La Jornada Semanal, 7 de enero del 2001 
 
Elena Poniatowska
 
Monsiváis: cronista de un país a la deriva
 
Hace ya muchos años, una empresa editora pidió a jóvenes (muy jóvenes) escritores de fama ya establecida, que escribieran sus autobiografías precoces. Casi todos aceptaron y el experimento resultó fatal. Lo mejor es que una escritora o un escritor escriba los datos vitales de otro escritor u otra escritora. De esta manera, la verdad florecerá y hará libres a los dos participantes en el juego. Elena Poniatowska nos entrega un retrato de uno de los intelectuales fundamentales (salvo la mejor opinión del Sr. Fox) de nuestro tiempo, y de un amigo entrañable, lleno de dignidad y de amor por la belleza en todo.

os vemos”, “yo te busco”, “te hablo en la semana”, “paso a tu casa”, “llámame mañana”, “el jueves te lo tengo”, son haikús que con sus diecisiete sílabas empezaron a proliferar a partir de 1957:

En el Kiko’s
a las doce
te espero
sin falta
mañana

A la cita acude
a la mitad del día
tu fantasma

Marco tu número
finges la voz
hablas como abuelita

¡Ya pinche Monsi
no te hagas buey
todos sabemos
que sos vos!

Pasan los años
agobiados
por tu huida
monsivaisiana

Quedarán tus gatos
indolentes
cómplices
de ti mismo.

Al cabo del tiempo y después de consultar a Buda concluí que era más fácil que volviera a arder el Pabellón de Oro en Kyoto o  que Yukio Mishima se hiciera de nuevo  el harakiri a que Monsiváis cumpliera sus promesas.

A pesar de que Monsiváis nos precipita al fondo del abismo, exactamente en el instante en que abrimos la boca para decir “ahora sí, ya no es posible, se acabó, ni un día más, es intolerable, impuntual, displicente, malediciente, que se lo lleve el diablo entre maullidos”, en esa hora negra, en
el vacío de la noche rencorosa, se produce el rescate. Una llamada providencial de San Simón nos recupera y el “¿cómo estás?” cálido reabre la compuerta.

¿Qué instinto lo guía? ¿Qué ángel de la guarda lo hace marcar el número? ¿Cuál es su catecismo de indio remiso? Carlos Monsiváis, ustedes lo han sufrido en carne propia, es motivo de desvelo de varias que lo amamos y lo odiamos en una misma respiración, quisiéramos pulverizarlo y exaltarlo, cobijarlo y exponerlo, asumirlo o sacarlo de nuestra vida antes de que él, desde luego, nos saque para siempre de la suya.

Hay hombres así, únicos. Carlos Monsiváis es único, para nuestra desgracia. Buscamos su aprobación y su juicio sobre nosotras resulta imprescindible. Dice Octavio Paz que Monsiváis es un cortador de cabezas: “El caso de Carlos Monsiváis me apasiona: no es ni novelista ni ensayista sino más bien cronista, pero sus extraordinarios textos en prosa, más que la disolución de estos géneros, son su conjunción. Un nuevo lenguaje aparece en Monsiváis ?el lenguaje de un muchacho callejero de la Ciudad
de México?, un muchacho inteligentísimo que ha leído todos los libros, todos los cómics, ha visto todas las películas. Monsiváis: un nuevo género literario...”

Cuando el poeta Alí Chumacero le entregó el premio Xavier Villaurrutia en febrero de 1996 por su libro Los rituales del caos, Octavio Paz asistió encantado y declaró que sería infinitamente más triste y pobre la vida de los mexicanos desde los años sesenta hasta la fecha si no hubiera estado con nosotros esta pluma intensamente lúdica y moral. En efecto, Monsiváis, al dar las gracias por el Villaurrutia, hizo reír imitando las dedicatorias de tesis profesionales: “A mi padrino de generación, al licenciado Guillermo Ortiz, aliento, norma y luz de mi carrera, o al licenciado Arsenio Farell, cuya generosidad no es de ésta época.”

Misoginia confesa

Si yo repitiera lo que dice Monsiváis, se quedaría San Simón el estilista -que no el estilita- de pie sobre un gran falo masculino -que no una columna- en la colonia San Simón, que no en el desierto. Lo único que me consuela es que Schopenhauer, Nietzsche, Jean Cocteau, André Gide y el mismo Joyce, utilizaron la misoginia, según creo, para defenderse de las lenguas viperinas y contrarrestar el poder de su veneno.

“¡Qué mala eres! ¡Qué mala eres!”, conocí a Monsiváis en 1957 al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi juntos. Delgadísimos, ágiles, implacables, pero también consigo mismos. (“Mi texto es un bodrio”, decía Monsi?; “no tengo ni para comer”, exponía José Emilio.) Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos, deslumbrantes, caminaban y tomaban café y se leían en voz alta sus engendros. Ambos eran poetas y escribían en la revista Medio Siglo. Desde entonces los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. José Emilio y yo nos queremos por voluntad propia. Monsiváis está obligado a medio quererme porque doña Ester, su madre, se lo ordenó antes de irse al cielo, pero si por él fuera ya estaría yo cuatro metros bajo tierra, en la fosa pantanosa de su maledicencia.

