Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 


Alberto Blanco
 

El último sueño
de Rodolfo Morales
 
 

Alberto Blanco y los colaboradores de este suplemento decimos hasta luego al maestro Rodolfo Morales, pintor oaxaqueño que hace poco se hundió en uno de sus cuadros. Alberto Blanco nos habla de un lienzo de Morales en el cual, y bajo los emblemas del valle de Ocotlán, yace un cuerpo que duerme o muere... “dormir, morir, soñar”. Un rostro aparece en el cielo y algo quiere decir al o a la durmiente. Ya no sabremos lo que está diciendo. Por eso, Alberto lo tituló El sueño.


La poesía es lo más hospitalario que existe
Jorge Cuesta

El pasado 30 de enero murió en la ciudad de Oaxaca, rodeado de todos los suyos –su familia, sus amigos, y mucha de su gente más querida– Rodolfo Morales. Murió, en muchos sentidos, como quiso morir, como quiso vivir. Porque Rodolfo –y este no es uno de sus menores logros y legados– vivió siempre como quiso. Hizo lo que le vino en gana, y por eso, al final de su vida, podía decir con toda tranquilidad que tenía la profunda satisfacción de haber visto cómo se realizaban muchos de sus sueños. No todos, claro, pues esto es imposible. Es una aspiración que se sale de toda escala humana. No, en cambio, la firme voluntad de realizar todos los sueños. Porque, por más que esta empresa sea en realidad absurda, se trata, aquí sí, de una aspiración humana... demasiado humana, tal vez.

Es por ello que Rodolfo Morales, con todo y sus grandes logros artísticos, personales y sociales, conservó hasta en sus últimos días un afán crítico derivado de una enorme insatisfacción. ¿De qué clase de insatisfacción estoy hablando? En primer lugar, de esa que tiene que ver con la vida del pueblo, de su pueblo, que continúa sumido, en el mejor de los casos, en la pobreza, si no es que en la más abyecta miseria. Un pueblo –el de Ocotlán, el de Oaxaca, el de México– que no atina a salir del laberinto de la ignorancia y la corrupción.

En segundo lugar, Rodolfo Morales conservó hasta el fin de sus días una honda y creciente insatisfacción con respecto a los usos y costumbres del mundo del arte contemporáneo, y al perverso modo en que funciona ese circo de siete pistas, de mil y una pistas, de las diez mil pistas conocido con el rimbombante nombre de “el medio artístico”. Una insatisfacción enraizada, pues, en la incapacidad de ver realizados sus sueños comunitarios, sus sueños sociales.

No deja de ser curioso que sea un pintor como Rodolfo Morales, un hombre que puedo haberse vanagloriado con facilidad de todo los sueños que sí consiguió aterrizar, quien ponga el dedo en donde duele y nos recuerde, con su actitud, con su obra, con sus palabras, que en este país hay muchas cuentas pendientes. Sobre todo con la inmensa y siempre menospreciada población indígena, que fue siempre su gran preocupación. A ellos los pintó una vez tras otra, en su vida diaria, en sus fiestas, en su vida comunitaria, en sus historias domésticas, en su infinita y siempre idéntica diversidad. A ellos también dedicó sus mejores esfuerzos.

Allí están, para dar fe de lo que estoy diciendo, los admirables trabajos realizado por la Fundación Rodolfo Morales, que junto con los demás esfuerzos desarrollados en la misma línea y encabezados por Francisco Toledo, han dado a Oaxaca un nuevo rostro, un impulso renovador. Esto se puede ver por todas partes, y resulta insoslayable para cualquiera que visite esta entidad. Desde el rescate de casonas coloniales en la ciudad de Oaxaca y la ardua restauración de muchos conventos en Ocotlán y sus alrededores, hasta los viveros comunales y la casa misma de Rodolfo Morales en Ocotlán, abierta al pueblo para ofrecer acceso al mundo de las computadoras, late este impulso.

La lista de nobles trabajos que se han emprendido a partir de las iniciativas civilizadoras de Toledo y Morales –secundados, claro, por muchos otros pintores y artistas oaxaqueños de renombre, como Sergio Hernández, Luis Zárate, Arnulfo Morales, Rubén Leyva, et al.– conforman ya un patrimonio que compete a toda la comunidad cuidar, conservar y engrandecer. Semejante esfuerzo no puede tirarse por la borda ahora que falta Rodolfo Morales. Es una labor que es necesario hacer por el bien de todos, pero, sobre todo, por el bien de los niños.

Rodolfo Morales, que nunca tuvo hijos, mostró siempre un celo paternal muy marcado para con los niños de su pueblo, ejerciendo con su magisterio una responsabilidad que, por desgracia, se encuentra ausente con demasiada frecuencia en muchos hogares. Por ello no es casualidad que hayan sido justamente los niños quienes nos dieran ocasión a Rodolfo Morales y a mí de trabajar juntos haciendo libros para niños, tanto fuera del país –allí está Angel’s Kite/La estrella de Ángel, publicado por la Children’s Book Press en San Francisco– como en México: allí están las Preguntas de Ocotlán, publicadas por el Conaculta en su serie Circo de Arte.

Fue precisamente con motivo de la presentación de este libro, ilustrado con sus fabulosos collages hechos de tela y papel, que tuve oportunidad de estar por última vez con Rodolfo Morales en Oaxaca el año pasado. El día 21 de septiembre, en compañía del mismo artista, del escritor oaxaqueño Manuel Matus y del gobernador del estado, José Murat, presentamos en el imponente espacio de la Biblioteca Francisco de Burgoa –que lucía completamente llena, sobre todo de familias– un par de libros para niños: Cuento del conejo y el coyote, ilustrado por Francisco Toledo, y las Preguntas de Ocotlán.

