Ojarasca 45  enero 2001

oja-chavos


Al mismo tiempo
en Texcatepec y Nueva York

Alfredo Zepeda


Hace décadas que los poblanos de la Sierra Madre Oriental se movilizan a Nueva York, y transforman sigilosamente la isla de Manhattan en Manhatitlán. Los otomíes del Valle del Mezquital están asentados hace tiempo en la bahía de Tampa en Florida, donde sus albañiles participaron en la construcción de la ciudad de Clearwater, y viven allí hace veinte años.

En la sierra de Veracruz, la fiebre de la emigración comenzó apenas hace cuatro años, cuando Lorenzo Téllez se apareció en la comunidad de regreso de Nueva York, tras diez meses en los que no se sabía de él. Los jóvenes de la comunidad ñuhú de Amaxac se juntaban a escuchar por la tarde sus historias de los barrios de Queens. Ahí, un griego llegado de los suburbios de Atenas y ahora dueño del restaurant Neptune solicitaba gente para lavar platos y limpiar pisos. Aquello se llenó de poblanos, colombianos, guerrerenses, chiapanecos, ecuatorianos y morenos de Puerto Rico. Al oriente de Manhattan empezaron a llegar los del municipio vecino de Tlachichilco a tejer adornos en las florerías de la calle 30 y como meseros en los bares del vecindario de Astoria, al norte de Queensborough.

Basta juntar un grupo de cuatro o cinco y hablarle por teléfono al Tony, jefe de una banda de polleros que se encarga del cruce por 1 600 dólares con todo y boleto de avión de San Diego al aeropuerto de La Guardia en Nueva York.

Los primeros en animarse fueron los mestizos de El Encinal pero luego se sumaron algunos de El Papatlar. En el auricular del teléfono de Tierra Colorada se escucha la voz del Tony: "Vénganse en el avión de México a Tijuana; cuesta dos mil quinientos pesos. Del aeropuerto tomen el taxi al hotel Don Juan y allí los espero".

Lo más importante es tener un amigo o pariente entre los que ya trabajan del otro lado, en Nueva York, para que envíen el pago del coyote por Western Union cuando ya se está a salvo de la migra en la casa de seguridad instalada en San Diego.

Pronto comenzaron a llegar las noticias de las primeras tandas de mojados. Trabajos hay. Casi todos en los restaurantes lavando cacerolas, limpiando mesas y entregando delivres de comidas a domicilio. El Neptune contrató a los primeros tres; otros se acomodaron en la pizzería Lambrini y algunos más en la marqueta de los chinos de la Ditmars Avenue en Astoria.

Después se animaron los ñuhú de El Pericón. Habían estado masticando las pláticas de Rey Sanantonio Gómez, uno de los primeros otomíes que aprendieron los pasos de los Téllez y de los hijos de Jacinto Barrón. Bajo los cedros blancos, por la vereda del cerro del Brujo escuchaban fascinados: en el Bronx, al norte de Manhattan un dominicano recibía mojados para trabajar en la pizzería Del Valle, por la "Melrose aveniu". Bernardino Femando y su primo Leonardo se arriesgaron al viaje, y sorprendieron a la comunidad cuando llegó el aviso de su llegada apenas cinco días después de que los vieron atravesar el río Vinazco. También había trabajo en los carwash de la Courtland, un poco al sur de los enormes condominios donde habitan los negros del Bronx. Allí se puede trabajar dos turnos de doce horas, día y noche.

La pasada de la frontera comenzó a complicarse con la Operación Guardián. En Tijuana la migra reforzó los obstáculos con tres cercas, una de ellas fabricada con las planchas de acero que instalara el ejército estadunidense en los desiertos de Kuwait para las pistas de aterrizaje, cuando la guerra del Golfo Pérsico. Ricardo Barrón tardó veinte días en pasar, después de seis intentos. Una de esas veces lo descubrió la Border Patrol en la parte trasera de un Pontiac, escondido debajo de las enaguas de una mujer gorda que el pollero contrató para intentar pasarlo por la línea. No le quedó más que caminar dos días por el desierto, ocultarse en los breñales, meterse luego en un trailer atiborrado con doscientos mojados y llegar así hasta Los Ángeles, entre sudores y con la ropa enlodada, para tomar por fin el avión hasta Newark, frente a Nueva York.

Los inspectores de la migra extendieron razzias intermitentes al aeropuerto Kennedy, para interceptar también las llegadas. A Marcos Antonio lo detuvieron once veces en tres semanas en la línea de Mexicali. Por fin, entrenado como está a subir laderas y bajar cañadas en la sierra, logró cruzar desiertos y lomeríos para conectar con la camioneta del pollero y llegar a Tucson, junto con una parvada de treinta, entre guerrerenses y veracruzanos.

Con todo, el éxodo no se detuvo. Pronto los otomíes y tepehuas de Tzicatlán y Agua Fría descubrieron nuevas rutas y contactos. Como muchos otros de Texcatepec, Eucario Guzmán y su hermano Julio tomaron el avión de Hermosillo, allí se treparon al autobús para Cananea y luego cambiaron a taxi hasta Nogales y en dos días estaban en Phoenix, Arizona. El pollero optó por subirlos al Greyhound junto con otros cinco de Zontecomatlán y emprendieron viaje hasta Manhattan, tres días con sus noches, rodeando por Las Vegas, Salt Lake City, Chicago y Pennsylvania.

