Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001
 

Olga Saavedra Andrés

Sobre Melmoth y otros fantasmas




El fantasma del Hotel Alsace
(Los últimos días de Oscar Wilde)

Con la obra teatral El fantasma del Hotel Alsace, el autor Vicente Quirarte y el director Eduardo Ruiz Saviñón invitan a explorar una veta frágil en la vida y la obra de Oscar Wilde; una aproximación a lo que pudo haber sucedido en los últimos días de este escritor de origen irlandés, que alcanzó el éxtasis en vida y que conoció el infierno como pago, dirían sus detractores, por sus excentricidades.

Vemos aparecer a un Wilde en cama, presa del delirio y zozobrante. Atormentado por el dolor y la depresión que le causaron dos años de cárcel y la pérdida del amor. Lo vemos viviendo una continuación del encierro pues permanece entre cuatro paredes oscuras. La hermosura de la luz, del sol, es una visión que le resulta insultante. Perdido entre la confusión del día y la noche, la realidad y la fantasía, se aproxima a su hora final; “para los desesperados todas las horas del día son horas de la madrugada”.

Para él, ese cuarto del Hotel Alsace en París es sólo un preludio de la muerte, aunque bien podría ser ya su tumba; vive en “un cementerio a capricho del viento”. Por eso se considera un fantasma, pues vive en otro plano, alejado de amante, esposa, amigos y familiares. Y decide hacerse llamar Sebastian Melmoth, como el personaje de Charles Robert Maturin, con quien Wilde encuentra sin duda grandes semejanzas: el errar en una constante alucinación, la ansiedad y los encuentros –supuestos o verdaderos– que le causan sufrimiento moral.

Como una constante y parte de sus delirios y obsesiones aparece el número tres. Wilde personificado grita cuando alguien toca a su puerta: “¡No, tres no, tres no, por favor. ¡Pues tres son los deseos del hombre! ¡Tres golpes en la puerta de Macbeth! ¡Tres golpes en la vida del hombre que creyó en el amor!” Lo más contundente son los “tres golpes que anunciaron la entrada del juez aquella mañana en que dejé de ser ángel”; es decir, cuando fue pronunciada su sentencia.

Cuando su amigo Bram Stoker lo visita en visiones le indica que podría morir de tres maneras distintas; la primera por su enfermedad en el oído, que se transformaría en meningitis; la segunda porque moriría “de su vida”, y la tercera por sífilis, el mal de la época.

El fantasma del Hotel Alsace nos muestra la fidelidad del personaje que acompañó a Wilde hasta su último suspiro: el dueño del hotel, Jean Dupoirier, con quien cultivó una amistad sólida y casi paternal. Se supone que Dupoirier estuvo con él hasta el preciso instante de su muerte, y en su compañía vemos al escritor vivir momentos apacibles en los que pudo recuperar un poco su sentido del humor, que había perdido en la cárcel de Reading.

Así, la obra tiene una doble función entonces: es sin duda un homenaje a Wilde, pero también es una muestra de gratitud a Dupoirier, por haber cuidado de alguien que es de todos.

Aquí se presenta a un Wilde disminuido como persona y escritor, pero doblemente humano; enfermo y a punto de entrar en el sueño sin retorno. Un Wilde torturado por sus pesadillas, que sobrevive con las migas del pasado, que adivina su destino fatal y se mira al espejo, horrorizado por eso en lo que se ha convertido; “un monstruo inocente”, según le dirá su amigo Stoker.

Quirarte nos presenta a un ángel caído y vuelto combustible para las llamas del demonio a golpes de intolerancia, esculpido por el rechazo social, mezquino y vampiresco. Nos recuerda el único pecado por el que fue destruido: admitir que amaba de una manera distinta a la permitida en su época.

En El fantasma del Hotel Alsace, a los cuarenta y siete años, Wilde se observa en el espejo y se asusta de sentirse aún joven en un cuerpo de viejo y con el alma enferma. Sin embargo, el amor sigue siendo para él la cosa más deliciosa, extraordinaria y maravillosa que hay, “sólo que ha sido mal interpretado”. Así se lo hace ver a Constance, la doncella de quien está enamorado Dupoirier, animándola a dejarse amar o amar sin miedo.

En su delirio invoca a Artemisa, la diosa del amor que tanta dulzura y amargura le donara. E invoca a Absintium y Artemisa como un dúo de protección mientras se deja atrapar en el vértigo.

El final es de una gran belleza. Es reconfortante cuando Wilde reflexiona con su amigo-visión Bram Stoker sobre lo que han hecho con sus vidas, sobre sus obras y personajes, pero sobre todo de los vampiros que chupan la vida, el amor, y comparan a la justicia británica con alguna especie vampiresca. Stoker dice a Wilde que su vampiro ha sido Lord Alfred Douglas y añade: “Duele pronunciar el nombre de nuestros dioses cuando nos han traicionado.”

Stoker da la respuesta a la búsqueda de Wilde, que desea vivir eternamente. Lo dice firme y sereno: “Serás inmortal cuando la sociedad se dé cuenta de que has dado tu sangre. Y será la única mujer que Oscar Wilde ha amado, la literatura, quien te dará la única y verdadera recompensa.”