La Jornada Semanal, 21 de enero del 2001


Enrique López Aguilar

ASÍ TE FUISTE, NAHUI, TAN CALLANDO…




María del Carmen Mondragón Valseca (1893-1978) fue hija del general Manuel Mondragón, uno de los golpistas de la Decena Trágica. Entre 1897 y 1905, Carmen había recibido una esmerada educación en París; gracias a esa estancia, llegó a dominar la lengua y la literatura francesas. Desde esos años, Carmen mostró una inteligencia excepcional, un talento precoz para las artes y la vida, una curiosidad interminable e inclinación por la literatura, especialmente por la poesía, y permitió entender, a quien pudiera, su notable precocidad sexual.

Al regresar a México, la familia se instaló en su casa de Tacubaya y la adolescente ingresó al Colegio Francés de San Cosme para convertirse en una de las “yeguas finas” de la institución que dirigía Madame Marie Louise Cresence. Allí redactó la totalidad de los textos (escolares, en principio) que después recopilaría en el libro A los diez años, en mi pupitre. De acuerdo con lo que el Doctor Atl cuenta en Gentes profanas en el convento, la monja llevó el fajo de tempranos manuscritos al convento de La Merced, donde vivían Atl y Carmen, para que fueran publicados o se les diera un mejor futuro que el olvido.

A los veinte años, Carmen se había convertido en una frondosa mujer que casi fue obligada a casarse con el joven diplomático Manuel Rodríguez Lozano, en 1913, después de la Decena Trágica. La pareja viajó a Francia para encontrarse con el general Mondragón, donde Carmen conoció los trabajos vanguardistas. Permaneció allí hasta 1921, después de haber hecho sus pininos en pintura, de haber parido (¿y asesinado?) un hijo y de haberse aburrido mortalmente con la titubeante sexualidad de Rodríguez Lozano. La extensa temporada europea, como etapa formativa, no difiere en apariencia de la de Alfonso Reyes, quien también se vio obligado a salir de México por el peso del apellido paterno, ni de las de Diego Rivera, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier o Miguel Ángel Asturias, salvo por la manera como cada uno de ellos asimiló y resolvió dicha estancia: para Carmen Mondragón, significó descubrir las posibilidades de expresión personal a través del trabajo pictórico, el encuentro definitivo con sus inquietudes intelectuales y la corroboración volcánica de su vocación sexual; también, sumergirse en un estado de trastorno que nunca la abandonaría.

En 1921, Carmen dejó Europa; sabía que deseaba divorciarse de Rodríguez Lozano, que era la mujer más bella de México (donde fue pionera de la minifalda), que tenía veintiocho años, que estaba en plenitud de poderes y que pretendía ser poetisa y pintora. Lo que ignoraba era que el 22 de julio conocería al Doctor Atl, que sostendría con él, durante cinco años, una relación apasionada y que él le daría el nombre con el que después sería famosa: Nahui Olin (“Movimiento renovador”, o “Cinco movimiento”).

Los años veinte y treinta abarcarían las casi dos décadas de fulgor de Nahui: mantuvo cinco de intensidad amorosa con Atl para, después, volverse amante del pintor y caricaturista Matías Santoyo, del fotógrafo Antonio Garduño, del capitán Eugenio Agacino, aparte de unos borrosos Adolfo, Federico, Lisardo y Orlando; publicó Óptica cerebral. Poemas dinámicos (México Moderno, 1922), Calinement. Je suis dedans (Librería Guillot, 1923), Nahui Olin. A dix ans sur mon pupitre (Cvltvra, 1924), Nahui Olin (Imprenta Moderna, 1927), Energía cósmica (Botas, 1937); expuso en repetidas ocasiones su obra pictórica (la última importante, en 1941) y sus desnudos fotográficos fueron motivo de exposiciones y de publicación, en Ovaciones; fue fotografiada por Edward Weston y se relacionó con el mundo intelectual
del momento.

