Jornada Semanal, 14 de enero del 2001 

Saúl Toledo Ramos
el cuento del domingo
 

El asalto




Hay un refrán popular del que, posiblemente, Saúl Toledo partió para armar este buen cuento, clásico en el sentido chejoviano. No escribiremos aquí dicho refrán, pues vendería por completo la trama; en lugar de eso, dejamos al lector frente a esta historia urbana, muy ad-hoc para inyectarle algo de humor –aunque sea un tanto oscuro– a la ineluctable “cuesta de enero” y sus temibles problemas económicos.
 
 

A un microbús te subes con la idea de que vas a llegar a algún lugar, y puede que vayas feliz porque contigo llevas dinero suficiente para comprar eso que tanto quieres o necesitas, no importa qué sea, pero es algo por lo que vas a pagar, para eso te sacrificaste. Tuviste que reestructurar tu política económica y abstenerte de los placeres que le dan sentido a la vida, como el billar, el futbol, las cervezas y el cine; incluso dejaste ir una que otra conquista, y es que el ligue implica grandes desembolsos. Fueron meses de trabajo, de horas extras, sobre todo en días de quincena; pero hoy llega el premio. Alguien te sugirió que metieras tu capital al banco, pero preferiste tenerlo en tu recámara para contarlo cada noche e ir restando pequeñas cantidades al precio de lo que vas a adquirir.

En esos pensamientos vas tan ensimismado que tardas en darte cuenta de lo que sucede dentro del vehículo. No das crédito, pero un trío de individuos armados despoja de sus pertenencias a las personas que viajan contigo. Una mujer, con su crío en los brazos, llora; a una anciana le tiemblan las manos, lo que dificulta que se quite tres anillos añosos que lucen sus dedos; un gordo calvo les dice a los asaltantes que respeten a la dama, que se puede morir nomás del susto; un golpe le revienta el labio y lo sume en el silencio. Palpas el bolsillo donde llevas tu pequeña fortuna y en eso te das cuenta de que uno de los rateros te ve y viene hacia ti. Deseas desaparecer, evitas su mirada a ver si te ignora. Pero no, ya lo tienes a lado y el cañón de su pistola está en tu sien. “¡Afloja!”, dice, y hace que te pongas de pie y te esculca y da con tus billetes y te los quita. Te invade un sentimiento de coraje, de impotencia. Lo miras fijamente para grabarte sus rasgos, para saber cómo es su pinche jeta. Te grita que te agaches y te pega con el arma. “Hijo de tu puta madre –piensas–, ojalá y ahorita que bajes te planche un tren, ojalá y te topes con un tira mala onda y te reviente tu rechingada madre.” Te desplomas en el asiento, los ojos se te llenan de agua pero aguantas, no les vas a dar chance a estos ojetes de que te vean llorar, pensarán que es por miedo y no por rabia, por el odio que te inspiran. A riesgo de que te golpeen los observas nuevamente, piensas en tu dinero, en lo que ibas a obtener; pinches parásitos culeros, cómo no se abre el cielo y les manda un rayo que los parta en mil pedazos, que los haga mierda.

Cuando se van los ladrones, les dices a tus compañeros de desgracia que hagan algo, que los denuncien, pero te enfrentas a un muro de rostros que te miran con displicencia. Alguien dice que antes deberían dar gracias a dios de que no los mataron, otra voz pregona que para qué acusarlos, que es una pérdida de tiempo y que nadie hace nada contra los criminales. Ves incrédulo a tus interlocutores, te enferma su resignación.

Lo comprendes todo en un momento: ¿qué les pudieron haber robado a estos jodidos? Cien, doscientos pesos, algún reloj baratón y un puñado de bisutería. Te das cuenta de que estas reflexiones obedecen a tu frustración, pero son ciertas. Ya los verías si hubieran perdido lo que tú. Pero estás solo, únicamente de ti se llevaron algo que valía la pena. No fue sólo dinero, fue parte de tu existencia, semanas enteras en las que viviste como si no lo estuvieras haciendo. Todo para que en un instante te sumergieran en el limbo.

Con incertidumbre bajas del micro. Ya en tu casa, hurgas bajo el colchón en busca de tu herramienta de trabajo. Ahí está, fiel como siempre. La acaricias antes de ajustarla entre la carne y el cinturón. “No hay de otra –reflexionas–, estos tiempos exigen que se trabaje duro si se quiere obtener algo.” Revives el asalto, reconstruyes mentalmente el aspecto de tus victimarios. “Ladrón que roba a ladrón”, piensas. Y te sumerges en la oscuridad nocturna. Es hora de trabajar.