Jornada Semanal, 18 de febrero del 2001 

Cuentario conosureño
 

Con estos dos cuentos completamos nuestro número dedicado a la literatura sudamericana escrita por mujeres. En contrapunto con lo que María Fasce afirma en la entrevista de la página anterior, Lucy Mendonça y Marina Colasanti no necesariamente arman sus historias a partir de una visión femenina, como puede colegirse por la voz que narra en “Tierra mansa”: con su habilidad de cuentista consumada, Mendonça deja que sea el protagonista quien verdaderamente lleve el hilo anecdótico. Por su parte, en “La Muerte y el Rey”, Colasanti adopta un tono narrativo agenérico, empapado de laconismo, que le permite acceder con maestría al soberbio final del cuento. Y este desapego a lo que ha llegado a ser un feminismo muy mal entendido sólo nos recuerda lo que de pronto olvidamos: que la literatura no está obligada a declarar su sexo.

 

Tierra mansa

Lucy Mendonça

“Yo aquí hallé sosiego.

”Aprendí de ellos, que no se apuran por nada.

”Al principio quise arreglar el huerto y cuidar el césped, reparar el tejado y remendar el revoque caído. Y los contrataba, y venían un día o dos y después desaparecían, se hacían humo. Y a veces prometían y no venían nunca.

”Recorría los barrios y hablaba con la gente y así aprendí a entenderles. Ahora sé cómo piensan y cómo viven y hasta casi me convertí en uno de ellos.”

Dio dos chupadas a la bombilla y, tras el ruido de succión que anunciaba que el líquido había terminado, me sirvió un tereré que acepté, para no desairarlo.

“Viven mal, pero no les importa. Su tierra se está empobreciendo cada vez más por la erosión, porque derriban los árboles de los montes para hacer sus capueras y la lluvia lava la tierra fértil. Los cerros que había eran hermosos y los bosques y el lago. Pero todo se está viniendo abajo, como las antiguas mansiones y las personas. Pero se nota todavía demasiado, todavía.

”De unos años a esta parte hay cambios que no preocupan a nadie; ni a mí tampoco, ahora.

”El lago se está colmatando y pudriendo, los peces están siendo devorados por las pirañas; los cerros están desapareciendo a golpes de dinamita o se están convirtiendo en cárcavas rojizas; los bosques están siendo reemplazados por cítricos y capueras y cocotales y las lluvias de verano están escaseando. Las grandes lluvias erosionan las calles y los campos y lavan la tierra de cultivo. Todo se está convirtiendo en zanjones y arenales. Acá la tierra es mansa como la gente, pero se desquita lenta y secretamente, devorándose a sí misma.”

Le devolví la guampa y él se sirvió; siguió hablando con indiferencia.

“Pero si a nadie le importa, a mí tampoco. Yo vine pensando que acá podía hacer algo cuando me amenazaron los del gobierno por mis artículos en el diario, y cuando decidí que era preferible hacer algo dentro que fuera del país. Y me refugié en la antigua casa de mi abuela. Y aquí aprendí muchas cosas. Aprendí una filosofía popular que en mis años de universidad no podía entender.

”Al principio no me resignaba. Quise nuclear a los más cultos en un club literario, pero no le interesó a nadie. Quise organizar una cooperativa de artesanos y prefirieron dejarse explotar por una institución de ‘damas de la caridad’ que les compra sus productos a precios miserables para revenderlos en ferias de beneficencia. Intenté muchas cosas, y después me tranquilicé.

”Usted pensará que están desmotivados, pero no es así. Sus motivaciones son propias y no dependen de ningún plan de ningún gobierno. Supongo que están cansados de que se les mienta. No creen en nadie más que en sus vivencias ancestrales.

”Cuando les viene la inundación y la sequía, alternativamente, sacan sus fetiches por las calles y se consuelan. Así son.”

Siguió hablando sin amargura, mirando la serranía esfumada contra el azul.

“Pero si a nadie le importa, a mí tampoco. Viven su vida y no les inquieta lo que anuncian los medios de comunicación. Se desquitan en los velorios, en las procesiones, en los bailes, en los casamientos y en la caña. Ahora también toman mucha cerveza y bailan y se visten como ven en la televisión. Para eso solamente trabajan. Para vestirse. Pero viven mal, muy mal, como yo aprendí a vivir.

”Y cuando les pregunto por el último escándalo que anuncian los diarios sobre la fuga de divisas, o el mercado negro, o las estafas públicas o la suba de los alimentos, se encogen de hombros y responden:

‘Y qué le vamos a hacer. Todavía estamos mejor que en otras partes. Así no más tiene que ser. Todavía tenemos mango, coco, guayaba y mandioca.’”

Me ofreció otro tereré que acepté con sacrificio para no desairarlo, a pesar de la repugnancia que me producían sus pocos dientes, negros de nicotina, su aspecto desaliñado y las largas uñas de sus pies enchancletados.

