Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001 

(h)ojeadas
 

El jinete pielroja

Juan Villoro

Jorge Herralde,
Opiniones mohicanas,
Editorial Aldus,
México, 2000.


En una ocasión, el ingenio de Augusto Monterroso fue puesto a prueba por una pregunta disparatada: “¿Practica usted la equitación?” La notable respuesta convirtió al diálogo en un clásico del periodismo: “Sólo mientras escribo”, dijo el autor de Lo demás es silencio.

Al igual que su admirado Monterroso, Jorge Herralde transformó su vocación ecuestre en asunto literario. En tiempos legendarios (todos los de Barcelona lo son) fue un caballista de alta escuela, un sportsman siempre dispuesto a fracturarse una pierna con estilo. Sin embargo, en algún momento comprobó que las cabalgatas imaginarias ofrecen declives más intrincados que la parda realidad, decidió arriesgar su suerte entre los libros y dedicó sus mejores horas a dictaminar manuscritos, es decir, a apostar más que en los hipódromos.

Cuando Hegel vio a Napoleón en la ciudad de Iena exclamó con dialéctica elocuencia: “¡Al fin una idea a caballo!” El filósofo resumió así su deseo de que la Ilustración circulara por Europa. Aunque es un estratega compulsivo, Herralde está lejos de reclamar títulos napoleónicos; de cualquier forma, también él busca que las ideas galopen y escoge cabalgaduras que ningún jinete podría temperar en la vida real. Editorial Anagrama se ha especializado en corceles sin herraduras. En ese campo pastan los indómitos, los centauros, los pegasos.

Desde su fundación, la editorial dirigida por Jorge Herralde con el perenne apoyo de su esposa Lali Gubern, se caracterizó por su ecuménica heterodoxia. La contracultura, el marxismo alternativo, el situacionismo, los discursos pop, la antipsiquiatría y el nuevo periodismo norteamericano encontraron ahí su mejor foro. Para mi generación, Anagrama representó una universidad abierta que jamás se rebajó a la ofensa burocrática de expedir títulos, un Woodstock de la cultura donde se gritaban mil y una instrucciones para cambiar el mundo. Herralde fue el editor que la era de Acuario y los diseñadores de utopías necesitaban en castellano. Sin embargo, se sobrepuso con facilidad a los temas de moda y las vanguardias con fecha de caducidad, y supo adaptarse a las nuevas contraseñas de la imaginación. En los años setenta y ochenta sus apuestas se desplazaron a la ficción. Para sorpresa de sus colegas, ganó derbies con caballos negros: Patricia Highsmith, John Kennedy Toole, Albert Cohen. Su conocimiento de las más diversas literaturas y su intrépida curiosidad lo llevaron a editar autores que apenas despuntaban en sus países de origen y que él ya miraba como clásicos futuros. Hace poco, Jean Echenoz recordó que casi todos sus editores extranjeros dejaron de publicarlo al comprobar que sus novelas eran rigurosamente minoritarias. La solitaria excepción fue Jorge Herralde, el visionario que parecía haber leído Me voy antes de ser escrita y de que le otorgaran el Goncourt.

Hoy en día la colección Panorama de Narrativas ofrece el repertorio de mayor prestigio de autores traducidos al castellano; a tal grado que se necesitan binoculares infrarrojos para dar con las presas que se la han escapado a Herralde en su safari. Nabokov, Manganelli, Tabucchi, Ishiguro, Oe, Ford, Capote, Pavic, Barnes, Magris, integran la larguísima lista en la que por un raro milagro no están Don DeLillo, J. M. Coetzee y otros pocos que los lectores leen como si fuesen de Anagrama. Esta asamblea de los lenguajes cruzados no estaría completa sin descubrimientos esenciales en español. El editor juega sus cartas decisivas en su propio idioma. Anagrama ha publicado las principales obras de Carmen Martín Gaite, Álvaro Pombo, Javier Marías, Félix de Azúa, Soledad Puértolas, Justo Navarro y Enrique Vila-Matas. La presencia latinoamericana no ha sido menos significativa: Alejandro Rossi, Sergio Pitol, Gabriel Zaid, Juan García Ponce, Alfredo Bryce Echenique, Carlos Monsiváis, Augusto Monterroso, Roberto Bolaño, Sergio González Rodríguez, Ricardo Piglia. El catálogo es la auténtica biografía de un editor, su secreto anagrama. ¿Es posible que entre sus muchos libros haya uno que condense sus desvelos y pasiones? Para ponernos a salvo del juego de descubrir el título más personal bajo su sello, Herralde decidió publicar un libro de su autoría. Con elegancia deportiva no se invitó a su catálogo y aceptó la hospitalidad de dos instituciones con las que puede hacer causa común, el Parlamento Internacional de Escritores y la Editorial Aldus.

