Jornada Semanal, 21 de enero del 2001 

Elsa Cross
 

Una estela para
José Carlos





Elsa Cross grabó una estela para José Carlos Becerra en la que aparecen su vida, sus trabajos, sus viajes, sus amores y el viaje trunco que lo dejó sin vida en la primera curva en que aparece el mar Jónico. Elsa habla de las presencias de Claudel, Saint-John Perse y Lezama Lima en la poesía de José Carlos, y abunda sobre el destino trágico de un poeta que decía: "un espejo donde ha caído el mar con un golpe de labios y de mármoles". La maestra Cross recuerda la estela funeraria del marinero Demoklides que está en el Museo Nacional de Atenas y nos habla de otra inscripción sobre muertes por agua: "No tiene la culpa el mar ni tampoco el navío. Me arrebató el destino y al puerto del Hades he llegado." La poesía de José Carlos crece día a día y es tan hermosa como una columna griega.
 
 

Algo que quienes conocimos y quisimos a José Carlos Becerra nos hemos preguntado muchas veces es: ¿qué no habría escrito si hubiera permanecido aquí por más tiempo? Pero ante la inutilidad de esas consideraciones se afirma la obra que sí escribió, y se impone la idea de que todo término es preciso y el lapso de permanencia de cada cual en la vida es único y exacto.

El final del trayecto de José Carlos se escribió como uno de sus grandes poemas. Recuerdo que el dolor que causó la noticia de su pérdida se fue tiñendo con la belleza trágica de su imagen. "Es la muerte de un poeta", dijeron algunos. El salto irreversible a un abismo que lo arrebató hacia otras aguas que no pensaba atravesar. O tal vez sí.

Su poesía estaba llena de presagios. Hay una noche constante (como cuando dice: "Abre tu corazón sus alas negras"), que era quizá una sombra premonitoria. En su poema titulado precisamente "Para la vida", decía:
 

Mi destino te busca. Soy la fecha que el mar
todavía no ha escrito


Esa fue, quizá, la fecha que se inscribió frente al mar Jónico, hace ya treinta años, cuando José Carlos iba hacia Brindisi para embarcarse rumbo al Pireo. No llegó a suelo griego –como tampoco Hölderlin, que tanto amó a esa tierra.

La imagen del final de José Carlos, que veo anticipada en otro de sus poemas: "un espejo donde ha caído el mar con un golpe de labios y de mármoles", me trae también a la memoria una estela funeraria que se encuentra en el Museo Nacional de Atenas, donde el alma o la sombra de Demoklides, un marinero que ha naufragado, contempla desde lo alto de un promontorio la proa de su barco y el mar. A esta estela parecería pertenecer otra inscripción que dice: "No tiene culpa el mar ni tampoco el navío. Me arrebató el destino y al puerto del Hades he llegado."

Si José Carlos hubiera alcanzado a estar, en palabras de Elytis, "bebiendo el sol de Corinto, descifrando los mármoles, cruzando a zancadas los mares de viñas", ¿acaso se habrían agregado otros acentos a su poesía? La deslumbrante belleza de las islas y el mar Egeo, su transparencia, su luz incomparable, quizá habrían disuelto sus sombras constantes, o las habrían reconcentrado, pues José Carlos había dicho que "la melancolía es más hermosa que una columna griega".

La asociación constante de la belleza y el dolor fue, desde mi punto de vista, el elemento más poderoso de la poesía de José Carlos. Fue un poeta trágico, no sólo por su muerte, sino por la forma en que miró la vida. Y el impulso inicial y central de la expresión de su poesía fue el canto. Es lo que encuentro como rasgo más exacto de su elocución.

A sus primeras fuentes, Pellicer y Neruda, cuyas influencias se detectan sobre todo en su obra anterior a Oscura palabra, se siguen, como señaló Octavio Paz en su prólogo a la compilación de El otoño recorre las islas, Paul Claudel, Saint-John Perse y José Lezama Lima, que más tarde dejaron huellas en su campo poético. Incendios verbales, fulguraciones que se tocan como el rayo y el árbol. Ambivalencias entre la imagen abrupta y las cadencias que se entrelazan y fluyen como un río.

