Jornada Semanal, 31 de diciembre del 2000 



 
 

Ana García Bergua

Feliz año novo

Los meses de noviembre y diciembre han sido de Novedad. No sé cuántos somos, pero hemos de ser bastantes los que en estos años hemos gozado del placer como de hormiga de indagar la historia tras bambalinas de nuestro siglo (sí, el veinte que termina) en la colección de artículos periodísticos de Salvador Novo titulada, al igual que el libro de madame Calderón de la Barca, La vida en México… –sólo que en los sexenios priístas, a partir del de Lázaro Cárdenas–, que ha editado el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (comenzando con la reedición de los tres tomos ya editados en los años sesenta y recopilados por José Emilio Pacheco, y completando este trabajo Antonio Saborit con la compilación del trabajo periodístico de los sexenios siguientes). Supongo que fuimos más los que adquirimos presurosos La estatua de sal, el truncado libro de memorias de Novo que durante años fue una suerte de leyenda que sólo conocían los iniciados y algunos amigos suyos, y que por fin editó (también) el cnca con un prólogo de Carlos Monsiváis más que a la altura de aquel tomo de prosa deslumbrante, de revelaciones memorables e interesantísimas sobre el ambiente gay de la primera mitad de nuestro siglo, hechas por una de nuestras almas más lúcidas, en un afán por comprenderse.

Pues bien, quienes hayan quedado más intrigados por la personalidad punzante y satírica de este escritor emblema de sí mismo y de su larga época, estos dos meses habrán podido ver en librerías y tomar, si el bolsillo se lo permite, dos obras que terminarán de colmar su curiosidad: una es el último tomo de la primera colección que mencioné –La vida en México en el sexenio de Luis Echeverría–, con el cual se cumple la afición de los coleccionistas y a la vez se lee al Salvador Novo de los años postreros, hasta un mes antes de su fallecimiento: la muerte de su madre que prácticamente lo acaba, las alabanzas al régimen que ya desde el sexenio de Alemán se le daban bastante bien, sus enfermedades ya terminales, los lamentos por no poder asistir a tanto banquete y ceremonia de los que ya formaba parte como estatua de prócer a ejercer una gula refinadísima. 

La otra es un regalo de Monsiváis para la humanidad, pues ya con el prólogo a La estatua de sal nos había dejado con las ganas de más. Lo edita era y se titula Salvador Novo, lo marginal en el centro, y en efecto lo escribió su autor a partir del prólogo mencionado. Empieza Monsiváis diciendo: “A lo largo de su vida, Salvador Novo (1904-1074) irrita y fascina por la provocación y deslumbra por el talento, alarma por la conducta y tranquiliza con el ingenio, perturba por su don para el escándalo y divierte al añadir el escándalo al show de la personalidad única. Y sólo después de su muerte se advierte la calidad del conjunto.” En este libro Monsiváis recorre la personalidad de Novo a través de las diferentes épocas de su vida: la infancia, el descubrimiento y la asunción de su homosexualidad con el autoescarnio y la ironía punzante como defensa, el grupo Ulises, Contemporáneos, el Novo oficial del inba y los regímenes priístas nacionalistas a los que él mismo antes había enfrentado, su teatro de la Capilla, etcétera etcétera. Además del profundo análisis vital, por decirlo así, del personaje, el autor traza una justa apreciación literaria de la obra de Salvador Novo. Dice, por ejemplo de su prosa: “A él –que se precia de nunca corregir sus textos– la prosa no le resulta un ‘objeto de orfebrería’, sino el resultado de la rapidez asociativa, de la complejidad de la estructura, del impulso barroco que levanta sus construcciones a manera de retablos fílmicos. A ensayos breves y artículos renovadores, se les imprime un ritmo (una intensidad) ya no fruto de la poesía o del ‘logro acústico’ tradicional, sino del acopio de información, erudición, inteligencia, calidad prosística, visión poética, cultura amplia y observaciones de vida cotidiana regidas por el desmesurado amor al presente.”