Las opiniones de Herralde se han ordenado en caravana gracias a los accidentes de la época. “Por razones cada vez más obvias”, como él mismo dice, empezó a intervenir en la prensa y en congresos. Casi sin darse cuenta, se encontró escribiendo una décima parte de los textos que leía, lo cual significa que se convirtió en un Balzac repentino, dispuesto a prodigarse por escrito en los temas que había ensayado en décadas de tertulias.

Opiniones mohicanas recoge el itinerario de un observador atento y apasionado. Herralde sólo escribe de lo que le interesa mucho: sus colegas en la edición independiente, sus autores de cabecera, sus pugnas en pro del libro como objeto cultural. En tiempos donde la imaginación es dominada por el mercado, insiste en defender los circuitos estrictamente literarios. Sus palabras llegan con la urgencia del mohicano que alerta de la supremacía del enemigo, pero nunca están exentas de humor y desenfado. Para sobreponerse a sus rivales enfermos de seriedad, comparte chismes gozosos, se deja aconsejar por la ironía, alterna la chispa rebelde con los favores del sentido común. En el menú de Herralde, el aperitivo es un coctel molotov cosecha 1968, un estallido para despertar a los presentes, que desemboca en una muy tolerante sobremesa. En otras palabras, el mohicano también funge de antropólogo: proclama sus verdades y acepta las de los otros.

Los primeros dos apartados de Opiniones mohicanas muestran al retratista exprés de sus cómplices literarios. La última sección del libro está dedicada a presentar cartas de creencia. En la era de internet y la globalización, Herralde exalta el oficio de Gutenberg y la cultura de la letra. “Somos los libros que nos han hecho mejores”, escribió Borges. Herralde sólo se vanagloria de los libros que ha leído y, como no queriendo, narra la aventura que ha hecho posible que también nosotros podamos leerlos.

Philip Rahv, legendario director de la Partisan Review, señaló que los escritores se dividen en dos categorías:los que montan con silla y los que montan “a pelo”. De un lado los tradicionales, del otro los rebeldes. La frase parece pensada para el jinete que optó por el galope de los libros –el sendero irregular del pielroja–
y en plena ruta descubrió que no estaba solo: detrás de él venía la tribu •
 



 


Demografìa

Para pensar poblacionalmente

Rolando Cordera Campos

 
Luz María Valdés,
Población: reto del tercer milenio,
Coordinación de Humanidades/Miguel Ángel Porrúa Grupo Editorial,
México, 2000.


Dice Carl Sagan que la ciencia es una manera de pensar imaginativa y disciplinada al mismo tiempo. El método, añade, aunque sea indigesto y espeso, es mucho más importante que los descubrimientos de la ciencia. Con ésta y otras frases de gran descubridor, Luz María Valdés inicia su recorrido por otro universo fascinante, el de la demografía y sus jugarretas a través de la historia y el pensamiento.