En su trayectoria se advierte un sintomático fenómeno productivo: el mayor número de publicaciones coincide con la etapa de su amor por Atl, mientras que la obra pictórica y su condición de sujeto fotografiable se extienden desde 1927 hasta 1941: catorce años. Su poesía se inclinó por el estilo vanguardista de la época, que parece cercano a la trastornada sensibilidad de Nahui. En sus textos se percibe un voluntarioso vitalismo, una pasión sexual que nunca cede y un narcisismo desbordado. Lo único que no se percibe es verdadera poesía. Su turbulencia carnal se traduce, en la obra pictórica, en suaves escenas elaboradas con estilo naïf: aunque el tema sexual es recurrente en pintura a través de la exposición de sus amores, Nahui produce más un sentimiento de gracia y ternura que de vorágine; ignoro si supere la condición de documento visual acerca de esos años de la cultura y la sociedad mexicanas, sé que, igual que su poesía, es un monumento erigido a sí misma y a la conciencia de su belleza.

Después de veinte años de esplendor de Nahui, el silencio, la gordura, la vejez, la locura, la soledad. Se sostuvo con una magra beca que Bellas Artes le pagó quincenalmente hasta el día de su muerte, el 23 de enero de 1978. Los días de quincena compraba carne para el tumulto de gatos que vivía con ella y, después, despilfarraba el resto en el “Casino Español”. Cuando necesitaba dinero, abordaba a los transeúntes en la Alameda con los desnudos de su juventud y lograba conseguir jóvenes amantes que satisficieran una ansiedad sexual que no se atemperó con la edad… Gorda, fea y vieja, pero con unos inolvidables ojos verdes, murió a los ochenta y cuatro años en la soledad de su retiro sin que nadie pareciera haber reparado en quién fue Nahui.

La hermosura de Carmen Mondragón obstaculiza el aprecio objetivo del valor de la obra: las reverberaciones de su encanto todavía nos alcanzan. Creo que la fascinación por ella es más personal y biográfica que artística. Su magnetismo, su carácter escandalizador, su desinhibición, su descaro y su belleza, corroboran la idea wildeana de que la vida puede convertirse en una obra de arte, como se deduce del emblema del segundo libro de Nahui: Cariñosamente. Yo estoy dentro.
 
 
 


 El camino de Henry Bachau
 
 
 

Edipo escribe cosas que no podrían decirse.
Quizá la escritura va a volverse más humana que la palabra.
Henry Bauchau, Edipo en el camino

 

El novelista Henry Bauchau (1913- , Bruselas, Bélgica) ha combinado a lo largo de la vida sus dos vocaciones: la escritura y el psicoanálisis. Por eso la decisión de escribir una novela sobre Edipo en el camino a Colona es, al mismo tiempo, una empresa natural y una aventura peligrosa. Natural porque el mito edípico es el mito paradigmático de la teoría freudiana, peligrosa porque al ser la novela de un psicoanalista, estaría siempre en peligro de psicoanalizar a sus personajes y de explicar los impulsos de los protagonistas a través de las convenciones del lenguaje analítico, en lugar de emprender la búsqueda de un idioma que corresponda solamente a la historia que nos cuenta. Pero Bauchau en lugar de sobreponer otra capa de jerga freudiana a Edipo, el más popular, el más vulgarizado –y por lo tanto simplificado hasta la distorsión– de los mitos griegos, consigue aquello que Schwob, Borges y Yourcenar lograron antes que él; destilar el lenguaje hasta lograr “la primitiva claridad de la magia”.

Consciente de cuáles son las dificultades que debía sortear para que su relato fuera una novela cuyo origen descansara en el mito y en Sófocles, no en Freud, Bachau no nos explica los actos de sus personajes, aunque estén cargados de significado. Enuncia sentimientos, describe acciones, nos hace escuchar diálogos, y nos deja a nosotros la tarea de entender a los personajes y su historia. Deliberadamente enigmática, la historia se despliega como una coreografía cuyos movimientos nos conmueven con la fuerza de lo visual, como cuando Calíope la esclava hace renacer a Edipo:

Sube a la cama de Edipo, se pone a caballo sobre sus hombros, después de ponerlo boca abajo. Parece hacer enormes esfuerzos, acompañados por gritos y quejas, para hacerlo salir de su cuerpo.