Como todos sabemos que es punzante y taimado, su tartufería se transforma en una suerte de cordial virtuosismo que ejerce relamiéndose como el gato de Cheshire, ése que sonreía sin parar a la incauta Alicia enseñando sus dientes en la oscuridad del país de las maravillas. Que el rostro de Monsiváis es cada vez más felino, sus carcajadas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo seguimos desde hace cuarenta y tres años y vemos cómo se blanquean prematuramente sus cabellos y se afilan sus uñas. A medida que pasa el tiempo Monsiváis se parece cada vez más a sus gatos: Rosa Luz Emburgo, Ansia de militancia, Eva Sión, Fetiche de peluche y Fray Gatolomé de las Bardas, Chocorrol.

En una entrevista que le hice cuando tenía veintiocho años tuvimos el siguiente diálogo: “¿Por qué nunca hablas de mujeres? ¿Qué? ¿Por qué nunca hablas de mujeres? ¿Qué es eso? Carlos, responde y deja de jugar. ¿Por qué no hablas de mujeres? Bueno, porque soy misógino y porque no veo... ¿Qué es misógino, Carlos? El que odia a las mujeres ¿no? ¿Las odias? No, lo que te digo es que no hay mujeres importantes funcionando en México en este momento. Está Rosario Castellanos que es una excelente poetisa y una mala novelista y hay periodistas como tú, que significas una primera posibilidad de independencia, pero todavía no veo una generación de mujeres independientes.”

Su misoginia confesa no le impide apoyar decisivamente la causa de las mujeres. Ha sido un defensor absoluto e indispensable de la niña Paulina en Mexicali ?a quien a los trece años se le negó un aborto legal en Baja California? y es partidario de la despenalización del aborto. Parodiando a un jerarca de la Iglesia que opinaba que las mujeres deben evitar la minifalda y los escotes para no ser violadas, Monsiváis les aconsejó a nuestras hermanas de sexo que salieran a la calle sin cuerpo. Colabora en la revista Debate Feminista y acude a cuanto acto o conferencia lo invita Marta Lamas. En realidad, Monsiváis es un defensor de las grandes causas del país. Le importan las causas y los individuos le interesan en tanto que las promueven. Es la acción colectiva la que lo entusiasma y con ella se relaciona eficazmente y da generosas y valiosas directivas. Con nosotras, las mujeres, protagoniza escenas de pudor y liviandad a las que tenemos que acostumbrarnos para que prosiga la amistad. No visualizo a Monsiváis repartiendo sopas colectivas ni llevando pañales a guarderías, su acción es más amplia; lo personal le parece risible y frágil y lo pasa por alto. Para él, lo personal vale en tanto lo puede convertir en movimiento de masas. Si no, existe como motivo de risa y de escarnio. Odia los hospitales y no asiste a entierros salvo al de Cantinflas, acompañando a María Félix, al de Pedro Infante o al de Lola Beltrán para ver a la gente llorar y poder desternillarse de risa. Para reírse de sus maldades cuenta con el apoyo incondicional de Sergio Pitol y Luis Prieto que se le unen en un trío temible frente al que palidecen las brujas de Macbeth.

Revisión

Años después, Monsiváis se cura en salud frente a mis reproches por su misoginia y me faxea un rollo, claro, sin afaxos:

Querida Elena:

En tu revisión de mis absurdas cartas desde Essex, variantes de la “Canción mixteca” y en tu examen de algunas entrevistas que me has hecho, hallaste una frase que te llama la atención y que te gustaría que revisara. Te sorprende mi idea o mejor, mi salida de pie de banco sobre la falta de autonomía e independencia de las mujeres que invita a la misoginia. Mi respuesta de entonces es una prueba de ingenio instantáneo. En este caso colonicé al abismo. Por decir algo emití un mal chiste que acabó siendo un disparate. En la sociedad machista que fue para las presiones internacionales y las demandas de género, la autonomía posible, extraordinaria de las mujeres tenía que ver con la resistencia a la humillación absoluta, la disolución de la personalidad. Si muchísimas mujeres se convirtieron en las más feroces emisarias de la mentalidad patriarcal, muchas otras perseveraron en su decisión de guardar espacios de la intimidad que eran zonas de la voluntad libre. Pienso, por ejemplo, en las madres solteras, en la devoción con que formaron a sus hijos contra el prejuicio que habitaba incluso en ellas mismas. Al respecto no aludo por supuesto al esquema de La Mujer X, que se sacrifica en las sombras para que su hijo llegue a ser un abogado famoso. Ver Las abandonadas con Dolores del Río. Aludo a los millones de hogares de madres solteras satanizados por la suficiencia clerical y la estupidez social, al concepto “las solteronas”, que designa a las mujeres que le entregan todo a los demás sólo para verse ridiculizadas por prejuicios; si nadie la quiso, ¿por qué hemos de quererla? (El mejor alegato contra las solteronas es “Tía Chofi”, el prodigioso poema de Jaime Sabines). Pienso, con la obsesión filial del caso, en mi madre, y para recurrir a un ejemplo literario de tu autoría, a la Jesusa Palancares de Hasta no verte Jesús mío, el gran ejemplo del heroísmo cotidiano que construye la autonomía posible en una sociedad cerrada y homogénea. Jesusa es, en sus términos tan valiosos, una heroína, porque resiste todo para seguir y porque encuentra en su resentimiento la estrategia que le ayuda a no enloquecer. Y, sobre todo, me refiero a las mujeres que obligadas a ejercer las peores versiones de la tradición, se dieron tiempo para humanizarlas en gran medida.