Población: reto del tercer milenio nos convoca a pensar nuestra sociedad y su evolución de otra manera. Nos invita a “pensar demográficamente” y para ello nos proporciona ricos elementos, una prosa accesible y transitable, suculentos recuadros y tentadoras reseñas memorias, en las que Luz María no pudo evitar caer. Yo tampoco puedo. Véanse las páginas 62 y 63, donde se habla de las veleidades numéricas de las poblaciones que acosan sin piedad a los censos y sus usuarios: “hay números –dice nuestra autora– hacia los cuales la población se siente atraída y números de rechazo, hay olvidos y hay descuidos voluntarios”. En el caso de las pirámides de población de México, desplegadas por edades, Luz María señala que el número 41 es el que cuenta con menor número de personas. Y aquí el recuadro alusivo: “México tuvo un presidente cuyo yerno fue descubierto en situaciones incómodas para la familia; el número de personas que estaban en esa situación era 42 y el yerno logró escapar antes de que llegara la policía, por ello quedaron 41; este número es rechazado por hombres y mujeres al declarar la edad.”

Pensar demográficamente es indispensable para todos, y no sólo para la necesaria reflexión sobre lo que somos o hemos sido, sino para la obligada discusión sobre lo que queremos y podemos ser. No hay colectividad nacional, sociedad económica o Estado que pueda gobernarse y proponerse mejorar o enfrentar la adversidad, sin desarrollar esto que el libro nos propone: empezar por la población y su implantación en el territorio, para luego, al atender a sus ritmos y composiciones, inclinaciones a la juventud o la vejez, plantearse los grandes desafíos del desarrollo económico y social, la producción y su crecimiento, la asignación de los recursos, la distribución del ingreso y la riqueza. Nada de esto se hará bien si no está siempre la población en el centro, pero también a los lados y por delante.

Quizás una de las vertientes explicativas de nuestros recurrentes descalabros en la gestión estatal de la economía, resida en un deficiente pensar demográfico que ahora, con esfuerzos como el que comentamos, o como el que ha desplegado el Consejo Nacional de Población (conapo), podemos empezar a subsanar con eficiencia creciente y, esperemos, con éxito en la planeación de las acciones para lo que viene.

Virtudes tiene muchas este libro, pero me atrevería a sugerir que su logro mayor es que está imaginado y facturado, con acierto, para que esta forma de pensar se transmita con eficacia a las nuevas generaciones, a través de la enseñanza y la práctica académica en general, mediante el uso adecuado de los métodos que nos ofrecen los adelantos tecnológicos. El libro es un aporte valioso para la renovación de la reflexión sobre la sociedad, y será, supongo que ya es, un éxito académico y editorial.

De implantarse esta manera de pensar demográfica, la historia de hace cuatro mil años que nos cuenta Luz María citando de nuevo a Sagan, en la que un autor sumerio se lamentaba de que los jóvenes fueran más ignorantes que sus padres... puede no repetirse entre nosotros.

El volumen nos remite a las historias del poblamiento y a lo que sobre él se ha pensado a través del tiempo. Nos introduce a los elementos del estudio poblacional y nos presenta el análisis demográfico y los estudios básicos de población: fecundidad y mortalidad, fuerza de trabajo y educación, migración, género, etcétera, hasta llegar a un examen sucinto pero sugerente de las políticas nacionales e internacionales de población. Al final, en el capítulo cinco, nos invita a lo que llama temas del tercer milenio: el envejecimiento demográfico, la cultura del envejecimiento, la población y el medio ambiente.

La población y su ritmo, estructura y distribución territorial y política, nos indica la autora, conforman procesos y variables que no se explican por sí solos, sino en permanente y estrecha comunicación con la cultura, la economía y los desarrollos nacionales. Entre el “gobernar es poblar” y el bono demográfico del que hoy hablamos con alguna esperanza, hay una historia intensa, entre otras cosas por breve, de cambios políticos y mentales, en el uso y el abuso del suelo, y, sobre todo, de mutaciones económicas y sociales de gran envergadura. Hoy, lo sentimos, entramos en un nuevo arco histórico, que estará marcado también por la o las maneras como se desenvuelve la población y la sociedad aproveche o no las novedades promisorias de que dicha evolución es portadora.

