Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 

Antonio Tabucchi
 

Carta a una dama de París
(Forbidden Games )
 
 
 

Antonio Tabucchi, italiano por nacimiento, lisboeta por aficiones y obsesiones, escribió una serie de cartas y de historias que, según nos lo advierte, “decidiré publicar un día en tanto encuentro los personajes que las han vivido”. Su juego pirandelliano ostenta las iniciales P.P. como firma. Se trata de un “Passe-Partout” un poco verniano recorriendo el mundo en ochenta días literarios. En esta carta confirmamos que “los juegos del ser están prohibidos”, pues son los forbidden games impuestos por nuestro “tiempo actual”. Sin embargo, el haikú del amigo de Atsuko nos instala en una nostalgia dorada aunque penoso sea “el tiempo de un lejano otoño pasado”.



Señora y querida amiga:

¿Cómo van las cosas? Y lo que las guía: una insignificancia. Es una frase que leí, y en la cual pienso actualmente. Y entonces: ¿somos nosotros quienes buscamos, o nosotros somos buscados? También sobre esto habría que reflexionar. Por ejemplo, alguien vaga en la tarde, por las calles y los cafés, deambulando al azar, como me llega a suceder a mí que sufro de insomnio. Antaño al menos estaba Bobi, le ponía su correa y lo sacaba a pasear. Era un buen pretexto. Pero ha muerto, ahora ya no tengo ni siquiera esa excusa. Voy de aquí para allá, sin lógica, me quedo en las tabernas hasta que cierran, luego me paro y me voy. El doctor me ha dicho: usted es un caso clásico de homo melancholicus. Pero Durero dibujó la melancolía sentada, objeté, para la melancolía hace falta un asiento. Su melancolía es diferente, decretó, se trata de una melancolía móvil. Y me prescribió ejercicios motores.

Ayer, por ejemplo, tomé la dirección de la Puerta de Orleans. A decir verdad no me había dado cuenta de ello, caminaba, eso es todo. A lo largo del bulevar Raspail, los faroles ponían en evidencia el amarillo de las hojas en los árboles. Estamos al principio del mes de octubre. Pensé en el verso de un poema: el amarillo actual que tienen las hojas. Actual: lo que es ahora e inmediatamente después ya no. Lo que pasa. De este modo, pensé en el tiempo y en mi tránsito por él. Mis pasos iban rápidamente, seguía un itinerario guiado, sin darme cuenta de ello. Sólo me di cuenta después de la avenida General Leclerc, pues en otro tiempo, entre el ropavejero y el restaurante vietnamita, había una sastrería. Fue ahí donde me hice cortar un traje para la boda de Christine. No tenía dinero, o tenía muy poco, el sastre era un judío viejo y pequeño, el local se hallaba en mi trayecto de regreso a casa, y un día llamé a la puerta, había telas baratas y él me hizo un traje poco costoso. Es así como, paseando frente a este negocio que hoy ya no existe, me di cuenta de que era empujado, sin advertirlo, hacia el bulevar Jourdan y la Ciudad Universitaria. Tenía la costumbre, en esa época, de regresar a pie, a menudo en la noche profunda, pues el Metro dejaba de funcionar temprano y yo me quedaba para ver películas de cine club en un cine pequeño de Saint-Germain: La edad de oro, El perro andaluz, cosas por el estilo. Creía en las vanguardias. Era hermoso pensar que eran revolucionarias. Estéticamente se entiende. A lo largo del bulevar Jourdan, no lejos de una de las entradas a la Ciudad, hay un café que frecuentaba entonces. Iba ahí acompañado por un grupo de estudiantes japoneses con los cuales había trabado amistad, pues había debido rentar en la Casa de Japón durante cierto tiempo, ya que la casa de mi país era objeto de trabajos de reestructuración. En el grupo se encontraban una joven y un muchacho que ganaron mi simpatía. La joven estudiaba medicina y quería especializarse en enfermedades tropicales, pero soñaba con volverse cantante de ópera y tomaba lecciones en casa de un viejo avecindado en Marais(1). Su pasión era Puccini, y sucedía que llegaba a cantar arias de Madame Butterfly. Nos sentábamos en una mesita del café, afuera, en invierno, ella cantaba un bel di vedremo levarsi un fil di fumo, y de su boca salían nubecillas de aliento condensado. Yo decía que se trataba de ideogramas musicales de Puccini. Se llamaba Atsuko, y su amigo escribía haikús que nos traducía cuando le daba la gana. Recuerdo uno de ellos que decía:
 

La hoja cae
en el viento de octubre
flotando ligera.
Penoso es el tiempo de un lejano otoño pasado.


