Ojarasca 46  febrero 2001
Enseñanzas de La Garrucha

La paciencia de los zapatistas

Adriana López Monjardin

Pedro Gutiérrez y Jacobo Hernández no le creen al presidente Fox. "Su discurso es muy bonito", dicen, pero "la realidad de los militares en las comunidades indígenas de Chiapas no fue como dijo el gobierno federal".1 Dicen que los soldados siguen en las comunidades, que no han regresado a sus cuarteles. Ni siquiera han quitado los retenes, se retiraron de la carretera unos metros y ahí siguen: observando los carros y las personas que pasan y apuntando todo en sus libretas. Don Pedro y don Jacobo son autoridades del Municipio Autónomo Francisco Gómez. Dicen ser testigos de que no se ha cumplido "lo que dijeron los gobiernos en sus discursos en la toma de posesión".

La cabecera de dicho municipio está en la comunidad tzeltal de La Garrucha, donde sigue asentada una de las siete posiciones militares que el ezln exigió fueran retiradas, como muestra de que el nuevo gobierno tiene la intención de resolver pacíficamente el conflicto.

Si alguien dice que son intransigentes los zapatistas de este municipio, lo dirá porque no conoce su historia. Lo ocurrido es exactamente lo contrario: han resistido las acciones guerreristas del gobierno con paciencia y firmeza extraordinarias.

El 9 de febrero de 1995, cuando el gobierno traicionó el diálogo y el ejército ocupó La Garrucha, sus habitantes huyeron a las montañas. Al volver a sus casas las encontraron devastadas. Poco a poco reconstruyeron su pueblo y levantaron un Aguascalientes, como espacio de encuentro con la sociedad civil.

No sólo La Garrucha ha sufrido la ocupación y las incursiones militares en estos siete años de guerra. En enero de 1998, poco después de la matanza de Acteal, hubo una amplia ofensiva militar y el ejército ocupó nuevas posiciones en las comunidades. Un pequeño ejido, Galeana, del mismo municipio, sufrió tres incursiones militares.2 Las mujeres resistieron los intentos de instalar un campamento militar y salieron a defender sus tierras de cultivo.flores

Los soldados iban a Galeana a robar la caña de azúcar. Alegaban que venían a ver si alguien necesitaba despensas o atención médica, pero llegaban fuertemente armados, "a robar nuestras semillas, que le tenemos sufrido allí por nuestro propio sudor". El 9 de enero de 1998, cuando ocurrió la tercera incursión, los tzeltales estaban indignados; reclamaron y lograron que los soldados salieran de sus tierras. Cuando salían desordenadamente del cañaveral asaltado, algunos soldados se rezagaron. Los ejidatarios formaron una comisión para decirles que podían salir sin miedo: "ustedes no tienen la culpa --les dijeron-- los que tienen la culpa es el gobierno". Los soldados se fueron hacia la base militar, al lado de La Garrucha.

Un domingo de abril, en 1999, llegaron a San Rafael seis policías de seguridad pública y, sin pedir permiso en la comunidad, se fueron al río. Los señores no los dejaron pasar, porque se estaban bañando las mujeres. Los policías amenazaron con volver y regresaron, días después, con cuatro carros llenos de soldados federales. "Se instalaron en el centro del poblado y empezaron a registrar a todas las personas que pasaban por ahí". La gente de la comunidad se juntó para exigir que quitaran el retén y se fueran, "porque las poblaciones civiles no son cuartel y porque los soldados no permiten que la gente trabaje tranquila, vienen a asustar a las mujeres y niños, y la población no está hallada a la presencia de los soldados".3

Cuentan que los soldados "se subieron a los vehículos y desde ahí empezaron a tirar piedras a la población, que pacíficamente iba a pedirles que se retiraran. Uno de los oficiales sacó su pistola y disparó dos veces al aire. Un militar aventó una piedra grande que hirió de gravedad al niño de diez años Juan Álvarez Lorenzo". El niño fue trasladado al hospital de Comitán, con un severo traumatismo craneoencefálico.

Nunca se hizo justicia a Juan, a su madre y su padre. Pero ahora les dicen intransigentes, cuando junto a sus familiares, sus vecinos, su consejo autónomo y sus comandantes reclaman que el ejército salga de La Garrucha; y no porque ésta sea una de sus demandas, no porque así se puedan reparar los daños ni corregir los agravios, sólo como un símbolo de buena voluntad del nuevo gobierno.

Los tzeltales del Municipio Autónomo Francisco Gómez todavía no han visto sino agresiones, mentiras y humillaciones por parte del gobierno. Hace tres años, publicaron un duro diagnóstico de los "gobiernos priístas": "La corrupción es lo que ha existido siempre". "Seguimos marginados con la misma pobreza de siempre, venimos muriendo de enfermedades curables. El gobierno no quiere que tengamos autoridades elegidas libre y democráticamente por las comunidades indígenas, por eso nos quieren acabar".4

Ahora, en el 2001, México ha iniciado un profundo e irreversible cambio político. Nuevas fuerzas conquistaron los gobiernos federal y estatal, a través de procesos electorales limpios y pacíficos. Por supuesto, los zapatistas de La Garrucha ya lo saben. Lo malo es que también saben que siguen muriendo de enfermedades curables y que sus pueblos siguen ocupados por los militares.