Lo más evidente y lo que exige la recuperación de sus hazañas y sus fracasos dolorosos, es la acción de las militantes, de las sufragistas de la primera mitad del siglo xx, que vieron en el voto femenino la señal de la primera autonomía legal. Las activistas de muy distintos modos ayudan a las generaciones siguientes. Y te insisto: lo menos reconocido,
y no por ello lo menos valioso, es la actitud al margen de cualquier reconocimiento de los millones de seres que perseveraron en su diaria reconstrucción del mundo del esfuerzo; no es materia contabilizable, pero esos grandes depósitos de la resistencia han nutrido las razones de ser del feminismo.

El Monsiváis de 1966

En los sesenta, cuando Carlos Monsiváis publicó su Antología de la poesía mexicana que le encargaron Rafael Jiménez Siles y Emmanuel Carballo, me concedía entrevistas que no corregía exhaustivamente, como lo hace ahora. Además, hablaba de sí mismo como si fuera franciscano (bueno, un franciscano protestante). Se daba golpes de pecho y encenizaba sus cabellos. Óiganlo ustedes nada más a sus veintiocho años: “La poesía es un tema que me ha interesado siempre y me ha apasionado como poeta fracasado que soy y como lector profesional que también soy. A los dieciséis y diecisiete años escribí cuentos malísimos, era terrible eso que publicaron revistas de Querétaro y El Nacional.” De sí mismo decía que era hacedor de chistes y un cronista de happenings y que como en México existe el peligro de la cosificación, había hecho la Antología para impedir la cosificación final; el que lo consideraran un clown privativo de la Zona Rosa.

Como en México las generaciones ya no tienen maestros directos sino maestros indirectos
(el maestro directo Antonio Caso murió definitivamente en México, nadie puede conmoverse por asistir a una clase), el magisterio se ha trasladado a los libros y uno se conmueve a través de ellos. Al menos, creo que esto le pasa a la gente joven. Yo he tenido tres o cuatro maestros a los que admiro definitivamente: Vasconcelos, cuya ideología me repugna, pero cuya vehemencia para llevar a cabo toda su vida, para insistir en sus puntos de vista, para desafiar a una sociedad intelectual, me parece formidable; Jorge Cuesta, que me parece la inteligencia más lúcida en cuanto al análisis y demolición de los elementos secundarios que rodean un objeto al que quiere considerar; Octavio Paz y Salvador Novo. Para mí, Novo es la posibilidad de la ironía, de la sátira, del buen humor, de la inteligencia, del periodismo culto, del malabarismo perfecto. Novo es el mejor prosista de México. Yo sí me considero un discípulo de Novo, lo que pasa es que él no ha de querer considerarme discípulo por lo mal que escribo.

Lo marginal en el centro

Ahora que era publicó Salvador Novo, lo marginal en el centro para celebrar sus cuarenta años como editorial, Monsi sigue fiel a sus primeros deslumbramientos. Novo jamás sospechó que tendría un admirador tan ferviente. En Amor perdido le dedica un capítulo, el prólogo de La estatua de sal es de su autoría, en Equis, la revista de Braulio Peralta, publicó tres textos, uno de ellos sobre la polémica en los treinta entre los vanguardistas extranjerizantes, como los calificaban los nacionalistas homofóbicos; asimismo escribió un libro amplísimo para el crea. Novo es su estrella, su alter ego.

Ya desde su primera publicación, Monsiváis vivía desesperado porque según él en México no se daban los instrumentos del cambio. Se seguía viviendo una literatura colonial y padeciendo una serie de estructuras evidentemente ruinosas en un momento en que todo cambiaba en el mundo.