Sentados en este café soñábamos mundos posibles bebiendo jugo de toronja. Por la mañana, en los anfiteatros de la Sorbona, un viejo profesor de filosofía cuyo nombre no evocaba nada a nuestra abisal ignorancia, hablaba con gracia y genio del Remordimiento y de la Nostalgia. Nosotros ignorábamos lo que era, y por tanto esto nos fascinaba como los mundos lejanos que se suponen más allá de los océanos de la vida, sobre una ribera inaccesible donde jamás atracaremos. No obstante, henos aquí.

Ayer llegué, a merced de mis errancias nocturnas, a este cafecito de antaño. Y lo encontré idéntico, con los mismos rostros juveniles de mi época, y los estudiantes de la Ciudad que trabajan juntos hasta las tres de la mañana cuando el café cierra. Se visten por supuesto de manera un tanto diferente, y la música que escuchan ha cambiado. Sin embargo los rostros son los mismos, y los ojos, y las miradas. Ya no está la rocola donde insertábamos monedas para escuchar a Ornette Coleman, “Petite fleur”, “Une valse à mille temps”, sino una grabadora con música moderna: demasiado americana. A un lado de la nevera, el nuevo propietario ha instalado una repisita con casetes dejados a disposición de los estudiantes, quienes pueden hacer su elección e insertar el casete en el aparato que reposa en un banco donde una pancarta indica: Autoservicio. En la parte baja de la repisa, otra pancarta dice: From the World-De todo el mundo, y ahí se encuentran títulos de diversos países que los estudiantes han traído consigo o que sus amigos y parientes les envían. Se puede escuchar música de danzas rituales africanas, raga de la India, instrumentos de cuerdas de Anatolia, las lamentaciones de las geishas y todo lo que los hombres han inventado como maneras diversas de expresar lo que aprecian como armónico. En lo alto de la repisa, una pancarta indica Sección Nostalgia, ahí se encuentran reunidas las canciones que fueron las de nuestra juventud, aquellas de la posguerra, como “Le Déserteur” o “Est-ce ainsi que les hommes vivent”: en resumen, los sótanos de Saint-Germain: mujeres de negro con bufandas rojas, el existencialismo de café, el anarquismo musical de Boris Vian o Léo Ferré. Pensé: música antes que otra cosa. Y repetí esta frase en voz alta. Usted me vino al espíritu entonces, Señora. Es decir tú, a quien actualmente llamo usted, pero que para mí era tú entonces. No se pueden decir impunemente ciertas palabras, pues las palabras son las cosas. Ya debería saber esto en lo sucesivo, a mi edad y con todo lo que ha pasado. Sin embargo, las pronuncié. Sin pensar en la impunidad. Y usted, Señora, usted apareció en este balcón de Provenza. ¿Se acuerda? Estoy seguro de que se acuerda como yo, salvo que desde otro punto de vista, pues yo la veía desde abajo en tanto usted lo hacía desde arriba. ¿Y si embelleciéramos los recuerdos? ¿O si los falsificáramos? Después de todo, para eso sirve la memoria. Digamos que era junio. El tiempo era agradable, como lo es en Provenza. Yo estaba quizá cruzando un campo de lavanda, y en el lindero de este campo se encontraba una casa de piedra cruda protegida por un almendro. Y como nos enseña la sabiduría china, bajo los almendros se pueden recordar las memorias de otro. ¿Acaso estoy confundido? Y bien, que así sea, estoy confundido. Pero como usted sabe, Señora, todo es confuso. Solamente trato de disponer con torpeza toda esta confusión en un orden más o menos plausible. Y la plausibilidad presupone la falsedad, aunque sea ésta involuntaria. Por tanto, le ruego me comprenda. En cuanto a que en ese momento usted apareció en el balcón, a pesar de todo. Estaba desnuda, esto no puede usted recordarlo, como yo lo recuerdo, ahora, aquí, después de todo este después. ¿Comprende? Por supuesto que comprende. El coito tuvo lugar abajo, en medio de la lavanda, bajo el almendro. ¿Pasó un tractor por ahí? Puede ser, pero sin el arado mecánico. Fue un largo abrazo sereno, casi inmóvil, y yo derramé mi semen en la lavanda. Con una flor violeta de lavanda humedecida con saliva, sequé su violeta más oculta. ¿Le parece telúrico, o simplemente de mal gusto? Poco importa: no he tenido sino pesadillas, pero también visiones tranquilizantes y eyaculaciones satisfactorias. Bellas, sin duda. Las ventanas en ocasiones no tienen postigos, se abren sobre horizontes mucho más enormes que los de la realidad. Es la ventana de mi cabeza. No deseo tirar nada, y todo esto no puede ser destruido. ¿Debería haberme quedado? No es imposible. ¿Quién sabe? Pero todo pasa y nada queda, decía otro. Y el ácido poeta pondera, atribuyendo el aforismo a un rabino siniestro: es verdad que has fornicado, pero fue en otro país, y además la muchacha ha muerto.