Así que si usted es de ésos que consideran que el milenio, obedeciendo el mandato de Fox, termina hoy, y desea tener una visión retrospectiva del siglo XX mexicano que se va, se va, se fue, quizá le parezca sensato pensar que éste no se puede entender sin la figura de Salvador Novo, cuya vida, en cierta manera, se parece a la de las libertades civiles mexicanas, consideradas “burguesas” en un comienzo, durante tanto tiempo acomodadas a la moral y los asegunes de los regímenes revolucionarios, brillando a veces descocadamente en las fiestas de sociedad y, finalmente, peinadas con un bisoñé para disimularse, formando parte del mural presidencial. De manera postrera, como también señala Monsiváis, con la publicación de La estatua de sal en una editorial del Estado mexicano, “se evidenciaron los grandes avances de la tolerancia y la incorporación al patrimonio de la literatura canónica de libros hasta hace poco considerados ‘impublicables’”. Así pues, y esperando que el recién estrenado régimen no quiera regresar al clóset lo ganado en un siglo, que visto así no es poco, esta columnista nada vertebral les desea a ustedes un muy feliz año nuevo, o siglo, o como le quieran llamar. 
 
 



LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya
Circulación de ideas y trafico de cibernautas a finales del siglo XX
Ética e ideas
En un controvertido artículo publicado en la revista Wired (octubre de 2000), John Perry Barlow, ex integrante de la celebrada y singular banda Grateful Dead y cofundador de Electronic Frontier Foundation, escribió: “Yo creo que ante la práctica ausencia de la ley, la ética va a tener un importante regreso en la red.” En su artículo, Barlow explora la revolución que desató Napster, el sitio de internet que permite a sus suscriptores intercambiar archivos de música en el formato MP3. Napster puso en evidencia que el viejo orden de la protección del trabajo intelectual creado en el siglo xviii es hoy obsoleto. Las ideas no son objetos que debemos guardar en una caja fuerte sino que, por el contrario, nada mejor puede sucederle a las ideas que volverse infecciosas para poder contaminar al mayor número de mentes posible. Si algo ha puesto en evidencia la popularización de la red es precisamente la noción de que no hay un límite para el consumo de ideas y que paradójicamente un sistema superabundante de información, entretenimiento, consumo y educación a bajo costo y acceso inmediato como el que ofrece internet, no ha eliminado ni sustituido a otros medios, sino que por el contrario los ha enriquecido y fortalecido, de manera semejante a la forma en que la videocasetera no puso en peligro la supervivencia del cine, sino que ha estimulado la cinefilia y ha generado ingresos inmensos para la industria fílmica.

La liberación de los autores

Lo indudable es que la red sigue siendo un territorio desconocido y extraño en el que las leyes del “carnespacio” no operan como se espera. Un ejemplo interesante fue el reciente fracaso del superprolífico autor megabestselleriano, Stephen King, quien quiso servirse de la red para iniciar una guerra de liberación en contra de las editoriales. En junio pasado King lanzó sin ayuda de su editor una novela por entregas en su página web para ser vendida directamente al público. The Plant cuenta la historia de una enredadera maléfica que aterroriza una editorial. La historia es una obvia metáfora de la red y la industria tradicional del libro con la que el novelista pensaba declararle la guerra al proceso convencional de publicar. King estableció que publicaría los capítulos de la historia para ser bajados a cambio del pago voluntario de un dólar por cada lector. Para que la historia continuara, por lo menos setenta y cinco por ciento de los lectores debía pagar. Este mes King anunció que suspendería The Plant, ya que debía consagrase a escribir otras novelas tradicionales. El novelista no mencionó que el número de lectores de The Plant había caído de 120 mil a menos de cuarenta mil ni que sólo cuarenta y seis por ciento de ellos había pagado. En cualquier caso, el libro electrónico de King superó por mucho las ventas de los libros electrónicos más exitosos, que en el mejor de los casos venden menos de diez mil copias. La excepción sería la novela Riding the Bullet, también de King, que publicó Simon & Schuster como libro electrónico y vendió más de 500 mil ejemplares.