Danzas, combates, abrazos (curiosamente, muy pocos de orden sexual) hambre, sed, delirio, peste, enfermedades, el éxtasis, los sueños. A lo largo de la novela van quedando las huellas que dejan el cuerpo prodigioso e incompleto de Edipo, los miembros frágiles y diestros de Antígona, su conmovedora hija-hermana, y la destreza guerrera de Clío, su acompañante. Bachau mismo explica en Jour aprés jour, el diario que escribió de forma paralela a Edipo en el camino, que el estudio de la pintura de Eugène Délacroix La lucha con el Ángel y del grabado La ola de Hokusai, son algunas de las influencias más importantes que gravitaron sobre la escritura de este texto; la figura de Jacob se asemeja a la de Edipo, el hombre que lucha en contra de un enemigo cercano y palpable, pero desconocido; la imagen de la ola se repite con su carga de inexorabilidad en el ritmo a veces acezante de esta novela y en el capítulo quinto, titulado así, “La ola”. En él los tres personajes tallan una ola con una barca en un acantilado: “La roca parece una enorme ola que se levanta y que al volver a caer se va a tragar todo.” Allí Edipo deberá vencer el vértigo, el mismo vértigo que atormenta al novelista Bachau, el miedo a la locura y además crear un signo para Teseo, el rey de Atenas, quien al ver la ola de piedra envía este mensaje: “Edipo, al volver de los países del norte, vi la ola que ustedes esculpieron para el mar, para los marineros y para mí. Detuvimos nuestros navíos para mirarla mejor y ver cómo se debe atravesar las tempestades.”

Cerca de Colona, de Atenas y de la muerte, Edipo tiene un sueño. En él, una luz, “pues quizás ya no ciego” y un nombre lo atraen. Antígona lo interroga, y Edipo recuerda por fin el nombre que en el sueño lo llamaba: es Sófocles. “Es alguien más cercano, una especie de padre. Una especie de hijo que el sueño le promete sin develar ni su voz ni su rostro.” Que también hubieran podido ser la voz o el rostro de Henry Bachau.

Henry Bachau, Edipo en el camino, traducción de Laura López Morales, Editorial Verdehalago, México, 1997.
 

 

Luis Tovar
    Nos está llevando la doblada 

    Para Isa
    Hace un par de semanas mi hija y yo fuimos a uno de tantos malls con cine para ver Pollitos en fuga. Ella sabía –es decir, los dos sabíamos– que los diálogos serían en español, pues la película está dirigida preponderantemente al público infantil. Como no encontramos boletos disponibles, buscamos rápidamente otra cinta que se exhibiera en el mismo horario y elegimos El sexto día, protagonizada por Arnold Schwarzenegger. Ni ella ni yo somos grandes adeptos a las historias de aventuras, héroes-sin-un-solo-rasguño y finales felices y edificantes, ni mucho menos consideramos al otrora Conan un estupendo actor, pero solemos –es decir, suelo– ver toda suerte de películas, por lo cual entramos a la sala dispuestos a concederle una vez más, ingenuos de nosotros, el beneficio de la duda al Hollywood palomitero.

    El sexto día no nos pareció una buena película. Cuando terminó, comenté con mi hija que la base anecdótica era interesante (todo comienza con el problema ético que plantea la clonación), pero que la historia perdía demasiado al deslavarse hasta terminar en una lucha del bueno (Arnold, claro está) contra el malo (vaya usted a saber quién, y la verdad poco importa). Ella resumió su opinión con una frase contundente: “Es muy insulsa.”

    El hecho es que si hubiéramos sabido que El sexto día era una más de las ya demasiadas películas dobladas que se exhiben en México, nos lo hubiéramos pensado –es decir, me lo hubiera pensado mejor– para entrar a verla. Al salir, busqué algún aviso que indicara esta anomalía (y subrayo anomalía), que avisara al espectador desprevenido que sus cuarenta pesos no alcanzarán para pagar una obra intelectual completa, en este caso compuesta de video pero también de audio. No encontré ninguna advertencia en la cartelera del periódico que llevaba, en la taquilla, en la marquesina ni en la entrada a la sala. En otras palabras, exhibidor y distribuidor consideran normal, gracias al amparo que a estas alturas manejan como recurso para la impunidad, ofrecer una función de cine mutilada y parchada.

    “!Hey, bastardo, sujétate al emparedado!”