Contemplar a los estúpidos que se quejan del pelo largo o de los signos externos da vergüenza, ¿verdad? Aunque también vivir en la periferia nos ha dado derecho a ser jueces de todo el mundo, y eso no es cierto, quienes no viven el siglo xx no tienen derecho a juzgarlo. O uno se compromete con su tiempo o se abstiene de levantar el cetro del juez. Pienso que en México necesitamos acabar con los rezagados. Es una actitud a primera vista cruel, pero realmente saludable. Tenemos que librarnos de toda la momificación que ha tenido como resultado el envejecimiento de la revolufia, o la revolución. Acabar con los que insisten en preservar toda una serie de clichés y de mitos, porque en el momento en que se les destruya no van a saber qué hacer. No tienen la capacidad de renovarse. Por eso, no hay una sola biografía apta de Calles, el hombre que construyó la burguesía mexicana tal y como la conocemos, tampoco una de Obregón o de Carranza. No tenemos una historia reciente juzgada de una manera crítica porque en el momento en que esto suceda, todos los historiadores subdesarrollados y los poetastros beatniks van a tener que morirse o fundirse en otro mundo. Creo que el gran mérito de la nueva generación
es que marca el tránsito entre el complejo de inferioridad y el saberse subdesarrollado, o vivir en un país subdesarrollado, es decir, ya no es una explicación psicologista como la que daba Samuel Ramos a propósito de nuestro complejo de inferioridad.

Lo que pasa es que sabemos que vivimos en un país de cuarenta millones de habitantes que, sin embargo, no es autosuficiente y depende en muchas de sus decisiones de los Estados Unidos.

Cartas de Londres

Cuando Monsiváis estuvo en Londres, año y medio después de la masacre de Tlatelolco, nos escribimos con cierta frecuencia. Nuestro tema era casi siempre el mismo: el movimiento estudiantil del ’68. Ignoro si
él conservó mis cartas pero desde luego yo guardé las suyas, de las que extraigo algunos párrafos.

El 24 de diciembre de 1970, es decir, el día de Nochebuena, Carlos me envió una misiva desde Essex donde era profesor visitante:

Tu carta me removió y me sirvió muchísimo. No que esté desentendido de lo que pasa en México, ni mucho menos, pero llego a ratos a dudar de mi razón al ver el cúmulo de manifestaciones externas de apoyo, de creencia, de confianza en el régimen y todas sus medidas. Todos mis compañeros de la época estudiantil ocupan grandes puestos y se retratan llenos de satisfacción por lo que son, por lo que hacen, por lo bien que llevan a cabo lo que son. La autocomplacencia es nuestro sino, a menos que decidamos jugar o experimentar con la pérdida de la razón. Porque hay algo (mucho) de combate contra la locura en esta decisión de abstenerse de la farsa, de creer en un sistema moral pese a todo. Por eso, por esa decisión de abstenerse de la farsa, de creer en un sistema moral pese a todo. Por eso, por esa decisión de correr el riesgo de terminar en la locura, admiro profundamente a los presos políticos. Mantienen, ante la indiferencia del país y el cinismo del gobierno, un principio de razón. Tienen razón, no porque la hayan tenido o porque controlan los organismos que eso aseguran, sino porque la tienen, simplemente.

En Parte de Guerra. Tlatelolco 1968, de Julio Scherer y Carlos Monsiváis, publicado en 1999, Carlos retomó el tema que había tratado en los días álgidos en Siempre!, cuando publicar a favor de los estudiantes era un acto de valentía:

Como corolario de los sucesos de 1968, La cultura en México afirmaba: ¿Es culpable la clase intelectual de todo lo ocurrido? En el fondo sí es culpable, del mismo modo en que fueron culpables los pensadores y los intelectuales de la Independencia, de la Reforma y de la Revolución de 1910. Ellos son los que piensan, los que se inconforman, los que enseñan, los que nos transmiten las ideas filosóficas, los conocimientos y las corrientes de pensamiento contemporáneo. La lucha de todos los intelectuales del mundo actual contra la desigualdad, la injusticia, la rigidez de los sistemas autoritarios.

Por supuesto, nunca se aclararon oficialmente los acontecimientos, no hubo investigaciones, consignaciones ni castigo alguno para los agresores; los responsables directos de la represión y quienes los apoyaron permanecen en la impunidad.

Los presos políticos

Carlos se preocupaba en una carta tras otra por los presos políticos, en un régimen acostumbrado a corromper y a reprimir, jamás a escuchar o a negociar. Le contaba de mis visitas a Lecumberri y a Santa Marta Acatitla y de las larguísimas entrevistas con Demetrio Vallejo que ya llevaba once años de huelga de hambre en la cárcel y con Valentín Campa, los dos enojados el uno contra el otro, de suerte que Vallejo me decía: “Si va usted a pasar a ver a Campa al apiario después de verme, mejor no venga a verme.” Carlos contestaba casi a vuelta de correo
y trataba obsesivamente el mismo tema, el movimiento estudiantil del ’68. Desde Londres, Carlos, generoso, me impulsaba a escribir sobre el líder Demetrio Vallejo que logró paralizar al país entero con las grandes huelgas ferrocarrileras de 1958 en las que las tehuanas y las juchitecas se tiraban sobre la vía del tren con sus grandes enaguas floreadas para que el maquinista no pudiera echar a andar la locomotora:

