Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001 

Gabriel Santander
 

Queremos tanto
a Sanborns
 
 
 
 
 

Dice Gabriel Santander que si cambiaran la política de dejar a todo mundo leer las revistas sin pagarlas, “Sanborns, al menos como concepto, se desplomaría”. Y debe añadirse que lo mismo sucedería si una ceñuda sanborsteca (Novo dixit) impidiera el libre paso a los sanitarios (preguntar, por ejemplo, a tianguistas y viandantes de cada domingo coyoacanense). “En el plano codificable Sanborns es una tienda departamental con diversos servicios”, afirma Santander, quien, ataviado con el conocidísimo saco rojo, nos da la bienvenida a esta zona de la cultura popular.




La gran ciudad del rencor y la ternura ha tenido desde hace casi un siglo un lugar que ha llegado a asociarse entrañablemente con la capital, Sanborns. Primero botica Sanborns, es tan íntimo a la geografía de la ciudad que su siglo XX, sobre todo las últimas décadas, no podríamos verlo sin este inmueble departamental.

Y ha corrido cafeína desde entonces. En el plano codificable Sanborns es una tienda departamental con diversos servicios, incluyendo farmacia, restaurante y bar. Es una modalidad que hemos aprendido los mexicanos. Nos gusta, o quizá no nos quedó más remedio que aceptar esta plaga de hombres con saco rojo y ánfora chinesca. Pueblo jodido, para muchos lo más parecido a entrar al primer mundo es pasar a nuestro cercano Sanborns.

Un buen sanborniano ha entrado pedo a comprar cigarros después de las doce, ha leído revistas y libros que no ha tenido que comprar, ha chiquiteado ese cafecito ácido que no deja dormir, ha transeado con tarjetas de crédito, ha tenido que soportar en una atmósfera inconfesable a los cantantes josejosescos del bar, ha comprado condones, cerrado tratos, comido molletes y hasta una pajuela en los baños se ha echado.

Del libro Los cafés en México en el siglo XIX, de Clementina Díaz y de Ovando se desprende que pocos establecimientos como los cafés contribuyen a darle fisonomía a una población. El semblante con que Sanborns contribuyó a pintar la capital se inspira en el desbarajuste urbano que se reúne en su funcionalismo arquitectónico donde sólo cabe la tertulia a condición de estar acordonada por el consumo, es decir, para entrar al café pasas por la tienda. Por efecto de la globalización, un mosaico social amplísimo concurre en el más estudiado anonimato. Entrar a Sanborns es como penetrar a un cómodo lobby chilango, en pants o como sea, para comprar un estéreo o hacerse pendejo, como la mayoría. La democracia de la economía neoliberal tiene allí su recinto. Carso y Slim conocen de fórmulas y la de Sanborns, como su peculiar desinfectante, está pensada en el boceto existencial de los capitalinos, consumidores extenuados pero tesoneros. El célebre arquitecto Koening ha dicho: si obligo a diez mil personas a vivir en un barrio diseñado por mí, no hay duda que influiré en el comportamiento de esas diez mil personas. Quizá nuestros padres no estuvieron tan afectados por el proyecto Sanborns, pero nuestros hijos lo están a tal grado que ni reparan en ello. Ahora bien, sería banal denostar contra Sanborns. Está ahí, como una plaza que tarde o temprano visitaremos. Y que además posee una historia pública y privada madura e incesante.

De la tres veces centenaria casa de los condes del Valle de Orizaba al Sanborns Camarones, hay el nacimiento de un monstruo: la Ciudad de México. El Sanborns de Aguascalientes, por ejemplo, además de ser la central del Vampiro de la colonia Roma, prendió en llamas cuando el edificio Aristos ardió. Habría que agregar que en la cultura o subcultura gay, los Sanborns son ineludibles. Algunos, centros de encuentro o ligue gay, han acogido, eventualmente con tolerancia y discreción, el boom de la homosexualidad urbana.

También hay una generación que ha crecido con las revistas de Sanborns. Junto a las editadas por Televisa, aparecen títulos como The Face, Interview, Wire, Spin, junto a las Vogue, a veces francesas, y las publicaciones extranjeras sobre diseño. En fin, para muchos el acercamiento a cierta vanguardia publicitaria y de artes gráficas sólo es posible por la costumbre sin cargo de hojear en los paneles saturados. Si cambiaran esta política, Sanborns, al menos como concepto, se desplomaría.

Pero entre los Sanborns hay algunos verdaderamente freaks. El citado de Camarones, el de la Calzada Zaragoza, el de Tezontle. Últimamente han crecido algunos sub-sanborns llamados en apuros Café Sanborns. No faltan el cajero electrónico, las meseras con los faldones oaxaqueños y la cofia de origen nayarita que, tremenda jotería, va cambiando de color a lo largo del día, y con el plus que algunos de estos malformados Sanborns abren las veinticuatro horas.

Quedaría por ver qué rebote icónico propicia una estructura a la vez ubicua y semejante, pues los Sanborns son siempre los mismos estén donde estén. Por más caos de entorno que fustigue a esta ciudad, la cual se llevaría el Pentapichichi de los contrastes, una ración de orden, de limpias vitrinas y de vajilla homogénea lo espera, cerca de usted. En La estructura ausente, Umberto Eco vislumbró que hay algo que rebasa las obvias razones socioeconómicas de ciertos fenómenos de consumo. Sanborns es una tienda, pero al mismo tiempo un mundo de gente dentro y alrededor. “El reconocimiento de una simple espontaneidad y de una motivación de los signos icónicos es una especie de aceptación irracional de un fenómeno mágico y misterioso, inexplicable y que debemos aceptar por sus apariencias con espíritu de devoción y reverencia.” Bajo el efecto de estas palabras del escritor nacido en Alessadria, recuerdo una experiencia de ciertos amigos muy jóvenes, engendros sanbornianos, que habiendo consumido éxtasis entraron a medianoche a un Sanborns a comprar Marlboro Lights. Uno de ellos tuvo un alucín de feria o una experiencia mística, según quiera verse. Al penetrar sintió que iba hacia sus orígenes, al ánima laica del consumo; de sujetos embotados comprando cigarros light y agua Bonafont. Nadie duda que sea más edificante buscar los orígenes en un bosque de setas, sin embargo una quimera de signos y etiquetas avala esta cercada pero intensa visión. ¡Miles de años después, escarben en Sanborns, arqueólogos!

Después del sexenio de Salinas lo único que seguía creciendo en esta ciudad eran los Sanborns. Y parece que hoy, si un hijo acaba la secundaria y no tiene antecedentes penales, podrá obtener empleo de garrotero en Sanborns. Queda por hacer el Sanborns dentro del Metro, lo que sería verdaderamente críptico y nos convertiría en pasajeros sanbornianos a través de una caverna de cristal, cuyo mayor desafío sería controlar el masivo acceso a los sanitarios en una ciudad, ya por metáfora o por futuro, ávida.