Al día siguiente de la presentación, y tal como se había hecho ya costumbre a lo largo de los años, fui a ver a Rodolfo a su estudio a un costado de Santo Domingo. La espléndida terraza con las copas de las jacarandas asomando cual silenciosos testigos de la voluntad en piedra de la iglesia sirvió de fondo, como tantas otras veces, a la conversación. El tema de las molestias y los requerimientos que la fama traían consigo revoloteaba insistente en la cabeza de Rodolfo. Sin embargo, y como si se hubiera acordado de pronto de algo que me quería decir, Rodolfo dejó los pinceles y me pidió que lo ayudara a mover unos cuadros. Sacamos una serie de telas inconclusas y, sin más, me dijo: “Escoge la que quieras, y ponle tu nombre; hace mucho que te prometí un cuadro.”

En efecto, ocho años antes, durante un inolvidable viaje que hicimos juntos por Canadá, con motivo de la inauguración de sendas exposiciones de pintores oaxaqueños en Montreal y en Quebec, y en el cual recorrimos todas las reservaciones indígenas de la provincia de Quebec en compañía de otros artistas oaxaqueños –Felipe Morales, Filemón Santiago, Cecilio Sánchez, Arnulfo Mendoza, Leovigildo y Eddie Martínez– Rodolfo me había prometido un cuadro “especial”.

Los años pasaron y el cuadro parecía seguir esperando en el limbo de su taller, en medio de sus interminables compromisos y exposiciones. “Nada más que salga de esta exposición te voy a pintar tu cuadro; sólo ténme un poco de paciencia.” La verdad es que yo casi había olvidado ya la promesa del cuadro cuando Rodolfo la trajo de nuevo a colación. Como si presintiera que su final estaba cerca, y no queriendo dejar una promesa sin cumplir, me pidió entonces que escogiera un cuadro.

Escogí una tela relativamente pequeña que sólo porque él la consideraba inconclusa me atrevo a calificarla como tal. Se trata de un cuadro de formato apaisado, pintado al óleo, en el cual aparece el paisaje de su tierra que pintó tantas y tantas veces: el apacible valle de Ocotlán rodeado de montañas. En la parte inferior del cuadro yace un ser humano como si estuviera dormido; en realidad no se sabe si está dormido o está muerto. Tampoco se sabe si es un hombre o una mujer. Pero la ambigüedad del cuadro permea otros elementos. Así, por ejemplo, no se sabe si son ocotes o son encinos los árboles que le sirven de compañía al “durmiente”, como no se sabe, al observar el resplandor del cielo, si se trata de un amanecer o de un atardecer. Lo que sí queda claro es que de las montañas que coronan el horizonte surge un rostro –aunque tampoco se sabe si es el rostro de un hombre o de una mujer– que se asoma a ver al o a la “durmiente”. Produce la impresión de que quisiera decirle algo. Algo importante.

Cuando recibí el cuadro terminado un par de meses después, lo primero que me llamó la atención, aparte de su evidente belleza, fue que, en efecto, la versión que yo había visto en el taller de Rodolfo en Oaxaca, por más que a mí me hubiera parecido ya lista, distaba mucho de tener la calidad que el cuadro, ahora sí concluido, exhibía. Por otra parte, el cuadro tenía –y tiene y seguirá teniendo– un aura, un perfume, una atmósfera poética tan marcada, que me pareció del todo imposible que Rodolfo me hubiera pintado ningún otro cuadro. Y a pesar de que el primer pensamiento que me vino a la mente al ver esa figura recostada, con los ojos cerrados, era que se trataba de un ser humano que plácidamente recibe la amorosa visita de la muerte, decidí llamar al cuadro El sueño.

Confieso que este cuadro ha cobrado para mí un significado todavía más enigmático a raíz de la muerte del artista, del amigo. Siento que el título de El sueño no sólo no contradice la presencia de la muerte en la obra, y ahora en “la vida” (¿la vida, la muerte? ...pero ¿qué es lo que quieren decir estas palabras ahora, justo en este momento y en este contexto?) de Rodolfo Morales; antes bien la refuerza y la rescata de cualquier connotación mórbida o lúgubre que pudiera tener. Se trata del último sueño. Después de todo, si la vida es un sueño, y la muerte es un despertar a un sueño más vasto, ¿por qué no habría Rodolfo Morales de seguir soñando?

Rodolfo Morales podría haber dicho, como De Kooning: “Yo no pinto para ganarme la vida; pinto para vivir.” Pintar para vivir el sueño de la vida. Vivir para pintar la vida en el sueño. Soñar para vivir la vida y la pintura... Luego de vivir una vida particularmente rica donde –según su propia confesión– se dedicó a hacer realidad sus sueños, el amable maestro de Ocotlán ha cerrado los ojos por última vez llevándose en las pupilas, en la memoria, y en la suma imposible de su vida y nuestra vida, el paisaje que tanto amó. Sólo nos resta ya a nosotros –los admiradores de su trabajo, sus amigos, sus cómplices– la hospitalidad de su poesía, el silencio y el sueño.
 

–El silencio me importa, porque yo soy silencio... Después del silencio vendrá la muerte.

–¿Y después?

–Algo quedará de mí: la casa de dos patios con sus árboles y sus plantas, con sus espacios magníficos... Confío en que mis amigos seguirán viniendo, seguirán abriéndola en dos fechas al año. Esta casa fue mi sueño y yo deseo que me sobreviva mi sueño.