Creo que tu siguiente libro será el de Vallejo; de acuerdo contigo, también lo advierto muy fatigado, muy gastado, pero poseedor de esa demoniaca energía que surge de su testarudez, su resistencia inhumana, su deseo de no ceder. Por eso creo que no importa tanto la realidad específica Vallejo, sino la otra realidad Vallejo, el líder que se tomó en serio, el preso político que se tomó en serio, el hombre que creyó y sigue creyendo en los ideales. Vallejo ha ido más allá de la cualidad de símbolo. Es algo mucho más indestructible: un ser que ha sido drásticamente castigado y que no ha querido convertirse en santo (como Siqueiros, que salió de la cárcel como si fuera la Guadalupana, apareciéndose en el ayate de sus murales y sus entrevistas). Yo creo que tu libro dará constancia, entre otras muchas cosas, de que Vallejo no necesita ser lúcido y visionario para ser un hombre espléndido. No serán sus palabras las que cuenten sino la decisión de respaldar a sus palabras con la cárcel, la decisión de conferirle a sus palabras una función secundaria: explicar sus actos. En Vallejo el acto ha sido más importante que su verbalización y en eso le ha ganado de mano a todos, ha sido un pionero y un negador de la esencia del pri y sus apóstoles. En el principio era la actitud. ¡Genial! ¿Cuántos años hemos visto y padecido la realidad ‘En el principio (y en medio y en el final) era el verbo?’

Perdón por la efusión.

El diazordacismo, tétrica empresa que enanizó al país

En otra carta de 1971:

Yo quisiera empezar, aprovechándome del tiempo libre (muchísimo) a mi disposición, un largo ensayo político sobre el diazordacismo, esa tétrica empresa que enanizó y ensangrentó al país. A ver si me sale. Si no, por lo menos habré utilizado en algo la hemeroteca y la biblioteca de aquí, que son de primera. Por cierto, la entrevista del susodicho con Sodi Pallares me ha parecido la obra maestra de la autodestrucción. He allí a alguien que no se respeta a sí mismo en lo absoluto. ¿Cómo pudo alguna vez respetar la vida ajena? ¿Sigues yendo a Lecumberri? ¿Ves a Vallejo? ¿Sigues trabajando en ese libro?

A Monsiváis lo calaba la soledad, como lo asienta el 9 de marzo de 1971:

Es Viernes Santo y yo estoy sumido en algo que no sé si calificar de letargo, nostalgia, apatía o simple y reconcentrada soledad. Como quiera que sea no es una sensación amarga o molesta; nebulosa en todo caso; la indecisión entre el aburrimiento y la anemia. Voy a ir al cine en un rato, tres películas, una dura tres horas. Me dices que no te cuento nada de Londres. Es cierto, no sé qué contar. La vida que llevo aquí es acumulativa: lecturas y museos y cine clubes y paseos con libros que te explican la variedad de estilos arquitectónicos de cada barrio. Prefiero ahorrarme esa descripción de títulos, no sabría cómo explicarte mi proceso actual, sé que estoy cambiando, sé que voy a otra parte pero que ese cambio, aunque radical, ya no es fundamental, de algún modo voy a seguir ideático, cada día elaborando más juicios morales queriendo convencerme al mismo tiempo que no soy juez de nadie, cada vez más ahincado en mis ideas y cada día menos convencido de su eficacia práctica. Lo único que esta demoledora soledad me aporta sin titubeos es el fin de mis seguridades. Ya no estoy seguro de nada; ya no estoy seguro ni de mis
inseguridades. Creo que el problema de mantener (así sea en privado, sin ningún estrépito ni exhibicionismo) una actitud crítica, disidente, es un problema de lucha contra la locura. No es posible que uno tenga razón contra todos, contra la prensa, la televisión, el modo de vivir de los amigos y las apetencias secretas de poder o de fama o de lo que sea (cambio de pluma porque estoy harto de luchar contra una punta indecisa. Me obliga a ser enérgico, lo cual, así se trate sólo de insistir contra el papel, es una actitud cursi, creo) ¿Por qué te digo todo eso de la locura? Porque es una de mis angustias permanentes, la búsqueda de la razón de mi actitud, de la razón de mi razón.

El 27 de diciembre de 1971 Monsi reitera: “Yo ahora he leído mucho. La Woolf, Forster, Conrad y ensayo crítico, sociología e historia. Me interesa ser un periodista lo más formado e informado posible. Pero todavía tengo muchas lagunas, deficiencias inauditas.”

