LUNES Ť 8 Ť ENERO Ť 2001

Hermann Bellinghausen

Primera aurora

Invierno y milenio a la altura de Alaska. En Glaciar Bay un solo elemento absoluto, el hielo, reina sobre la costa y domina al mismísimo oceáno excitado. Difícil conocer lugares así, quiero decir, llegar tan allí. En tales condiciones climatológicas, ominosas para toda navegación, fondeó la goleta Dinorah tras cosechar atún y salmoncillo, huyéndoles a los iceberg y las corrientes árticas en expansión.

A pocos metros de la costa, en la mar varada que de la noche a la mañana trastocó las previsiones, la nave quemó los últimos nudos de la estación. A no ser por la generosa pesca, congelada en las bodegas o aún colgante en las redes, la tripulación hubiera perecido al hambre las semanas siguientes. Y antes digan ustedes que los hielos no reventaron la envergadura de la goleta. Al capitán le sobraban motivos de desasosiego. Es tan fácil perder la prudencia.

Cuando la marea quedó sólida como un continente los pescadores pudieron expedicionar por leña y agua dulce. Pasaron meses en aquella blanca soledad cargada de silencio, y a punto estuvo el capitán de acabar filósofo. Afortunadamente, antes de lo esperado, según sondeos recientes, comenzó el deshielo en aquella ensenada donde al Pacífico se le congela el nombre. A la costa le brotaron sus verdaderos elementos: pinares, ríos que apresuran el delta en cascadas, rocas profundas que resisten a lomo el oleaje, montañas que literalmente caen al mar.

Llegaba la hora de dar la espalda a la violencia inmóvil del invierno, arrancar la máquina, librar los golpes del derretimiento glaciar, por fin enfilar al sur. La dilatada contemplación de la nieve había vaciado los ojos del capitán por completo. Se le pusieron qué limpias las pupilas, y la retina qué avida. Vaya. En los pinos de la costa distinguió las armas verdes de sus agujas, primero goteantes de agua y espesas como la sangre. El cielo de oriente comenzaba a parpadear. Pronto la madera dio el color que precede a la luz. La goleta se conmovió, temblorosa, levemente libre, y recuperó su vaivén.

El capitán sentía despertar de un sueño muy nítido. Abandonó la cabina y se enfrentó al cielo. ƑCómo describir las tonalidades que rasgaban la blancura de la noche? Las voces de los hombres llenaron la cubierta, desaletargándose. Un remolino inciendiaba el horizonte a través del bosque, y, de un segundo a otro, sin dar tiempo al pestañeo, un grito dorado y púrpura le inundó los ojos.

"Al sur", pensó en el capitán la página vacía del amanecer boreal. A todo marino, y los hay por miles, en algún puerto del mediodía lo aguardan Penélope o nido. En eso era un hombre común (ƑEn qué no?). Sorbió de su escudilla el último ámbar del whisky nocturno. Disipó de sí melancolía y desvelo. Manos la obra. "Suelta las cuerdas", gritó al grumete. Accionó la sirena y se tomó la libertad incondicional de fijar la hora en el Westclox del camarote. Encendió la galerna, pidió a la base Lowell señas de navegación. Las recibió; los ladridos de la estática filtraron las coordenadas y las anotó con punto fino.

"Capitán", llegó a empujar la puerta sin cerrojo el timonel, "Ƒcuál es la indicación?" Por toda respuesta, el oficial extendió la hoja escrita. El timonel echó un vistazo sobre los números a lápiz, y se atrevió a sonreír, "sí señor". Intercambiaron mudas miradas de satisfacción.

"Deje abierto", indicó el capitán al muchacho cuando este jaló la manija. "La brisa de la aurora es la mejor".