“Yo le pregunté el otro día a mi compadre Catalino que cuándo iba a salir de la cárcel el tío de su mujer que está a la sombra por el desvalijamiento del Banco Nacional de Obreros y él me respondió:

‘Y..., cuando todo esté tranquilo y la gente se olvide un poco.’

”Entonces le averigüé cómo, sabiendo como todo el pueblo sabe, que ese fulano es un ladrón público, le declararon, unos días antes de meterlo a la sombra, ‘Hijo dilecto’ del pueblo y le hicieron hablar en público en la apertura del campeonato de futbol del interior, y me contestó:

‘Sí, todos sabemos que es ladrón, pero ayuda pues a los pobres. Y nosotros somos, pues, cristianos, y sabemos perdonar.’

”Acá la gente es así. Me contó don Saturnino que el tipo ése que le envenenó a la rusa para robarle su casa después de hacer un arreglo con los impuestos atrasados de la pobre mujer, mandó decir desde la cárcel que pronto va a salir y le va a arreglar las cuentas a los que le delataron, porque tiene compadre poguasú.

”La consigna es: tranquilo pá...”

Le devolví la guampa con repugnancia y le dije gracias, pensando que ya había cumplido con él lo suficiente.

Por la calle erosionada, que más parecía una salamanca que calle, pasó una mujer llevando un enorme haz de leña sobre la cabeza, esquivando pozos y montones de basura y saludó:

–¡Adiooooo....!

–Adiós, Ña Fidelina –respondió y chupó con fruición la bombilla. Gruesas gotas de sudor le resbalaban de entre los cabellos ralos y pegoteados, por la frente y las sienes. Se secó con el dorso de la mano. Vacas perezosas rebuscaban hierbas en el basural.

Los mangos se pudrían en el patio, las avispas danzaban sobre ellos y las gallinas merodeaban en el viejo corredor enladrillado y sucio. Una caravana de hormigas negras se afanaba en trasladar insectos de una grieta entre los ladrillos hasta un agujero junto a la pared.

“Yo aprendí la lección. No hay que preocuparse si nadie se preocupa.”

Frente al viejo caserón donde estábamos charlando, había una choza miserable de madera, cercada de tacuaras, la inevitable capuera y unos diez muchachitos andrajosos corriendo detrás de una pelota de trapo.

“Esa familia que usted ve ahí es de doce hijos. Hasta hace unos tres años la madre era hermosa; ahora está deformada y sin dientes. Viven de la prostitución de la hija mayor, de algunas changas que hace el padre y de la ayuda de los curas.

”Esa, acá, es una familia bien constituida. Nadie trabajaba en serio. Y le pregunté una vez a su madre si no le molestaba que sus hijos mayores no tuvieran trabajo regular y ella me contestó:

‘Todos son muy güenitos: pelotean todo el día. Así somo. Qué le vamo a hacer.’

”El sueño de esta gente para sus hijos es que sean futbolistas. Sólo los tontos les buscan un oficio y los pretenciosos quieren para ellos un título para entrar a la administración pública y ‘forrarse’ como dicen.

”Y yo le tomé el gusto a esta vida. No se hace mal a nadie y nadie le molesta a uno. La cosa es acostumbrarse y después es fácil, porque nadie le pide nada a nadie. Vegetar no es tan malo, después de todo, y si la tierra se empobrece y la gente se empobrece, para eso está el gobierno y si al gobierno no le importa, a mí tampoco.

”Ellos son felices así como están y yo aprendí de ellos. Hasta me volví sociable. En las fiestas están vestidos a la moda Pettirossi y se saben divertir, y me aceptan.

”Hay que saber vivir.

”Al fin y al cabo cada uno hace lo que puede y de balde la gente se queja.

”Con nuestro sistema si uno no se mete con nadie, nadie se mete con uno.

”Y al menos no tenemos cuartelazos como antes. Yo aprendí eso y vivo tranquilo ahora. No cambiaría por nada mi manera actual de tomar las cosas, ni por las riquezas de los políticos y los jerarcas, que tienen que andar con guardaespaldas y todo eso.... Total si roban, es problema de ellos y para eso se toman sus molestias. Yo no tengo vocación para eso y vivo, en cierta forma, mejor que ellos, al menos sin sobresaltos. El que puede, puede, y el que no chía.”

Le di las gracias por su tiempo y me alejé del derruido caserón con desconcierto. Había renunciado a escribir un artículo sobre el que en un tiempo había sido llamado por la prensa “El tigre del periodismo”.
 


La muerte y el rey

Marina Colasanti



Noche, todavía no. Pero las nubes tan oscuras que era como si lo fuera. Y en la oscuridad pesada la Muerte, envuelta en un manto, galopaba su negro caballo hacia el palacio. Los cascos incandescentes incendiaban el pasto. Las piedras se deshacían en destellos.

Frente a la muralla, no gritó ni se apeó para llamar a la puerta. El manto crepitaba al viento. El caballo escarbaba la tierra con la pata. Ella aguardaba.