    Aparte del ya clásico “sujétate” para traducir el americanísimo hang on, que tanto se emplea en una película de aventuras (por aquello de que héroes y malos se la pasan colgados de cualquier helicóptero y al borde de cualquier abismo), y que sería mucho mejor traducir como “agárrate”, que es la palabra más usada en México, ahora nos encontramos con que los inefables traductores oyen a Arnold decir: I have a present for you y, sin más, lo hacen decir: Tengo un presente para ti. Sí, es cierto que una de las acepciones de la palabra “presente” es “regalo”, pero ¿no era más fácil hacer que el doblista dijera regalo y ya? (En este momento recuerdo otra película protagonizada por Schwarzenegger, que en México titularon El regalo prometido. A ver, señores traductores, ¿se habrían aventado a ponerle “El presente prometido”, aun a riesgo de que pareciera el título de una película de tema metafísico? ¿Pueden explicar por qué a veces de un modo y a veces de otro, o nomás les sonó elegante decir “presente” en un país en el que nadie usa esa palabra cuando le da un regalo a alguien?) De estas minucias están hechos la mutilación y el parche; así, con estas mínimas diferencias, que juntas conforman un todo en el que ya será imposible discernir qué es correcto y qué no lo es, se nos escamotea media película, sólo en aras de atraer a un público que los exhibidores consideran flojo, analfabeta funcional o cosas peores.

    Tal vez usted recuerde la forma de proceder que estas unilaterales empresas han elegido para cintas como Toy Story, Bichos, una aventura en miniatura (A Bug’s Life) y Hormiguitaz (Antz), para citar tres ejemplos bien conocidos. Por tratarse de cintas para público infantil, estaban dobladas al español. Bien. Sin embargo, tuvieron el amable gesto de añadir a las dobladas un par de copias con las voces originales, que usted podía ver si estaba dispuesto a localizar la inencontrable y duramente accesible sala. La recompensa no era poca: en el caso de Hormiguitaz, recuperaba la voz y las palabras de Woody Allen, que significan media película. Asimismo, la cartelera avisaba de estas excepciones para que uno viera la película que más le plugiera.

    Sin decir agua va

    Si esto sucede con una película tan esquemática, lineal y previsible como El sexto día, no quiera usted imaginarse los problemas por venir cuando el lenguaje pierda la simpleza propia de los diálogos típicos de una película de estas características, si es que continúa en boga la impunidad para doblar diálogos. Como apuntamos aquí hace algún tiempo, no es que el subtitulaje sea perfecto en nuestro país pero siempre será preferible, puesto que con él se respeta la integridad de una obra. Hoy por hoy, lo menos que los distribuidores deberían hacer es advertir que su copia contiene corte y parche o, para decirlo en sus palabras, que está doblada al español, en vez de tratarlo a uno como retrasado mental.

    He mencionado aquí a mi hija no por nepotismo editorial, sino porque es parte de una generación cinéfila a la que, sin decir agua va, están a punto de hacerle un daño incalculable con sus “presentes”, sus “bastardos” y sus “emparedados”. A sus once años, ella puede leer sin problemas todos los subtítulos, si es que se trata de una película que los tenga. No le hacen ningún favor los doblistas con su trabajo francamente mediocre, más parecido a lo que hacen esos vecinos de butaca que te van contando la película dos segundos antes de cada escena (“mira, le va a disparar”, “!uy, se va a caer!”, “no lo alcanza, vas a ver”, etcétera).

    Insidioso como un cáncer, el doblaje en las películas extranjeras comienza a ser una constante cuando uno va al cine y, si las cosas no cambian, muy pronto será una (pésima) costumbre de la que será bastante difícil desembarazarse. Pido disculpas al paciente lector por volver una y otra vez sobre el tema, pero es demasiado grave como para quedarse callados.
     



    La nieve es blanca

    Nueva York, diciembre de 2000. Fragmento de un diario.

    Viernes 29. Se anuncia para mañana gran tempestad de nieve, la peor en cinco años, aseguran. Dos tormentas gemelas (curioso fenómeno, a fe mía), que ya devastaron Arkansas y no sé dónde más, avanzan y van a juntarse en Nueva York, donde estamos Guita y yo. Sólo nosotros en toda la ciudad, tal vez, esperamos con alegría el espectáculo, por su novedad. Empieza, dicen, en la madrugada de mañana. Mientras llega, vamos al cine.