Algunos dirán que se puede comenzar por llevar las nuevas políticas públicas a las comunidades indígenas, tratando de dejar atrás la corrupción y el clientelismo. Así, tal vez comenzarán a disminuir las muertes innecesarias. Pero las cosas no son tan simples y esto, más que ayudar a salvar vidas, podría dar lugar a nuevas humillaciones.

Según lo explicaron en los Diálogos de San Andrés los indígenas de Chiapas y de todo el país, las políticas de salud no se pueden aplicar sin garantizar un respeto básico a la dignidad de las personas: los médicos no pueden actuar como veterinarios, sin comprender las palabras de sus pacientes; los cuerpos de las mujeres no pueden someterse a un escrutinio inexplicado que las avergüenza.

Por eso los Acuerdos de San Andrés arrancan del reconocimiento de los derechos indígenas y postulan la necesidad de que las políticas públicas se construyan mediante la participación de los pueblos en todas sus fases: desde el diseño de los programas hasta su ejecución y evaluación.

Al lanzar nuevas políticas destinadas a las comunidades, sin garantizar el reconocimiento constitucional de los derechos indígenas, el gobierno de Vicente Fox repite los errores sus antecesores: los bueyes detrás de la carreta.

Volvamos a La Garrucha. El presidente dice que su gobierno buscará que cada familia indígena tenga "un vocho, una tele y un changarro". Resulta que los caminos que conectan a La Garrucha no están pavimentados y son intransitables para los vehículos pequeños; en cambio, en el pueblo hay un tractor que es de todos y se lo turnan para labrar sus tierras. El respeto a la autonomía significaría, nada más, que nadie vuelva a decidir a nombre de los campesinos qué les conviene: si un vocho para cada familia o un tractor para todas.

La tele podría ser bien recibida, al menos en los pueblos que cuentan con electricidad y a los que llega la señal, sorteando montañas. Para imaginar los changarros, habría que explorar varias opciones: por ejemplo, que los cafetaleros de La Garrucha y los cañeros de Galeana formaran una empresa exportadora de café de olla; o que cada familia tuviera una tiendita y les vendiera azúcar, jabón y aceite a las demás familias de su comunidad; o que los jóvenes se fueran de ambulantes a Cancún, a vender artesanías.

Al inicio del nuevo milenio están cambiando las fuerzas políticas que gobiernan al país, pero falta que cambien los usos y costumbres del poder. La democracia no se agota el día de las elecciones, tiene que ser una práctica cotidiana que vincule a los gobernantes con los gobernados.

Los Acuerdos de San Andrés no sólo plantean la necesidad de construir una nueva relación entre los pueblos indígenas y el gobierno, sino también entre los indígenas y el resto de la sociedad. Mientras, ciertas franjas del poder económico proclaman, en voz más alta que nunca, los prejuicios racistas que se alimentan del desprecio por el saber.

Cuando Alberto Fernández, presidente de la Coparmex, afirma que la raíz de los problemas indígenas está en el alcoholismo, las costumbres machistas y los "pleitos idiotas" por motivos políticos y religiosos5 demuestra que no sabe nada de los zapatistas; y que nunca ha estado en una fiesta en La Garrucha.

Vale la pena reseñar una de ellas. Hace unos meses, los zapatistas de La Garrucha organizaron una fiesta en honor a la Virgen de Guadalupe. Se juntaron en asamblea y acordaron invitar a los habitantes de los pueblos vecinos, incluyendo a los priístas. También invitaron a los de la aric independiente, pese a que habían promovido la invasión de unos terrenos que tenían tiempo atrás las bases de apoyo del ezln. Las autoridades del Municipio Autónomo llamaron a los dirigentes de la aric a que "pensaran muy bien lo que estaban haciendo", y a que no se prestaran a los juegos en los que habían caído los paramilitares, que siempre habían tratado de que pelearan los campesinos entre sí.

En vez de caer en "pleitos idiotas", los zapatistas vivieron la fiesta religiosa como un momento de reencuentro, no sólo comunitario sino regional. Y aunque en las cúpulas de la Coparmex no lo crean, en la fiesta de La Garrucha no se consumió ni una gota de alcohol.

Cuando preparaban la fiesta en asamblea, acordaron que todos tenían que bailar: hombres, mujeres, niños y ancianos; solteros y casados. Como se trataba de honrar a la Virgen de Guadalupe, iban a bailar por un lado las mujeres y por otro los hombres. Pero las minorías protestaron: unos dijeron que no querían bailar, porque se iban a burlar de ellos. Entonces la asamblea deliberó y llegó a un consenso: quedaba prohibido burlarse de cómo bailaran los demás.

Así es la autonomía y así son los sistemas normativos de los indígenas: no son los que ponen a bailar a todo un pueblo, tampoco los que balcanizan al país, sino aquéllos que les permiten reunirse, dialogar, disentir y acordar. Así es la paciencia de los zapatistas: invitan a su fiesta a los priistas y a los ariqueros, y sólo condenan a quien se burla de los demás.


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