Al instante los pesados batientes se abrieron en un chirrido de herrajes. Y la Temible fue conducida en presencia del Rey.

–Su Majestad, os he venido a buscar –dijo sin rodeos.

–No me negaría a un llamamiento tan definitivo si no tuviera una buena razón –respondió el monarca con idéntica exactitud–. Pero le pido que no partamos ahora. Mañana habrá un torneo en los jardines del palacio. Y estoy seguro que su presencia dará otro valor a la disputa.

Un instante fue suficiente para que la Muerte evaluara el pedido. Y estuviera de acuerdo. Al fin y al cabo, un día menos poco pesaría en la eternidad. Pero pesarían mucho los que ella llevaría.

Se retiró pues, esperando el amanecer.

Estando aún oscuro, el castillo se agitaba preparando el torneo. Caballeros llegaban de lejos. En los jardines se armaban tiendas de campaña. Hogueras ardían en los talleres de los armeros. Cuando el sol nació, farfullaron las sedas, los gallardetes, las hojas de los árboles, y un idéntico brillo metálico saltó de las miradas, de las armaduras, de las joyas de las damas. En un instante sonaron los clarines y los caballos partieron a galope. Y la sangre floreció en el césped.

Por la noche la Susurrada se dirigió otra vez al Rey.

–Su Majestad, en mi morada nos esperan.

–En la mía también, señora –le contestó el Rey con dura voz–. Informantes me acaban de revelar que un grupo de conspiradores está pronto para alzarse en armas contra mí.

Dándole tiempo para que evaluara sus palabras, agregó en voz más baja, casi seductora: los que en las sombras se esconden habrán de necesitar su ayuda.

Vastas son las sombras, pensó la Muerte calculando su parte. Y una vez más aceptó postergar la salida.

Al atardecer del día siguiente, un mancebo fue apuñalado en un corredor oscuro, un ministro murió junto a una columna atravesado por una espada, mientras que de lo alto de una escalera una dama caía envenenada. Antes del nuevo amanecer el verdugo decapitó las otras cabezas que habían conspirado contra el Rey.

–Su Majestad, ya esperé más de la cuenta –dijo la Intransponible después de recoger la carta–. Mande ensillar su caballo. Y partamos.

–Es verdad, ha esperado. Pero fue altamente recompensada –le contestó el Rey–. Mandaré ensillar el caballo como me pide. Y partiremos. Pero no para seguir su senda. Les acabo de declarar la guerra a los países del Este. Y necesito su presencia en los campos de batalla.

Por antigua experiencia, la Muerte sabía cuánto podría cosechar en esos campos. Sin decir palabra emparejó su caballo con el del Rey y emprendió el largo viaje. Había mucho trabajo por delante.

No era trabajo de un día. Ni de dos. Muchos días transcurrieron. Meses. Años. En que la Sombría no se daba tregua, cortando, quebrando, arrancando. Y cosechando. Cosechando. Cosechando.

Y como había cosechado tanto, llegó un momento que la guerra no podía continuar más. Y terminó. Al frente del ejército diezmado el Rey y la Muerte retornaron a palacio. Y en la sala, ya desprovista de caballeros, el Rey firmó el tratado de paz.

Fresca aún la tinta, la Insaciable se aproximó al Rey para recordarle que otro viaje lo aguardaba.

–Iré, amiga mía –le contestó con voz gastada de tanto gritar órdenes–. Pero mañana. Ahora es tarde. Y estoy tan cansado. Permítame dormir en mi cama sólo esta noche.

Y puesto que la Muerte hesitaba: “Sea generosa conmigo, que le he dado tanto.”

Una noche, pensó la Invencible, no haría diferencia. Y también ella merecía un descanso. Como en el día de su llegada, ahora tan lejano, se retiró a sus aposentos.

Silencio en palacio. Sólo el sueño recorría los corredores. Pero en su habitación el Rey permanecía despierto. Había llegado el momento. Se levantó, se cubrió con un manto, agarró el candelabro con la vela encendida, abrió la pequeña puerta que una cortina ocultaba y entró en el pasadizo secreto tratando de no hacer ruido.

Bajó algunos peldaños, siguió por el fangoso piso entre paredes estrechas, bajó una escalera enorme, avanzó por una especie de corredor interminable, bajó otros peldaños. Finalmente, con la cabeza gacha para evitar las telas de araña, dio un tirón a una argolla de hierro y una puerta se abrió. Había llegado a la caballeriza.

De un suspiro el viento apagó la vela. Tanteando agarró montura y arreos, y con gesto rápido ensilló el caballo. Lo montó de un salto. Le clavó las espuelas. Soltó las riendas. Y ya estaba afuera galopando en la noche, alejándose de palacio.

Galopaba el caballo. Por un instante las nubes se abrieron, la luz de la luna mordió el pescuezo de la bestia. Fue entonces que el Rey notó que el caballo era más negro que las tinieblas. Y que al pasar, los cascos incandescentes quemaban el pasto deshaciendo las piedras en destellos.

Traducción de Silvia Peres