    Sábado 30. Me despierto en la noche, miro por la ventana (estamos en un séptimo piso) y nada. Se frustró la tormenta, pienso, y vuelvo a dormirme. Al despertar, más tarde, todo blanco y la nieve cayendo copiosamente.

    Lo primero que impresiona al que no ha visto una tormenta de nieve es el silencio solemne del espectáculo. Eso dijo, por ejemplo, el doctor Florescano, de Veracruz él y por lo tanto, ingenuo, como yo, en materia de nieve: "qué callado está todo". Sí, el cielo viniéndose abajo, en forma de pluma, en el mayor silencio. Claro, porque nuestro modelo es la tormenta de lluvia, que es tropical, ruidosa como un mambo, extrovertida, con algo de atlético y juvenil. La tormenta de nieve, en cambio, es introvertida, anciana, blanco el cabello, grave como un pastor protestante, solemne y con voto cartujo de silencio.

    Lo segundo es su carácter cegador: la lluvia limpia el cielo, la nieve produce una especie de neblina densa. No ves bien, no se limpia nada, sino, al contrario, se empaña todo. Ha de ser horrible padecer una tormenta de nieve en descampado. Avanzas a ciegas y debe de ser muy fácil perder el camino, borrado por la nieve, un verdadero espanto. Como cuentan los relatos rusos, por ejemplo, La nevasca de Pushkin, donde una tormenta separa, y une casualmente, a tres enamorados.

    La tercera cosa es la duración del fenómeno. Una lluvia tupida dura, en general, muy poco. La tempestad de nieve (blizzard, se dice en inglés, palabra, informa el diccionario de origen incierto) puede durar, nutridísima, horas y horas, más de quince o veinte horas, por ejemplo. Parece castigo meteorológico y no para, sigue y sigue.

    Ahora, claro, el agua de lluvia escurre y se va, la nieve, en cambio, se queda y se acumula, democrática, en todas partes, sin desdeñar nada: las ramas de los árboles, haciendo equilibrio, el arroyo vehicular como le dice el Reglamento de Tránsito o los vehículos mismos, quietos o en movimiento, lo mismo da, las banquetas y los peatones con sus abrigos (muy poca gente usa paraguas bajo la nevada), las cornisas de los edificios, todo queda cumplidamente decorado. En el campo, la nieve acumulada puede cubrir una casa y no dejar salir a sus moradores, pero la gente de allá sabe en cada caso qué hacer, tiene cultura de la nieve y toma providencias.

    Domingo 31. Claridad descomunal de la mañana nevada y sin una nube. Qué sonriente el paisaje. No hay metáfora tan completa de lo que llamamos "pureza" como la nieve reciente. Es en verdad inmaculada. La idea de la falta moral como "mancha" se aprecia muy bien porque todo lo que cae en la nieve resalta con nitidez extraordinaria. Cuánta luz: a la del cielo se suma la reflejada en el gong de la nieve. También la idea muy común de vestido es afortunada: sí, parece que una giganta hubiera dejado caer su capa, o como se dice, su manto, sobre la ciudad, y en cualquier momento podría recogerlo, echárselo a los hombros e irse caminando de montaña en montaña al norte frío.

    La verdad es que es muy buena ocurrencia que la nieve sea blanca. Con cualquier otro color desmerecería. Uno de los ejemplos más famosos de la filosofía moderna, de Alfred Tarski en su artículo La concepción semántica de la verdad y los fundamentos de la semántica (1944) dice así: "la oración ‘La nieve es blanca’ es verdadera si, y sólo si, la nieve es blanca" (y siento una felicidad insensata y perezosa de no tener que explicar por qué es importante esta 
    declaración).

    Pero, claro, tanta pureza, tanta perfección, son flor de un día y no pueden perdurar. La nieve se mancha, decae, se corrompe y podría decir de sí misma como los versos de Pellicer:
     

    Ya sólo queda de mí el lodazal,
    la miserable ruina del agua y su platería.


    El final de la nieve no es feliz, pero es final, y éste tampoco es feliz, pero es el final de esta nota.