La lectura lo marcó de por vida

De niño lo marcó de por vida la lectura, actividad en la que ha seguido creyendo tal vez con más fuerza que en ninguna otra, porque los libros son objetos sagrados que nos aguardan silenciosamente en el librero, esperando que nuestras manos los abran para revelarnos verdades inaccesibles por otros medios. En su vida de lector omnívoro ?según cuenta? fue determinante la colección argentina Billiken que editó libros fundamentales como La Ilíada, La Odisea, La Eneida, Los Bandidos de Schiller o las biografías de Juárez y Lincoln. Monsiváis recuerda también que el conocimiento de la mitología griega y latina, así como la traducción de la Biblia hecha por sus admirados Casiodoro de Reyna y Cipriano de Valera
?para él dos grandes prosistas en lengua castellana?, fueron la puerta de entrada a mundos imaginarios. También están guardados en el baúl de recuerdos del niño Monsiváis, El progreso del peregrino de John Bunyan, Alejandro Dumas, Kipling, María de Jorge Isaacs, Los bandidos de Río Frío y El mártir del Gólgota, suspense de Enrique Pérez Escrich cuya lectura lo deleitó.

El ingenio de sus respuestas en las entrevistas es ya exigido por el público lector y televidente y Monsiváis no los defrauda. Obsesionado con la inteligencia, confiesa que a nada teme más que a pasar por un tonto.

También se ha pronunciado de manera contundente sobre su destino ulterior: “Un porvenir que me interesa, cuando muera, es que dispersen mis cenizas por el California Dancing Club para que sobre ellas bailen un conmovido danzón. Ya lo de ser santo y recibir peregrinaciones, pues dependerá del contrato y de la hora de transmisión de ese acontecimiento post mortem. Tendría que ser, desde luego, horario estelar.”

Al preguntársele por el mayor pecado aún no cometido por la clase gobernante responde: “La inteligencia.” ¿Y qué es la inteligencia? En Carlos Monsiváis es la constante que acompaña sus apariciones públicas en los escenarios más insospechados, en los sets televisivos, en la explanada del Zócalo como orador de una manifestación, en el Coloquio de Invierno en 1992 que provocó la escisión entre dos grupos de intelectuales, el de Vuelta y el de Nexos, y en los eventos culturales de la más diversa índole (que van desde el Teatro Blanquita a los hoyos funkis, desde el Hemiciclo a Juárez hasta Bellas Artes) a los que Monsiváis confiere, con su intervención, la mayor trascendencia.

La impunidad del sexenio

Carlos vuelve a intervenir en su pasado:

Querida Elena:

Tu otra pregunta tiene que ver con lo que llamas “un culto pararreligioso a la inteligencia”. No creo que sea así y estoy seguro de que es así. Te explico la contradicción aparentemente real. En nuestro medio, y en casi cualquier medio, el culto a la inteligencia es una técnica nada sutil para consagrar las posiciones de una minoría a cuenta de las ventajas mentales que se les atribuye. La inteligencia pregonada suele no ser tal
y lo que sí es inocultable es la fuerza social y política que inventa y consolida una autoridad mental. Para no ir más lejos, véase la inteligencia que se le atribuyó a Carlos Salinas, muy hábil sin duda pero incapaz de usar su habilidad en tarea ajena
a su autodeificación. Las graves deficiencias del pensamiento salinista (para llamarlo de algún modo) abundaron en su régimen: la promesa del salto mágico al primer mundo, la abolición de
la miseria por decreto, la convicción de que la riqueza de la minoría se traduciría a plazo fijo en el bienestar de la mayoría. Cito sólo algunos casos. Sin embargo, a lo largo de seis años, nada más unos cuantos señalaron la debilidad extrema de estas posiciones y el concederle sagacidad al despropósito erosionó aún más la escasa resistencia a la impunidad del sexenio.

Eso por un lado. Por otro se requiere el sitio privilegiado de la razón crítica ante el desdén a los procesos lógicos. Y la orgía de impunidad verbal y doctrinaria que ha dominado al país por demasiado tiempo. Hace unos días, Raúl González Schmall, encargado de asuntos religiosos del equipo de Fox, afirmó: “Ni en la época de la Nueva España, México había estado en una situación tan favorable como lo está ahora, en la víspera del gobierno de Vicente Fox, para llevar a cabo una profunda reforma que garantice plenamente el derecho a la libertad religiosa y en consecuencia las relaciones entre el Estado y las comunidades creyentes.” Este pensamiento, por llamarlo de algún modo, abundará en los meses y años próximos y ante esto, definitivamente, sí procede el respeto por la inteligencia, ésa que no encuentra en la época de la Inquisición el paraíso de las libertades religiosas.

El dios de Carlos Monsiváis

Hay un Dios en el que Carlos cree, pero este Dios no es antropomórfico, ni lleva barba, ni son temibles sus juicios. Su definición de Dios es hermosa por exacta: “Es algo que me excede, pero no es algo que me nulifique al excederme.”

A mediados de los ochenta empezó a luchar contra el sida y a participar en manifestaciones familiares, amigos, parejas y pacientes con virus de inmunodeficiencia humana (vih) y fue el orador principal de varios actos. En uno de ellos declaró: “Para esta generación, el sida es la experiencia límite a partir de la cual se redime el proyecto humanista de la sociedad mexicana y la internacional. Nunca en la experiencia urbana, el tema de los derechos humanos se había ligado tan profundamente a una enfermedad. Nunca, el fundamentalismo había exhibido tan obscenamente su designio genocida.”