Más sobre la catástrofe 
de las empresas de internet

El año 2000 termina con la lúgubre sospecha de que la utopía de bienestar y riqueza que prometían las nuevas tecnologías digitales se ha desvanecido. Tras meses de crecimiento impresionante, cientos de empresas de la nueva economía digital quebraron en cuestión de semanas, dejando tras ellas una cauda de deudas impagables e inversionistas devastados. Hablamos del mercado de los “punto coms” o “dot coms”, empresas de internet o compañías que proveen algún tipo de servicios o venden productos mediante la red. Rara vez estas compañías eran rentables pero lograban fascinar al público por la promesa de su potencial. El ejemplo más interesante es Amazon, cuyas acciones aumentan de precio a pesar de que las pérdidas de la empresa van en aumento. Durante el clímax del frenesí de los “dot coms”, que tuvo lugar este año, docenas de empresas lograron valuarse en miles de millones de dólares, en lo que parecía un glorioso futuro para compañías como pets.com, Freeinternet.com o Living.com. Pero éstas agotaron sus recursos y se evaporaron. Muchas otras empresas irán desapareciendo en la medida en que se les vaya agotando el capital. Por ejemplo, las acciones de DoubleClick, el gigante de la publicidad en internet, valían 135.25 dólares en enero; a inicios de diciembre valían sólo doce. Tan sólo en octubre pasado, se perdieron alrededor de seis mil empleos en esta área. Hay que tomar en cuenta que para las muchas empresas que hoy están tratando de liquidar sus propiedades, uno de los bienes más valiosos es nada menos que la base de datos de sus clientes, de manera que la información privada de millones de usuarios y consumidores cambiará de manos y será usada para los más diversos e inesperados fines.
 

Carlos López Beltrán

    Trinchera que te vas

    El rumor se trasmina... se acerca una “tercera cultura” en la que los individuos ignorarán las barreras que artificialmente se han construido, por cuenta de academias y gremios, entre los conocimientos y las prácticas humanas. Nuestros tiempos, se afirma, propician cada vez más la libre navegación entre los saberes, y en la siguiente generación se verá superada la absurda dicotomía de “las dos culturas” que ubicó el eslogan ya gastado de C.P. Snow (quien al decir de sus enemigos nunca fue buen físico ni buen novelista). A partir de mediados del siglo que cierra hizo crisis la ruptura que había tomado un par de siglos al menos en alcanzarse: la arrogante desconfianza recíproca entre los nuevos y los viejos ricos de la academia, como respectivamente llamó Peter Medawar a científicos y humanistas. Leamos como recordatorio este reporte desde la vieja trinchera, la del físico y premio Nobel Sheldon Glashow, unificador de las fuerzas nuclear débil y electromagnética, y desunificador de los gremios: “Con frecuencia se considera que los científicos son unos tontos iletrados, incapaces de escribir y reacios a la lectura, cautivos en su limitada pericia. Son candidatos de excepción para el desprecio de los humanistas. Sin embargo, la mayoría de nosotros hemos leído bastante y podemos sostener una conversación con historiadores, con críticos literarios, con cualquiera. Los humanistas, por otra parte, son con frecuencia (si bien no siempre) ignorantes de la ciencia y de la matemática. Estamos en desventaja porque se nos obliga, dada su ignorancia, a competir en cuanto a brillantez en su territorio. Pero para pertenecer de verdad a la comunidad de los hombres y las mujeres educados se requiere conocer la ciencia y su historia. Muchos estarían dispuestos sin duda a rebatir esta afirmación, y es esa justamente una de las razones de la decadencia de la inteligencia norteamericana. Nos hemos alejado de la senda marcada por Franklin y Jefferson, quienes admiraban y apreciaban a Lavoisier tanto como a Shakespeare.”

    No es difícil encontrar afirmaciones igualmente belicosas y parciales entre los humanistas de ayer y hoy que consideran que el problema de la civilización moderna es la estrechez y arrogancia de los científicos.

