, peleoneros, facinerosos, tristes, indolentes, quejumbrosos, celosos, desenfrenados, obscenos, promiscuos, impertinentes, burlones, sediciosos, rastreros, glotones, egoístas, perezosos, gruñones, chismosos, intrigantes, escandalosos, mentirosos, calumniosos, falsarios... Después se enumera a los que sí se les da la bienvenida: por supuesto a gentilhombres caballerosos, pero también a los que anuncian el Evangelio en toda su pureza, además de las damas bien nacidas; en resumen, a personas serenas, sutiles, "nobles caballeros (y damas) alegres, lindos y placenteros, en general todos gentiles compañeros".

En el capítulo "Cómo reglamentaban los thelemitas su modo de vida" se dice que su única regla era: "Haz lo que quieras." Su vida se regía "no por leyes, estatutos o reglas, sino según su voluntad y franco arbitrio. Se levantaban de la cama cuando les parecía, bebían, comían, trabajaban, dormían cuando querían, nadie los despertaba, nadie los forzaba a beber, ni a comer ni a hacer cualquier cosa". Sin embargo, en Theleme nunca hay conflictos, porque todos y cada uno siempre complacen a su prójimo, y por la libertad de que disfrutan entran "en loable emulación de hacer todos lo que a uno solo pensaban le iba a gustar. Si alguno o alguna decía: ‘beban’, todos bebían: si decía ‘juguemos’, todos jugaban, si decía ‘vamos a pasear al campo’, todos iban".

Además de ser una burla de la vida monástica real, Theleme constituye más bien un periodo de convivencia de gente joven que tiene la oportunidad de reforzar y aplicar todo lo que ha aprendido sobre las costumbres propias de un buen cortesano. Allí encuentran los "útiles de civilidad", es decir, los medios para seguir cultivando cuerpo y espíritu.

Es notorio que el heredero del trono y futuro rey de Utopía no sea educado como los thelemitas. La obra de Rabelais habla de "cómo Gargantúa fue instruido por Ponocrates en tales disciplinas que no perdía una sola hora del día", y de que incluso estudiaba en los días lluviosos, eso sí, alternando siempre sus actividades de tal manera que nunca se fatigaba y todo era para él muy placentero. Rabelais marca con claridad la diferencia entre la educación de un príncipe con mayores responsabilidades, que debe velar por su comunidad, y la de sus posibles súbditos. Sin embargo, a pesar de tener intenciones diferentes, divergentes finalidades y métodos, tanto la educación del príncipe como la estancia en Theleme coinciden en la misma aspiración: propiciar, en la libertad y en la alegría, el desarrollo armonioso de todas las potencialidades del ser humano. En resumen, Theleme no cabe totalmente en el esquema tradicional utópico; en ella se estimulan el arte, la creatividad, el humanismo, los placeres de los sentidos; incluso hay cabida para el far niente. Por otra parte, su abad, el monje Juan, nunca hace acto de presencia en su abadía, pues pronto parte con sus amigos a la gran aventura en la que poco a poco irá perfilándose el pantagruelismo, verdadera aspiración del humanista Rabelais. ¿Su utopía?

El pantagruelismo consiste más o menos en que los hombres sepan vivir en compañía de sus semejantes, siempre de buen humor, disfrutando de los legítimos placeres del mundo, sobre todo la buena comida, y, tal como le había enseñado a Rabelais su maestro Erasmo, en atreverse a decidir por sí mismos qué hacer con la propia vida.