Es precisamente en el momento en que pensaba sobre todo esto, querida amiga, que sucedió un milagro miserable, de esos que la vida nos reserva a fin de que podamos adivinar algo de lo que fue, de lo que podría ser y de lo que podría haber sido. Una sugerencia que es necesario atrapar al vuelo, como la profecía póstuma de una sibila superflua. En esto un joven se levanta de la mesa. Lo veo. Es pequeño y rechoncho. Y tiene gel en el cabello. Una apariencia física muy francesa. Viene seguramente de Auvernia, me digo a mí mismo. Si no viene de ahí, tiene todo el aire de esa región. Se dirige hacia el mueblecito de la música y pone un casete. Y la luz aguda de Trenet, lacrimal, lacrimógena y por tanto realmente punzante, canta: Qué queda de nuestros amores, qué queda de nuestros días, una foto, vieja foto de mi juventud. Es solamente entonces que descubro sobre la mesa ante mí una carpeta azul, cerrada por una cinta blanca sobre la cual está escrito “Forbidden Games”, y la abro con gestos cautelosos y lentos como en una ceremonia antigua que me aguardaba luego de años. En el interior hay una fotografía de una mujer desnuda en un balcón. Esta dama no es usted, querida Amiga, siéndolo, pues es Isabel, pero es usted también, usted es Isabel, mi querida amiga, usted lo sabe. Es una cosa ineluctable. Y al reverso de esta foto, una caligrafía menuda y regular, que logro descifrar, ha escrito esta carta dirigida al mismo que escribe, y a mí a través de él, y a usted, una carta sin botella que ha navegado en no se sabe qué diafragmas del mundo para encallar aquí, sobre esta mesa manchada de círculos de cerveza en este café en la periferia de París. Y he comprendido que debía sustituir a un cirujano torácico y abrir un pecho, el mío, el Suyo, no sé, para extraer una esencia que dé un sentido no a la aorta, a los vasos sanguíneos, a los cuerpos cavernosos, sino a una biología diferente, alejada de las células, que fluctúa en otra parte cualquiera donde la vida y la literatura no se juntan, una suerte de hipermagdalena hecha no de palabras (demasiado fácil), no de megahertz, no de signos (¡por Dios!), sino simplemente de una voz viva que, como tal, muere apenas dicha, de la misma manera que la imagen muere apenas el objetivo se hace funcionar.

