Jornada Semanal, 14 de enero del 2001
 



 

ANTESALA




El hombre que deviene árbol. Aunque ya describí la dimensión desconocida en donde los juegos infantiles se convierten en aparatos medievales, no he mencionado los personajes que siempre suelen darle carácter a este tipo de lugares. En las canchas de basquetbol mencioné al T. Special y a Eric, el eterno jugador de basquet. No puede hablarse de la Dimensión Desconocida sin dejar de mencionar al Treeman o El hombre que deviene árbol. Así le digo yo, porque no sé cómo se llama. Y no sé cómo se llama porque no puedo dirigirle la palabra. No me atrevo. Sólo hablan con él los forzudos que hacen cosas extraordinarias (para mí) como ascender a pura fuerza de brazos por el tubo, la cuerda o la cadena anudada (sobre todo esta última, que puede hacer pedazos las manos más callosas) que le crecen al monstruoso columpio que preside y separa a los profesionales de los amateurs. Lo he visto llegar, cerca de las once de la mañana. Siempre viste igual: usa un gorro cilíndrico tipo ruso, hecho de una especie de tejido parecido al peluche. Es de color café, al igual que la camiseta de cuello alto y manga corta que luce pegada a su musculoso torso. En lugar de pantalones siempre lleva unos pants azul marino, unas chanclas cafés y calcetines color tierra. La cabeza es la bola ocho. Su hermosa cara de tortuga, con la mandíbula inferior ligeramente prógnata, tiene un gesto intemporal. Apenas puedo especular su edad; igual puede tener cincuenta y ocho que noventa y ocho años. Su boca, arrugada en un gesto flojo y desigual, parece haber sido moldeada por el tenaz uso de una dentadura postiza ajena. Trae siempre un maletín de tela roja muy desgastado, de donde saca una Coca Cola familiar y algo que nunca he alcanzado a descifrar qué es: algún comestible energético o una quesadilla grasosa, no lo sé. Siempre se sienta en un tronco grueso y cómodo que tiene la forma exacta de sus nalgas, a fuerza de posarlas en él demasiados años. A veces, el tronco aparece junto a las barras que crecen a los lados del columpio, pues algunos insensatos lo utilizan para subirse a él y alcanzar fácilmente el tubo. Si anda por ahí algún discípulo o practicante profesional, éste se apresura a traerle el trono para que se siente. En él adopta la actitud del salvavidas en su silla elevada, desde la cual pasea su larga mirada de horizonte a través de unos binoculares que se llenan de mar. Así, nuestro hombre empieza a volverse árbol, a echar raíces, a crecer a fuerza de inmovilidad, a practicar la metamorfosis. Hace los movimientos exactos, necesarios. Se levanta a platicar en voz muy baja con alguno de los escogidos, mientras fuma largamente un pequeño cigarrillo Faros, que en su boca luce como el pitillo colgante de la tremenda quijada de Boogie el Aceitoso, o la pipa en el rostro de Popeye. Con él, los forzudos parecen discutir graves detalles técnicos: cómo atacar tal o cual ejercicio y volverlo más provechoso; cómo desarrollar y delinear mejor este o aquel músculo. El único ejercicio que le he visto hacer es el de alzarse en la barra baja más cercana a él, extender los brazos a lo que dan, colgarse con las piernas dobladas y cruzadas, mientras la barbilla sube por arriba de la barra y vuelve a bajar en movimientos pequeños pero ágiles y veloces. Hace una serie rápida de diez sin aparentar esfuerzo, luego da un pequeño paseo y se inmoviliza de nuevo en su trono. Yo no puedo hacer ni medio de estos pulsos. Por eso no me le acerco. No me siento digno. Pocas veces lo he visto irse antes que yo. Llega solo y solo se va. Nadie lo acompaña. Insisto, siempre trae la misma ropa, o tendrá veinte camisetas del mismo color y veinte pants que se han decolorado igual. Este es otro de los pequeños misterios que lo rodean. Pero él no es el único obscuro...