    Pero ya llovió desde los dictámenes de Snow, Medawar y Glashow, y quizá no haya que esperar mucho tiempo antes de que surja de veras una cultura común (que no necesitará apellido ordinal) atravesada por nuevo espacios, ya no híbridos, de interacción significativa entre científicos y humanistas, entre artistas y técnicos; sitios en los que no se trate de traspasar barreras o entablar diálogos a través de traductores, sino en los que haya lenguajes, propósitos, movimientos compartidos. Aventuro la idea de que los poetas tendrán un lugar de privilegio en esta tarea. La poesía, me parece, es dueña de un espacio dúctil, que se puede abrir a temas, imágenes, intuiciones, que pueden tomarse de todos sitios. También de las prácticas tecnocientificas. 

    El poeta, observador y testigo de todo lo humano, y de todo lo no-humano (de la historia misma de esta y otras divisiones), como un corresponsal de guerra, debe ir vestido de civil, abrir los ojos, los poros, las sinapsis, y brincar las trincheras que descubra. Colaborar a que éstas se desvanezcan.

    Hay ejemplos abundantes en la historia. Goethe, apasionado por la filosofía natural, llegó a considerar el debate parisino entre Cuvier y Geoffrey Saint-Hilaire como un acontecimiento crucial en la vida de Occidente. Entender las leyes del mundo orgánico (si había por ejemplo un patrón trascendente tras cada especie biológica), solucionar las tensiones entre las grises teorías y las doradas proliferaciones del árbol de la vida: ese era para él un reto a la altura del arte.

    Coleridge propagó con entusiamo la Naturphilosophie en su isla. Hardy hizo suyas, y de su literatura, las consecuencias más dramáticas del pensamiento de Darwin. Valéry aprendió de Poincaré. Mandelstam de Pallas y Lamarck... Poetas con ese espíritu inteligente fueron quedando en minoría conforme avanzó el siglo xx.

    De Albrecht Haller a Miroslav Holub, han habido esporádicamente autores que ejercen virtuosamente tanto la ciencia como la poesía. La incomodidad que suscita en algunos críticos la actividad de tales almas hace que suela pensárseles como híbridas y un tanto aberrantes, o que se considere por separado lo que no son sino frutos de un mismo árbol bajo distinta luz.

    Una advertencia hay que hacer, pues hay a veces en el afán de sobre-estetizar a las ciencias, sobre todo las teóricas, un peligro claro de traicionar por omisión intentos más justos de vincular la producción científica a la extraña e híbrida multiplicidad de influencias que confluyen para moldearlas, y dirigir sus rumbos. El dilema que enfrentamos a veces ante las ciencias y sus efectos no es diferente, por ejemplo, del de quien admira las novelas de Conrad o los poemas de Pound, pero encuentra despreciables algunos de sus motores emotivos o ideológicos.


    Muerte de atila (III)

    ¿De qué había muerto Atila? Su cuerpo fue examinado con gran cuidado y no presentaba seña alguna de violencia. Se sabe, sin embargo, que el guerrero sufría de epistaxis, esto es, de hemorragias nasales; esa noche sufrió una muy caudalosa y, como yacía en decúbito supino y muy embriagado, su propia sangre lo asfixió.

    La aterrada Ildico, que sollozaba temblorosa, cubierta por un velo junto al rey muerto, fue exonerada rápidamente de toda culpa. Desde el punto de vista dramático, ella es el centro de la acción. La doncella entra a la cámara preparada para el sacrificio nupcial con el huno. Y no se consuma ese sacrificio, sino otro: la muerte súbita del sacrificador, nada menos. ¿Se sintió Ildico aliviada con aquel giro del destino? ¿Sientes que es difícil penetrar en la psicología de una cautiva como Ildico? No lo es tanto. Eurípides, por ejemplo, logra exhibir esta psicología amplia y cumplidamente en su tragedia sobre las troyanas derrotadas. Ildico llora de miedo, no sabe qué le va a acarrear la muerte de Atila, teme lo peor, eso parece obvio.