Esos otros poetas pueden haber confluido hacia su poesía aportando diversos elementos formales, matices estilísticos y, sobre todo, el impulso del canto. Pero poco tienen que ver en sus temas, en sus motivos poéticos más íntimos.

De un modo único, bajo"la suntuosidad negra de su lenguaje" –en palabras de Paz–, el canto de José Carlos habla de un deambular a la deriva, una navegación melancólica, como si ya describiera el mundo de la muerte, como si mirara ya desde la muerte, desde una distancia insalvable, la diversidad de objetos y pasajes, la proliferación incesante de criaturas poéticas.

Ilustro lo anterior con dos fragmentos. El primero es del poema que dio título a su obra principal, Relación de hechos:
 

Yo miraba igual que los ríos,
verificaba las rotas murallas, los andrajos
humanos que la eternidad retiraba de la muerte
igual que retiran el vendaje de la herida curada.
Yo descubría pasos en el amanecer
y me cegaba aquel silencio que como mano oscura
parecía cubrir la vida de todo lo dormido.
Y esto es del poema "Búho sobre el delirio" del libro La Venta:
Oír que la materia deletrea su peso,
escuchar el ronroneo que hace contra sí
mismo el silencio,
ver cómo cae el cuerpo atrapado por el impulso
de sus límites, rompiendo de pronto ese
dique que la oscuridad usó antes
solamente para sí misma.

Ver de pronto ese peso, esa inmovilidad
pasando velozmente,
oscureciendo con su sombra velocísima
esa parte de nosotros donde la contemplamos
con armas más frágiles que el dolor,
y su caparazón apetecedora de peso muerto.


No sólo tenemos aquí imágenes premonitorias –presentes casi en cada poema–, sino un tono que ya satura los primeros libros y es donde se da la tensión poética específica que conforma esa poesía trágica.

Si lo trágico es, desde la dramaturgia antigua, la tensión extrema entre dos opuestos, podemos igualmente verla en toda gran poesía: permanencia y fugacidad, o muerte y vida, o voluntad y necesidad, destino y libertad, etcétera. Estas y otras muchas cuerdas se tensan y son pulsadas en la poesía de José Carlos, que crea modulaciones específicas.

Como sabemos, la poesía es lo que vibra entre esas tensiones opuestas, en la cuerda que se extiende entre una y la otra, como en una lira. La tensión mayor en la lira órfica de José Carlos se dio entre la vida y la muerte. Una muerte ya presente desde antes, tocando los demás espacios, sobre todo el del amor, vuelto dolor, imposibilidad y distancia; y contaminando ineludiblemente la poesía: "La Palabra, la misma, devorando mi boca."

Ignoro hasta qué punto se habría alterado esa voz si los recursos formales de José Carlos hubieran sido distintos. Octavio Paz decía que hubiera deseado que la poesía de José Carlos fuera "menos río". La evolución natural de su lenguaje poético ya apuntaba en dirección a un verso más cortado y nervioso, como sugería Paz. Sin duda hay un exceso, no ríos sino cataratas verbales en los poemas de José Carlos. No me imagino cómo se habría podido domar esa abundancia, cortar los versos, sin mutilar la necesidad misma de su impulso. Era tal vez en sí un sturm und drang, espacio donde esa expresión de la poesía como canto acaso haya estado más cómoda, descansando en una estructura que avanza en la misma forma que una línea melódica muy libre.

Ese resurgimiento constante del canto, a pesar de las vanguardias de los principios del siglo XX y en medio del hipo posmoderno, ya en marcha hace varias décadas, es otro tema de reflexión.

Por lo pronto, lo que el canto de José Carlos suscita todavía borra líneas de tiempos y de tendencias, de generaciones y propuestas poéticas, pues es, a pesar de su muerte devorante, poesía viva.