No, querida amiga, no es el senhal(2) de los enamorados poetas provenzales, no es lo indecible de los filósofos anoréxicos, no es la ligereza que querrían dejar en herencia a la posteridad, si la hay, ciertos escritores de este milenio mefítico apenas muerto, que han aprendido la lección malgastando su talento y su imaginación al escribir en beneficio de los manuales de narratología. Nada de todo eso, sin duda usted comprende. Son las nubes, querida amiga, en la acepción moderna del término, naturalmente. Las nubes que cubren cada vez más el rostro de la luna, la cual se aleja más y más, incluso si le han clavado una bandera como un mondadientes sobre la aceituna de un coctel. Pues bien, con un cielo tan bajo que un canal se ha colgado, concepto también emparentado con la Sección Nostalgia –pero si los canales pueden suicidarse, no es el caso de los imbéciles, éstos por desgracia no, que nos asfixian más y más. Le ruego no interpretar estos pobres delirios como declaraciones de poética. Si algún día lo hace, interprételos de manera existencial. O mejor, fe-no-me-no-ló-gi-ca. Porque el poeta es un pesimista, y todo el resto son nubes. La Ferocidad, la Evidencia, lo Politically correct, lo Plástico, el Cinismo. Y como si eso no bastara, los -ólogos, todos los -ólogos posibles e imaginables. Y los remordimientos y los arrepentimientos, de todas maneras ya no se recurre a mazorcas bajo las rodillas, un mea culpa tibio a la crema, por favor. Es insoportable, Señora, créame. Y luego la Ciencia. La Ciencia gracias a la cual los Fisionistas clamaron su eureka: ¡Hiroshima, mi pequeño hongo! A los sobrevivientes, heridas, deformaciones genéticas irreversibles, cánceres de todo tipo, mi querida amiga. Y muchos, muchos imbéciles. Y toneladas de aguafiestas. Para resumir: Zyklon-B(3), radioactividad e hilos dentados, como lo dijo alguien que conocía de esto. Todas las cosas que no son en verdad esenciales, ¿no cree usted? Y al mismo tiempo: ¡la ligereza!, como un lanzador de jabalina que corre descalzo sobre el césped del Olimpo. ¡Qué elegancia! O incluso: La Vida, la Vida certificada por el Todo-vestido-de-blanco en su ventana (qué de balcones y ventanas en esta historia, Señora, ¿ya lo notó?). Por supuesto, ¿pero la vida de quién? ¿Y con qué hábiles manejos, además? Si nos limitamos a derramar el semen en medio de la lavanda, ¿no sería también un arreglo, digamos un discurso del método? Tómelo como un doble sentido, una metáfora de la percepción que alguien como yo puede tener de sí mismo: por ejemplo el sentido de la escritura. Y durante este tiempo, quién sabe si usted, querida amiga, que como yo frecuentó los intersticios, aprenda cómo funciona una historia, que no es sino literatura porque usted conoce bien la vida, mejor que yo, usted la domina, actualmente todo es tranquilo para usted, todo está “en orden”, y esto se lo envidio, créame. ¿Estamos en la auto o heterodiegética(4)? Es en verdad necesario resolver este espinoso problema. En resumen, que no es mas que una novela pseudoautobiográfica de la cual le dejo aquí un pequeño condensado en esta no botella, digamos una novela hipotética, un pequeño motor del género hágalo-usted-mismo que también puede obtener llenando el espacio en blanco entre los intersticios como en los dibujos de ciertas revistas de enigmas y acertijos que ante todo sirven para matar el tiempo.

Demos un paso atrás. Durante este lapso había salido al aire gélido de París. El alba (no lívida) aclaraba los jardines de la Ciudad Universitaria. Estaba estupefacto, o si usted lo prefiere perplejo, y tenía en una mano esta carta encontrada en una no botella, que transcribo para usted:
 

Habría sido hermoso que ganases la partida. Jugabas en el patio de una casa pobre, en verano, ¿te acuerdas?, o no, mejor dicho era el fin de la primavera, y este verde, todo este verde alrededor, ¿te acuerdas? La fuente comunal de hierro colado, verde también, con un grifo de cobre, aún tenía inscrito junto a los escudos de armas reales la marca de Antiguas Fundiciones. Un jarro, una mujer desnuda sobre el balcón, ella habría querido hablarte, si hubiese podido, pero era una imagen de lo eterno, y lo eterno no tiene voz. Pasabas por ahí, ignorante como todos los transeúntes. Atravesabas algo sin saber qué. Y así te alejaste, poco a poco, hacia otra parte. Claro que debía haber otra parte, pensaste. ¿Pero esto era cierto? Extranjero, también tú, en esa otra parte. Las nubes, las nubes, que cambian de forma sin cesar, circulan por el cielo. Y viajan sin brújula. Estrella polar, Cruz del Sur. Vamos, sigamos a las nubes. Aceptemos la partida con las nubes, aceptemos el desafío, por ejemplo: ¿cómo se disputa este juego? Nimbos, cirros, cúmulos: son los jugadores que presenta el equipo contrario. Aquí está el primero en llegar. Con él hubo un duelo áspero. ¡Ah, los molinetes que hacías con tu sable! Ilustre caballero que participaste en la justa, tu valor no tuvo igual, e incomparable fue tu osadía, magnífica tu generosidad al defender los ideales nobles. Cortaste las piernas del feroz nimbo que escupía truenos y relámpagos. Hiciste dar vueltas como una pelota errática al cúmulo redondo que se adaptaba a toda su redondez. Y el gran cirro, tan orgulloso de su “cirridad” y cuya crema chantillí enmascaraba la nada, se dio a la fuga en la lejanía. ¡Noble caballero, qué combate! Y todo esto sin armadura. Después te fuiste hacia otras partes, frágil pero fuerte, sólido como una roca y sin embargo en equilibrio precario. Viajes por senderos que se bifurcan, caminos de Santiago de Compostela, mares nunca navegados anteriormente, ella iba ligera, tu piedra delicada, caballero sin mancha y sin miedo, con todos los miedos del mundo y todas las manchas solares.