El cambio económico está signado por la reestructuración productiva y de las relaciones con el mundo, pero su realización social, su aprovechamiento en términos de equidad y fortaleza nacional, dependerán en alto grado de la manera como se entienda el también portentoso cambio poblacional que sustenta el que tiene lugar en el carácter y la estructura de la sociedad que se asoma al nuevo milenio. México puede ser pronto el primer socio comercial de Estados Unidos, igual que un territorio productivo poblado por el comercio y la inversión europeos. La globalización dejará entonces de ser un asunto de flujos comerciales o financieros bilaterales, para convertirse en vivencia cotidiana y multidimensional, disparada hacia un mundo ancho pero nada ajeno.

Lo anterior traerá para México renovados desafíos a su organización estatal, dentro de los cuales la variable demográfica será crecientemente dinámica, no sólo para el medio o el largo plazo, como solemos pensar los que no aprendimos a registrarla, sino en lo inmediato, como lo sienten ya las poblaciones tocadas directamente por los primeros pasos de la internacionalización económica y social del país. El envejecimiento es y será tema del milenio que entra, pero para el siglo mexicano que viene, el de la juventud y su maduración productiva y ciudadana, así como el de la migración, de ida y vuelta si las proyecciones económicas sugeridas arriba se dan, ocuparán un lugar de honor en la gestación de la conciencia demográfica que Luz María busca impulsar.

En las políticas centrales del Estado, la población mutante que irrumpe a la nueva era democrática será actor principal e insoslayable, menos aún postergable en cuanto a sus implicaciones para el rumbo del Estado y su orden. La migración y las edades todavía no nos dan las sorpresas fuertes, pero no hay duda de que surgirán y pronto.

Tenemos aquí un menú completo y lo que hay que hacer es sentarnos a la mesa. El libro de Luz María Valdés debe recibir una amplia divulgación en los medios masivos, que auxilie y abra el paso para que en la opinión pública se asienten esos reflejos demográficos que busca, y sin los cuales las discusiones sustantivas sobre sexo y género, desarrollo regional o educación y empleo que vamos a tener por fuerza en estos años, carecerán, para decirlo tajantemente, de piso y techo•
 


E n s a y o

Entre otras cosas, por una sociedad justa y sensual

Augusto Isla

Hugo Gutiérrez Vega,
Bazar de asombros,
Aldus, México, 2000.


Hace algunos años, en San Juan de Puerto Rico, caminando rumbo a un restaurante chino donde saboreamos un inolvidable cerdo en salsa de naranja, Hugo me habló por primera vez de su Bazar de asombros. Desde entonces se dio a la tarea de escribirlo, poco a poco, paladeándolo, buscando pacientemente el tono. Meses después de aquel anuncio, volvió a México: su ciclo diplomático había terminado. La ilusión de su bazar cobró más importancia para él. Tras largos años de ausencia, Hugo no parecía encontrar acomodo en el país, como si éste no le perdonara su lejanía. Atender el Bazar lo mantuvo vivo.

Por eso este libro, que ahora ve la luz con el sello editorial de Aldus, es doblemente entrañable para su autor. Ha sido como la balsa del náufrago y, a la par, la catarsis de una existencia memoriosa y apasionada por la conversación. ¿Un libro de memorias? Más bien, de andanzas. Demasiadas para llevarlas a cuestas. Era necesario librarse de ellas para continuar el camino con pasos más ligeros. No debió ser fácil poner en orden ni distribuir en sus páginas el torrente de una vida, de un destino que no me atrevería a definir sino por la falta de reposo, por una codicia espiritual y sensual tan peligrosa como fascinante.

Pero el libro, a pesar de su diversidad, posee una arquitectura estricta y, al propio tiempo, graciosa, no obstante que Hugo nos dé a menudo la impresión de ser un alma espontánea y distraída. El título mismo puede inducirnos a engaño, ya que la palabra “bazar” nos remite a la deliciosa promiscuidad de un mercado oriental. Sin embargo, no le creamos, pues sin estorbarse, ocupando cada imagen su nicho, aparecen observaciones, goces, indignaciones, afectos. Todo lo que Hugo Gutiérrez Vega es, como una fiel estampa de sí mismo –aunque él, de hecho, no sea el protagonista–, aparece en este bazar: humor, sensualidad, independencia moral, avidez cultural, alerta conciencia ciudadana. Aunque no parece muy interesado en la cultura francesa, la lectura de su Bazar me lleva a Montaigne, a Voltaire. Pues dados los vaivenes de su espíritu, bien podría suscribir las palabras de aquél: “si mi alma pudiera fijarse, no me ensayaría, me resolvería; siempre en aprendizaje y en prueba”, mientras que de éste porta la lujosa prenda de la tolerancia.