Llámenme Bruce... Al Pequeño Bruce lo conocí porque parte de su rutina era caminar a grandes pasos, en posición de sentadilla y con los brazos extendidos. Una especie de paso de ganso en cuclillas. Como necesitaba espacio, transitaba por un carril que se forma entre una cancha y otra. Cuando él realizaba ejercicios en este lado de las canchas, yo debía tener cuidado de que no lo golpeara intempestivamente un balón, al rebotar contra el aro y dirigirse a su lado. Él es incapaz de perturbarse. Debe medir 1.55, su rostro practica la inmovilidad y está picado de viruela; los ojos, quizá rasgados, se esconden tras unos lentes oscuros de piloto aéreo. El pelo es recto y espinoso, cortado a cepillo. Siempre se quita la franela o la playera y realiza sus ejercicios con el poderoso torso desnudo. Son tan raras sus rutinas y las realiza con tal facilidad que al principio uno piensa que el tipo es un payaso. La opinión cambia cuando uno trata de realizar cualquiera de ellas. Requieren una destreza, una fortaleza y una concentración realmente especiales. Puede realizar spleets laterales y frontales completos, con lo que quiero decir que las extensiones laterales son al máximo, tanto, que el polvo de arcilla le deja una marca en los testículos. Pero lo que realmente impresiona y que sólo lo he visto hacer una vez, es su manejo de los chacos. Es un verdadero artista. Un espectáculo. Los maneja con ambas manos y hace los ejercicios más difíciles a toda velocidad, sin equivocarse ni titubear. Con ellos, podría enfrentarse a cuatro cabrones a un tiempo y romperles la cabeza por igual. Llámenme Bruce es aún más silencioso que El hombre que deviene árbol. Lo he visto saludar con la cabeza a alguien dos veces... y también cruzó algunas palabras en voz baja con el hombre-árbol. Mis respetos para ambos. Vale. 
CarlosGarcía-Tort [email protected]


 

     
     

    LEDUC, LA MOSCA Y UN CODAZO

    Sentí mucho no haber podido participar en la presentación de la obra reunida de Renato Leduc que se celebró en el Salón 6 de la fil tapatía. Me lo impidieron una errática invitación de los editores y el oportunismo del señor Jorge Esquinca y de sus, sin duda, valiosos amigos (tiene razón García Montero cuando dice que los poetas andan en las nebulosas de la inspiración, pero armados de cuchillos cachicuernos y de machetes costeños). Estos personajes se apoderaron de la presentación, publicaron un desplegado en el periódico Mural y armaron una confusión muy curiosa, pues en el anuncio pagado por los señores editores apareció la programación original. Ni modo. Quise evitar problemas (cada vez que ese señor aparece en mi camino tengo que hacerme a un lado, pues en materia de codazos es más entusiasta que un entregador de currículums al presidente) y preferí no asistir. Expliqué a Patricia Leduc mis razones para hacerme a un lado y me puse a escribir estas líneas sobre uno de los poetas fundamentales del pasado siglo mexicano.

    Renato Leduc no tenía la voluntad tenaz de la mosca y, por lo mismo, se resignó a no hacer obra perdurable. El destino lo traicionó y, sin proponérselo, una parte de su obra se convirtió en nacional, aunque, para su fortuna y la nuestra, nunca accedió a la peligrosa categoría de canónica.

    Eran muchas sus curiosidades y entusiasmos. Amó a la ciudad capital y la vio crecer de manera teratológica; su afición a la fiesta de los toros tenía que ver con su espíritu bohemio, y cultivó una tranquila aceptación de la precariedad de la condición humana, mientras buscaba la belleza y mantenía su alegre apego a todos los "alimentos terrenales". Así lo decía: "Que el caramelo que mi boca chupe será siempre tu nombre, Guadalupe."

    Irreverente y alegre, Renato no bajó la cabeza ante cacagrande alguno. De todo se burló sin acrimonia y lo hizo para ejercer la crítica, divertirse y divertir a sus muchos lectores.

    Amó las formas poéticas y las buscó y encontró con una notable facilidad. Su oído era privilegiado. Como sus buzos diamantistas alcanzaba grandes profundidades y, con un gesto lleno de naturalidad, recogía extraños corales y flores pulidas por el padre Océano, mientras veía pasar sirenas, nereidas y otros seres del mundo de Poseidón.