Lo que conmueve e impresiona de la obra de Monsiváis es que, en un país a la deriva como el nuestro, sus análisis de los movimientos sociales son también una guía a seguir porque señalan un rumbo a futuro. Su lealtad a la cultura popular, su crítica al gobierno, su insistencia en la eficacia de la sociedad civil le ha dado a México una quilla. Monsiváis nos ancla en la vida de los barrios más abandonados y más entrañables de nuestro país. Y al hacerlo, él mismo se vuelve entrañable. Mejor que nadie, Monsiváis sabe que la historia de un país no se hace en el Congreso sino en la plaza pública, en la calle, en las misceláneas, en las vecindades, en las cocinas, y que si en las Lomas y en el Pedregal los ricos se petrifican, la cultura popular es parte de la constante transformación de nuestro país. Ninguna crónica más aleccionadora y más lúcida que la de los terremotos de septiembre de 1985, de la que destaco este párrafo: “El 19, y en respuesta ante las víctimas, la Ciudad de México
conoció una toma de poderes, de los más
nobles de su historia, que trascendió con mucho los límites de la mera solidaridad, fue la conversión de un pueblo en gobierno y del desorden oficial en orden civil. Democracia puede ser, también, la importancia súbita de cada persona.”

Por mi madre, bohemios

Su figura en nuestra sociedad es tan familiar que un lunes sin “Por mi madre, bohemios” sería como una elección en el Tabasco de Madrazo, sin fraude.

Imprescindible piedra en el zapato de la vida en México desde la década de los cincuenta hasta
la fecha, Monsiváis se ha distinguido como el autor no sólo de célebres crónicas sino del análisis político de nuestra cotidiana realidad. Nada de lo que ocurre en el país escapa a su mirada. La primera mitad del siglo xx es de José Vasconcelos, Alfonso Reyes y Salvador Novo, como la segunda es de Octavio Paz, Carlos Fuentes y Carlos Monsiváis (este último entre otros, como él diría). Irreverente, cáustico, agudo, crítico, su mente mantiene una relación natural y perfecta con la prosa. Trátese de crítica de arte o del comentario sobre la coyuntura política, todo lo que sale de las manos de Carlos Monsiváis está teñido por dos virtudes que no siempre se acompañan tan bien como en su caso: la inteligencia y el humor. Por eso, cualquier comentario sobre la obra y la vida de Carlos Monsiváis estaría incompleto sin una mención
a su inteligente sentido del humor que lo emparienta con la escuela de Swift por ser siempre irónico y jamás condescendiente. Todas las figuras públicas han sido pasadas por el paredón de su agudeza y no es de asombrar que todo político que mantenga las tercas ganas de seguir siéndolo sienta la obligación de leer religiosamente “Por mi madre, bohemios” cada lunes. El humor es, en Monsiváis, crítica social, desenmascaramiento de la falsedad política, llamado a la tolerancia y la exhibición pública de que no es sino el ridículo quien decide la política nacional. El humor en Monsiváis tiene un sentido crítico que se reconoce en su afirmación: “Todo humorista es primero un moralista.”

Con treinta y dos años de aparecer cada lunes, primero en México en la cultura y, desde el ’85, en La Jornada, muchos lectores somos fanáticos de “Por mi madre, bohemios” y coincidimos con la anónima R., voz de la lucidez, inicial de la razón. Tan imprescindibles como los anteojos que esconden su malevolencia, son los comentarios precisos sobre los acontecimientos culturales, sociales y políticos de nuestro país que han pasado a la historia como ingenio monsivaisiano.

Es un malvado pero uno le aplaude

La Jornada publicó en 1996 el libro “Por mi madre, bohemios”, maravillosamente ilustrado por El Fisgón, amigo y compañero bibliófilo y anticuario durante muchos años del ya mítico Monsiváis. El difunto panista José Ángel Conchello dijo en alguna ocasión: “Es un malvado, pero uno le aplaude todo lo que dice porque la agudeza con la que destruye a propios y extraños, tirios y troyanos, izquierdas y derechas, es admirable.” Cuauhtémoc Cárdenas declaró hace doce años que su candidato a la presidencia era Carlos Monsiváis y votó por él, y hoy por hoy el subcomandante Marcos le encomienda su espíritu.

En “Por mi madre, bohemios” los priístas eran sujetos constantes de su implacable sátira y los gobernadores de Estado, permanentemente expuestos a su crítica, hoy se cuidan ?sin conseguirlo? de no hacer declaraciones demasiado folclóricas. Monsiváis es feroz con las autoridades eclesiásticas, con los diputados, los senadores y los columnistas. Los que más aportan a su cosecha de estupidez son los reporteros de todos los periódicos del df y de provincia. Los detentadores del espacio público han sido clavados con un alfiler en sus páginas, así como la figura monsivaisiana ha hecho las delicias de los caricaturistas, empezando por su entrañable amigo Naranjo. Monsiváis colecciona caricaturas, pinturas, miniaturas, libros preciosos; es un aficionado a todo,a la Lagunilla y a los mercado de viejo, y  va a dejarle todas sus colecciones al pueblo de México.