Avidez cultural, he dicho. Hugo se desparrama. En el Bazar caben casi todos los asombros: la música, el cine, el teatro, la gastronomía… Extraño la plástica, aunque no le es ajena, pues él fue quien me dio a conocer los grandes pintores de Brasil: Cavalcanti, Portinari, Do Amaral. Abunda, en cambio, la literatura de aquí y allá: es la pasión, la redención acaso, de este andariego que ha vivido en Italia, Inglaterra, Estados Unidos, España, Brasil y
–cuánto lo envidio– Grecia.

La política no podía faltar. Dos de los nueve apartados del libro se ocupan de ella. Desde su juventud Hugo la lleva dentro de sí, como una espina emponzoñada. En “Aires de la derecha” y “Los medios, la política, los parlamentarios”, no sólo discurre sobre la vida pública del país, sino también pone de manifiesto –sin alarde ni vergüenza– sus lealtades, militancias y pasiones. ¿Amor a México? No, ya que en nombre de este insoportable lugar común todo puede hacerse: ambicionar el poder, escribir malos libros de historia… Hugo no siente amor por esa abstracción sino por ciertas cosas y causas, y se aferra a ellas, aunque no dudo que por momentos su exasperación lo tiente a reclamar el derecho a ser un apátrida.

Paisajes, poetas, glorias gastronómicas, mínimas gestas políticas, amén de sus muertos y sus amigos, se acomodan en este bazar de sus amores. Lo demás es objeto de sus recelos, sus burlas, su ironía. Hace muchos años escribió “Aires de la derecha” en cinco capítulos; recientemente volvió al asunto con nuevos bríos. Se entreveran allí la investigación histórica y la experiencia personal: el autor fue un joven panista. Se le agradecen los matices: la derecha no es una sola. En un extremo ensordecen los fanáticos; en el otro escuchamos la voz pausada de sus intelectuales mesurados y elegantes. Para desgracia nacional, sólo aquéllos han tenido resonancia histórica. Sinarquistas y cristeros estructuraron rudimentarias ideologías orgánicas, vivas y sangrientas; en cambio, el discurso democristiano no pasó de ser un tesoro de las bibliotecas.

Pero la derecha no es cosa del pasado. Está aquí y ahora, por obra y gracia de una juventud educada y moderna, según alguien dijo por allí. Y gobernará este país nacido, por lo visto, para ser destrozado, para vivir el drama de sus yerros, esta vez democráticos, aunque la democracia no sea en este caso sino una domesticada y patética competencia electoral. Y es que, como afirma Hugo, la derecha “podrá quedarse callada, pero tarde o temprano reaparece y recupera sus privilegios y terrenos”. La que ahora se ha encaramado es pragmática y carece de doctrina, a no ser que la miserable retórica del éxito –tragedia de los cretinos– lo sea.

Si reconocemos que a un régimen exhausto –que mal parodió su pasado en las últimas dos décadas– lo sucedió una derecha caracterizada por su servidumbre a la lógica del gran capital y su odio a las libertades del cuerpo, la transición queda reducida a un relevo de ambiciosos, y poco viviremos para no ver la traición de la nueva élite, esbozada ya en su tacañería social y en la pomposidad ridícula de sus festejos. ¿Es esta la nueva república? Pienso en Harry Truman. Cuando le dan la noticia de la muerte de Roosevelt, el entonces vicepresidente llega a la Casa Blanca. Allí mismo, sobre una Biblia formula su juramento; según cuentan, su discurso fue breve: “No esperen mucho de mí.” Si Truman condensa el republicanismo puritano y a la par carnicero de los estadunidenses –¿quién olvida que él y nadie más decidió la masacre de Hiroshima y Nagasaki?–, el nuevo liderazgo nacional es el rostro de nuestras oscuridades: la ignorancia, la astucia, los dobleces del alma católica.