    Por eso, por obvio, hay que desecharlo. Propongamos dos hipótesis dramáticas menos trilladas y más fantasiosas. Primera: Ildico llora de pena, amaba en secreto al viejo guerrero que murió en sus brazos. No, no, es demasiado vulgar, romántica, inverosímil. Y sobre todo estática: todo lo deja igual, sin tensión hacia el futuro. La segunda hipótesis, de corte policiaco, es más dinámica: Ildico es culpable, aprovechó la embriaguez y la hemorragia de su esposo para sofocarlo. Crimen perfecto. Hubo conjura, el delicado brazo de Ildico fue el ejecutor. La corte de Bizancio, asesina, dada a la bajeza política, sin freno moral alguno, la maquinó. Ildico fue entrenada con esmero y la tarea, planeada en todos sus detalles, fue brillantemente ejecutada. Después, se pagó el rescate de la doncella asesina e Ildico regresó a Constantinopla y, colmada de honores y riquezas, casó con un noble de alto linaje y se desvaneció de la Historia. Nadie inventa nada, esta sería una versión bizantina de la historia de Judith, tantas veces llevada a la escena por tantas ilustres plumas.

    Ahora, esta segunda hipótesis bien pudo ser cierta. Está muy bien documentado que el eunuco Crisafio, el hombre más poderoso del Imperio de Oriente en su momento, urdió un complot digno de la cia para asesinar al Azote de Dios y poner fin a sus destrucciones. Pero el jefe huno, maestro, como dijimos, de los servicios de inteligencia, se enteró de todo y desbarató la conjura sin el menor esfuerzo.

    Pero regresemos a la escena. Atila yace muerto, sólo restan sus funerales. Los hunos daban muestra de sufrimiento hiriéndose las mejillas con cuchillos filosos como navajas de afeitar (costumbre muy difundida, se hallaba en Albania, entre los eslavos y entre los turcos, cuando menos). Su cuerpo fue guardado en tres ataúdes sobrepuestos: uno de hierro, otro de plata y otro de oro. Esto encierra simbolismo religioso, de tipo astronómico, al parecer: hierro, la tierra, y también la espada sagrada, oro el sol y plata la luna.

    Luego el cuerpo fue sepultado bajo un túmulo sobre el que los guerreros corrieron en círculo con sus caballos. ¿Tendría algo de competencia atlética como en los funerales homéricos? No lo sabemos. Lo que es seguro es que cantaron un canto funeral en honor de su rey. Este canto ha sido conservado. En traducción de Bussagli, dice así: "El más grande de los hunos, el rey Atila, hijo de Munzuc, señor de poderosísimas gentes, con un poder desconocido hasta él, fue el amo único de los reinos escitas y germánicos y aterrorizó a los dos imperios del mundo romano conquistando ciudades. Aplacado por los ruegos para que respetase otras, aceptó tributo anual. Después de haber cumplido felizmente todas esas empresas, murió, no por herida enemiga, ni por traición de los suyos, sino entre su pueblo, intacto y seguro, contento, con alegría, sin dolor. ¿Quién, por tanto, podría imaginar esa muerte como un verdadero final, si nadie puede pensar en vengarla?"

    Para ese momento, conjeturamos, los hunos ya estarían riéndose. Porque, según dicen, participaban, junto con otros muchos pueblos, de la costumbre de "mezclar los contrarios y a las lágrimas unían la alegría" en el funeral, strava en su lengua.

    Un funeral limpio, sin matanzas accesorias: nada de sacrificar esposas y concubinas, caballos, perros y cautivos, nada de muerte de Sardanápalo (pintada por Delacroix). Y un simple túmulo, no, como en caso de Alarico, que desviaron un río, enterraron el cuerpo y lo volvieron a su cauce, para que nadie hallara la tumba nunca. Y sacrificaron, claro está, a todos los que participaron en las obras, sellando así, con su muerte, el secreto del lugar.

    Un último comentario. Dicen que donde pisaba el caballo de Atila ni la hierba volvía a crecer. Gibbon se burla del dicho: unos infelices, huyendo de Atila, se internaron en unas lagunas y fundaron ahí una ciudad, protegida. Cabe pensar que sin el terror de Atila no lo habrían hecho. Esa ciudad creció y se llamó Venecia, la reina del Adriático, la ciudad única, incomparable en su esplendor. Así, donde pasó Atila creció no sólo la hierba elemental, sino esa perla perfecta. Nadie sabe para quién trabaja.