¿Qué habría escrito Paz del Monsiváis que hoy nos toca, el de sesenta y dos mayos cumplidos, lleno de reconocimientos, el Monsiváis que sigue multiplicándose y creciendo y da dos conferencias en dos lugares a la misma hora del mismo día, desplegando un don de la ubicuidad que hizo declarar a Adolfo Aguilar Zínzer en Guadalajara que “a lo mejor hay muchos Carlos Monsiváis”?

A Enrique Héctor González le indigna que el prestigioso Premio Anagrama de ensayo 1999 ?concedido en mayo del 2000 a Monsiváis por Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina? sirva para “presentar al lector español a uno de los autores fundamentales de nuestra lengua: Carlos Monsiváis.” Según él, Monsiváis es ya un consagrado a quien los españoles deberían venerar desde hace mucho. El libro -reconoce Enrique Héctor González- es una lección impecable de ensayo en el sentido más montaigniano del término. González vuelve a la polémica entre Paz y Monsiváis y a la frase del poeta: “Monsiváis es un hombre de ocurrencias, no de ideas”, a la que Monsiváis responde señalándole a Paz su “múltiple don de generalizaciones”. González afirma que “la ocurrencia no es una hermana menor de la idea sino su lado feliz, su perfil espontáneo, la cara oculta del pensamiento llena de intuiciones, matices, imperfectas casualidades, irresponsabilidades risueñas, objetos con rebabas”. Sin embargo, esta definición sirve para confirmar que la ocurrencia puede surgir de viva voz pero nada tiene que ver con la escritura de Monsiváis cuyas ideas pensadas y repensadas son transcritas en una prosa trabajada y reescrita que no deja lugar a una sola irresponsabilidad risueña.

En su discurso al recibir el 12 de septiembre el doctorado honoris causa por la Universidad de Puebla, Monsiváis hace una crítica mordaz del poder tal como se ejerce en México a partir de la pobreza del discurso que lo configura:

Si Wittgenstein tiene razón, y los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, el mundo del poder está muy circunscrito verbal y conceptualmente, y sus facultades de razonamiento se engendran en la autocomplacencia. (Generalizo, porque si me da por particularizar el panorama empeora.) ¿Qué es lo que se percibe en las legiones de los que la han hecho? Desdén por las formas verbales; autoritarismo que quiere hacer las veces de sello de garantía de sus afirmaciones; vocabulario que se reduce para que las sensaciones de dominio se expandan al emitirse las cifras.

En ese discurso percibimos un aspecto de Monsiváis que sus críticos o sus infames detractores suelen pasar por alto: el hecho innegable de su defensa de ciertos valores ilustrados que conforman ?o deberían conformar? a una sociedad sana, culta y progresista. Detrás del humor, de la ironía, de la burla, surge un alegato profundo a favor de la tolerancia, la libertad, los derechos humanos, la crítica como actividad intelectual por excelencia, la sociedad abierta, y, resumido en una fórmula, “pensar bien para
vivir mejor”, como dicta el lema de la Universidad de Puebla, que para Monsi es elocuente y traduce como: “Por mi poder de precisión intelectual hablará mi calidad
de vida.”

La precisión se la debemos en México a Carlos Monsiváis, ese clarividente que hoy nos guía (aunque le choque ser gurú) y todavía quiere más porque declara que su gusto por el cine lo conduce directamente a otro género, el melodrama: “Quiero hacer melodrama el día entero, pero carezco de público y esa es, quizá, mi mayor limitación: una gran vocación melodramática sin espectadores. El público a mi alcance no es comprensivo ni tiene ya la formación suficiente para darse cuenta del alto nivel del melodrama a mi cargo.”

Aquí estamos todos, espectadores hambrientos, dispuestos a presenciar el melodrama a su cargo y a ser no sólo su público sino su club de fans para presenciar los múltiples dones histriónicos de Monsiváis en programas triples (porque a él le gusta ver tres películas de un hilo). Debo confesarles que canta muy bien y se las sabe todas, en el aire las compone y le gana a Elvira Ríos y a Toña la Negra, a Marlene Dietrich y a Lotre Lenya, a Cuco Sánchez y a Chava Flores. Las comedias musicales de los cuarenta, desde Bridagoon hasta Annie Get Your Gun, se conservan intactas en su memoria. No hay un bolero o una ranchera que desconozca y recita completito “El brindis del bohemio”. Yo lo he padecido. Vamos a darle gusto y pedirle que suba por favor a cantarnos “Amor chiquito acabado de nacer”, que es lo que ahora mismo siento por él.
 

Palabras pronunciadas atropelladamente en Bellas Artes, el 23 de octubre de 2000.