Hasta el momento donde el viaje de ida se volvió el de retorno.

Habría sido hermoso que ganases la partida, dijo el gitano ciego. Pero yo no canto el futuro, canto el pasado. En cuanto al futuro, está tranquila, en el periódico de la mañana un actor muy conocido dijo que está viejo y se jacta, la patria en tanto que patria incluso si es ingrata nos fascina y debemos amarla (carta no firmada), si respondes a la pregunta más difícil del Gran Concurso y si dominas con seguridad los eventos logrando convertirte en el punto de referencia de ti misma, ganas veintiocho puntos y un viaje a Zanzíbar y, además, al menos por esta semana, la influencia positiva de Urano te vuelve inusualmente prudente, evitándote el peligro de alimentar ilusiones inútiles. Si por el contrario quieres conocer las predicciones de tu horóscopo, te las vendo por dos monedas, es un horóscopo caduco, puedes leerlo al revés hasta la época en la que jugabas en el patio de una casa pobre. Era en verano, ¿te acuerdas? Sobre la banca de alguna estación flota el globo olvidado por un niño y la mujer desnuda en el balcón ha cerrado la ventana.


Mi querida amiga, quisiera poder citarla en otro café que no sea éste, equivocado, donde nos hemos esperado en vano. Pero no sé dónde se encuentra. Y temo que más que un café normal, sea un Café con mayúscula, su imagen eterna e inmutable, una especie de idea platónica de un Café donde se sirve café. Es verdad, nadie nos podrá quitar lo que hemos vivido, puesto que estamos en busca de los intersticios. Pero me hago la pregunta: ¿para qué haberlos buscado tanto? ¿Para encontrar ahí los Encabalgamientos del meditabundo versificador Aristide Dupont, intrépido continuador de la línea poética picarda? ¡Vamos, marchemos a toda prisa! De intersticio en intersticio, se acaba por llegar al retiro merecido de quien ha sido Funcionario Público. Y en cuanto a las citas, el tiempo concedido se ha escapado, como la vida: se era posmoderno en el siglo pasado. A propósito, habría querido, la tarde de la que hablo, poner el casete de una canción que me parecía de circunstancia, y cuyo estribillo dice: “Dove vai Gigolin, con il tuo Gigolò, è finita la giava che si ballava tanti anni fa.”(5) Pero no lo traía conmigo, y luego el dueño quiso cerrar la tienda, los músicos bajaron sus instrumentos. Se la canto sin acompañamiento, como lo hacía antaño.

Adiós mi querida amiga, o puede ser hasta la vista en otra vida que ciertamente no será la nuestra. Pues los juegos del ser, como lo sabemos, están prohibidos por eso que, antes de ser, ya ha sido. Es el pequeño y por tanto insuperable forbidden game que nos impone nuestro Tiempo Actual.

Suyo

p.p.

p.s. Este texto forma parte de una serie de historias que decidiré publicar un día en tanto encuentro los personajes que las han vivido. Por el momento, a falta de algo mejor, las iniciales p.p. son del personaje Passe-Partout.

(1) Barrio de París.

(2) Voz provenzal que significa seudónimo. En la literatura provenzal los trovadores solían encubrir a los destinatarios de sus obras por medio de “senhales” o seudónimos, que podían corresponder tanto a la mujer amada como a cualquier otro personaje.

(3) Gas utilizado por los nazis en las cámaras de exterminio.

(4) Diegética: relativo a la diégesis, es decir, al universo de la obra.

(5) A dónde vas Gigolin, con tu Gigoló, terminó la java que hace tantos años se bailaba.

(Notas del traductor.)

Traducción de José Abdón Flores