Pero volvamos a Hugo, a quien de manera impertinente he abandonado. En otro apartado de su Bazar –“Los medios, la política, los parlamentarios”– se aproxima a ciertas realidades grises, tan grises como el pueblo de México pintado por el genio de Orozco en Guadalajara: la vulgaridad de la televisión, el fundamentalismo político y económico de la tecnocracia gobernante, la masacre de Acteal. Pero también se inclina, en contrapunto, para recordar a Allende, para atisbar una nueva izquierda, sin grandes pretensiones, modesta pero no menos apasionada; minimalista pero enérgica. Audaz, pero sensata. Al menos la que se agrupa en torno al PRD no ha encontrado aún las claves de su arte para ejercer la política, pues ya imita las viejas convenciones que repudia, e ignorando el sentido del tiempo se lanza a aventuras erráticas y provocadoras.

Hugo, que simpatiza con ella –con la izquierda, digo– deja entrever su queja: nada más lamentable sería que dilapidara su misión y permitiera la disolución de la pluralidad política y el predominio incuestionado de la derecha, como quisieran muchos, lelos con la popularidad de los nuevos señores.

Hugo es algo más que un liberalón, un errático metiche en los asuntos públicos; es un soñador, un utopista. Mínima utopía la suya: respeto a los derechos humanos, tolerancia, justicia social y cachondería; en fin, una utopía democrática que va más allá de sus triviales significaciones electorales, tan mezquinamente cercanas al juego del libre mercado.

Todo el poeta está aquí, “poetizando” el mundo social, imaginándolo más libre, más justo, más lúdico; convocándonos a liturgias inéditas, tan irreverentes como divertidas. De ahí que, como el joven tribuno que fue, nos pida a grito pelado: “Canonicemos a los chichifos, las lesbianas, las esposas, los esposos, los amantes, las amantes, los amantes ocasionales… canonicemos todo lo que da placer y erotiza al mundo. En cambio, veamos con horror a los buscadores del poder y del dinero, a los vendedores de conciencia y de votos, a los desatentos que sólo piensan en sí mismos, a los ‘sepulcros blanqueados’ capaces de cantar loas a sus conciencias nauseabundas.” •
 
 


FICHERO
LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCIÓN




arqueología

• El antiguo occidente de México. Arte y arqueología de un pasado desconocido, Richard F. Townsend (editor general) y Carlos Eduardo Gutiérrez Arce (editor español), The Art Institue of Chicago/Secretaría de Cultura, Gobierno de Jalisco/Tequila Sauza S.A.de C.V., México, 2000, 317 pp.

ensayo (económico)

• México más allá del neoliberalismo. Opciones dentro del cambio global, José Luis Calva, Editorial Plaza y Valdés, Barcelona, España, 2000, 311 pp.

ensayo (político)

• UNAM: Presente ¿y futuro?, Enrique Rajchenberg y Carlos Fazio, Col. Crónica, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, España, 2000, 299 pp.
 

entrevista

• Entre la historia y la memoria, Silvia Cherem S., Col. Periodismo Cultural, Conaculta, México, 2000, 666 pp.

filosofía

• El conocimiento en construcción. De las formulaciones de Jean Piaget a la teoría de sistemas complejos, Rolando García, Col. Filosofía de la Ciencia, Editorial Gedisa, Barcelona, España, 2000, 252 pp.

historia

• Sectas, ritos y taumaturgos, Tomás Dorestes, Col. Para estar en el mundo, Editorial Océano, México, 2000, 257 pp.

narrativa

• Espejismos, Aída Judith González Castrellón, Col. Cuadernos Marginales, Coordinación de Difusión Cultural/Universidad Tecnológica de Panamá, Panamá, 2000, 29 pp.

• Hardscape, Justin Scott, Col. La otra orilla, Editorial Océano, México, 2000, 234 pp.