    Tal vez la mayor irreverencia de este genial burlón sea la que extrajo de la metafísica para ubicarla en el corazón mismo de lo humano más canalla y tabernario, su "Prometeo sifilítico". En esta inteligente parodia (algunos críticos superficiales han creído ver en ella un simple "divertimento") el benefactor del género humano castigado por los dioses, el dador del fuego indispensable para la vida, recibe a los mensajeros del padre Zeus con palabras ingeniosas y llenas de una sorna heroica. Al último, lo despide a la mexicana, diciéndole: "Mensajero fatal, chinga tu madre." Estas son las palabras finales que se escuchan en las rocas del suplicio.

    Damas deseosas de conocer elefantes, personajes de los "tiempos en que era Dios omnipotente y el Señor Don Porfirio presidente"; manos inquietas en la penumbra de las salas de cine abriendo braguetas, luchando con ligueros estrictos o descifrando inextricables sostenes; los tiempos del amor y de la retirada, el tiempo perdido que los santos lloran; personajes de la ciudad nocturna, novias insolventes; rimas invitadas, ritmos perfectos, música encontrada, ingenio a borbotones encauzado por la sabiduría formal... todo esto y mucho más constituye el ser poético de un personaje de la vida pública mexicana que, como López Velarde, nunca tomó en serio los sesos de su cráneo y, sin proponérselo, se convirtió en un poeta nacional y en un testigo imprescindible de algunos momentos esenciales de nuestro tiempo histórico.

    En la plaza de toros, sentado junto a María Félix y Agustín Lara que padecían con gozo el jovial abucheo de los asoleados (con o sin frío, la Doña se envolvía en su visón de invierno europeo), Renato tomaba el pulso de la contradictoria sociedad mexicana. Por otra parte, periodista de tiempo completo, seguía el acontecer del mundo y del país y lo comentaba socarronamente, en verso o en prosa, en revistas como Don Timorato y en los diarios de la capital. Abominaba de la superchería, la demagogia y la corrupción de la clase política y sabía burlarse de los autoritarismos de todos los signos. El stablishment en esos tiempos, tan seguro de sus fuerzas y de la eficacia de sus dueños, asumía la burla del poeta e intentaba limarle los filos con el argumento del pintoresquismo y el comentario sobre las excentricidades de los bardos, pero es claro que cuando esas burlas rotundas daban en el blanco, algo se descascaraba en el muro del sistema monolítico.

    Algunos poemas de Leduc cumplen la función crítica que, en un tiempo, llevó a cabo el expresionismo alemán. En ellos lo caricaturesco, fortalecido por el excelente oído del escritor, no se pone al servicio de una ideología o de un programa político, pues pertenece por entero a los mundos de la ética y de la estética y, por lo tanto, lamenta la fealdad del sistema sociopolítico, los horrendos contrastes económicos y la injusticia radical que corrompe a la sociedad en todos los niveles. Otros se realizan en el puro regocijo de la forma y en el jugueteo verbal: "Hay elefantes blancos, pero no son comunes./ Son como la gallina que pone huevo en lunes", informa a la dama interesada en los elefantes y, en su poema más memorizado y hasta musicalizado (nunca le entusiasmó la idea de "verse en discos"), se autodesafía con la palabra tiempo que es de oro y se pierde dichosamente en la indolencia del amor de la que hablaba Villaurrutia.

    Renato resolvía el tema de la vida y la muerte del poema desinteresándose por completo de su perdurabilidad. Se recreaba en su carácter efímero y huía de los actos consagratorios.

    Ver reunida la obra de Renato Leduc gracias al esfuerzo de Edith Negrín y al apoyo del Fondo de Cultura Económica, es muy importante para la poesía moderna de nuestro país. A Renato estas cosas le importaban un rábano. Tal vez por eso su poesía mantiene intocada su novedad y, dando cabriolas, se sale del canon y regresa a la nebulosa primordial para que un nuevo ímpetu creador le dé una nueva forma.
     
      Hugo Gutiérrez Vega [email protected]