Al poco, los otomíes de El Pericón ya tenían rentados dos apartamentos en la calle 157 del Bronx. Se reparten la renta entre ocho, de a cien dólares por cabeza, más otro tanto para la comida y el teléfono. Beto Mariano entra al lavado de los carros a las seis de la mañana y Adán Reyes lo releva a las seis de la tarde. Junto con un par de poblanos, con otro de Pachuca y un salvadoreño, cepillan interiores con la aspiradora, secan cristales y faros, limpian las llantas. Los carros --remolcados por una cadena entre dos rieles, en medio de los chorros de agua reciclada-- marcan el ritmo del trabajo. Les pagan a 3.75 la hora: 250 dólares a la semana, más lo que se junta en la caja de las propinas.

El dominicano dueño de un restaurant en Harlem, le paga a Diego Hernández en una hora lo que éste ganaba en todo el día chapeando rastrojos en Ayotuxtla --la mitad de lo que recibe en el mismo Nueva York un trabajador con papeles. Diego se levanta a las siete, amontona ropa sucia, encarga el pago del gas a sus compañeros, se lava de prisa y sale, sin tomar café, con el ansia de llegar a tiempo. Cinco minutos tarde y le descuentan tres dólares. Vienen las doce horas de lavar platos, salir en bicicleta, entregar delivres a contra reloj, limpiar mesas, enjuagar lechugas, relevar a los demás empleados en la máquina de hacer café. Así, sin tregua, cada día. Celerino Herculano recuerda que en los últimos meses del año sólo descansó tres días: el del torqui (del guajolote), que llaman día de gracias, el día de crismas y el del año nuevo.

Casi todos los emigrantes de Texcatepec son jóvenes solteros o con poco tiempo de casados. De cada comunidad ya han salido entre diez y cincuenta. En Tzicatlán suman 46 los que en dos años han optado por el camino del norte. El ciclo de estancia por ahora oscila entre ocho y dieciséis meses. En las primeras doce semanas todo el trabajo es para reintegrar el préstamo para el pago del coyote.

Las mujeres no se han sumado al movimiento migratorio, aparte de dos o tres. Ellas permanecen como raíz de la comunidad. Las suegras cuidan de sus nueras en el seno de la familia extensa. Todas viven colgadas de la espera de noticias de los ausentes y piensan todo el tiempo en la llegada de las remesas para pagar los peones de la siembra del maíz. En Amaxac ellas son ya la tercera parte de la asamblea comunal, en el lugar de los hombres. Ya aprendieron el camino al telégrafo de Huayacocotla para recibir los giros y al de Tulancingo para retirar los depósitos enviados por Faster Envíos o por Elektra. Radio Huayacocotla, la radiodifusora indígena local, trasmite más de veinte mensajes diarios, entre complacencias de huapangos solicitados desde Nueva York y recados a las familias: "Se avisa a Norberta Fernando que vaya a recibir llamada en la caseta telefónica de Tlachichilco a las diez de la mañana, de parte de su esposo Rey Bonilla".

La ubicación en los barrios de Nueva York ya se va definiendo. La mayoría de los otomíes viven en Astoria, en Queens. Los de Pericón, Ayotuxtla y Pie de la Cuesta se concentran en el Bronx, por la calle 140. Otros, arrastrados por la nostalgia del campo van conociendo empleadores en New Jersey y en los llanos de Pennsylvania para cosechar jitomate y plantar legumbres junto con dominicanos y nicaragüenses. Algunos se animan más allá de Washington, a Carolina del Norte, donde confluyen con los otomíes hidalguenses de Huehuetla y Tenango de Doria, en las empacadoras de pollos. Hasta allá se fue Teódulo Marín buscando el salario de siete dólares la hora. Gana lo mismo que lavando platos en Queens, pero en semana inglesa de cuarenta horas.

Los domingos, día de plaza en Tlachichilco, los familiares de los mojados se amontonan alrededor del teléfono público, esperando las llamadas de Nueva York. La caseta de Tzicatlán acumula ya ocho mil pesos al mes en telefonazos al otro lado.

El Tratado de Libre Comercio, que abrió las puertas sin reserva alguna a la chatarra electrónica y al maíz amarillo de Illinois, paradójicamente incitó a los desposeídos a brincar bardas y a cruzar desiertos. Esta emigración, dicen los demógrafos, es como una llave de agua que se abre poco a poco: el chorro sigue el curso de las primeras gotas. Los otomíes ya se aprendieron la ruta de Nueva York. Sus pasos van a seguir marcando los caminos hacia el norte, como acostumbran desde antiguo ampliar las veredas en la sierra.

En tanto, las comunidades del pueblo ñuhú aprenden también a integrar en su vida y en la costumbre colectiva estas andanzas.

Este es un nuevo episodio en la centenaria resistencia indígena. Resistir pues, para no desbaratarse con el éxodo, y para aprender, poco a poco, como se vive al mismo tiempo en Texcatepec y en Nueva York.

regresa a portada