La Jornada Semanal, 18 de febrero del 2001


LAS   ARTES  SIN  MUSA
 


 

Coleccionismo digital

Héctor Perea

“Podría cometerse un asesinato por una pieza así... o incluso algo peor...” Esto pensó Jonathan Edax, el personaje del ensayista Cyril Connolly, ante una tetera Reina Ana que no le pertenecía y que de seguro “causaría estragos” en su colección de georgianas. Y es que el coleccionismo suele remover todo tipo de pasiones. Entre las más comunes, desde luego, las más bajas. De esto, del vicio por la búsqueda de objetos singulares y de las artimañas que rondan su apropiación tratan dos de las novelas de moda en Europa: La trampa maestra, del periodista Michael Frayn, finalista del Premio Booker en Inglaterra, y Bajo la luz de la laguna, del alemán Hanns-Josef Ortheil. A diferencia de Edax, adicto sobre todo, como el propio Connolly, a la adquisición de libros raros, los personajes de los dos novelistas concentran sus movimientos obsesivos y hasta perversos en función de allegarse las pinturas más sutiles de su tiempo o de otro anterior.

La piedra de toque de estas dos narraciones ensayísticas y del ensayo narrativo de Connolly, donde la apropiación de los objetos deseados se lleva a cabo bajo una dudosa legalidad, será un ejercicio ya referido que suele trascender los límites temporales y la pureza de las intenciones. Me refiero al coleccionismo puro y duro, a ese afán acumulativo furibundo, injustificado, enfermizo ante los ojos de aquellos que no lo padecen. Y tan normal para los contaminados.

Pues bien, en la red de redes comienzan a surgir manifestaciones de este tipo, nacidas de la misma pasión que invadió a Pedro el Grande o al archiduque Leopoldo Guillermo, tan bien retratado por David Teniers entre los cuadros de su galería de Bruselas. No faltaba más en un medio que no sólo permite la acumulación, sino que aun pareciera exigirla para su mayor aprovechamiento. Brewster Kahle, por ejemplo, hace dos años se propuso guardar en un archivo digital todas las páginas web en inglés que aparecieran en internet. Así lo ha venido haciendo, y ¡por duplicado! Su meta original fue superar la biblioteca de Alejandría, cosa que consiguió en apenas unos meses si nos atenemos a los engañosos números. La reunión de materiales alcanza hoy, según se informa en el proyecto de Kahle, The Internet Archive (http://www.archive.org), un billón de páginas. Esto significa 13.8 terabites y el contenido de cincuenta mil sitios. Estas páginas, impresas en papel, tendrían más o menos el equivalente de los fondos de la Biblioteca del Congreso norteamericana. Y por la forma en que este archivo va creciendo, seguramente los superará en poco tiempo. Desde luego que en este sitio, cuyo lema es “construyendo una biblioteca de internet”, no se habla de la calidad de los materiales, o de incluir –como sí lo hace la Biblioteca del Congreso– lo que se edita en otras lenguas. En este sentido, la actitud de su editor mucho tiene que ver con aquella inclinación furibunda, acumulativa, enfermiza e injustificada del coleccionismo.

Otro ejemplo de esta actividad en la red es Wonderwalker (http://wonderwalker.walkerart.org) http://wonderwalker.walkerart.org), “fantasmagoría de objetos web”. Este sitio, basado en la vinculación de páginas y no en el agrupamiento desmedido de bites es, en palabras de sus editores, Marek Walczak y Martin Wattenberg, una herramienta para los coleccionistas de links o direcciones electrónicas. Y lo que pretende es convertirse en un mapa de acceso a los objetos virtuales más raros y extraordinarios difundidos por internet. La idea de esta galería o gabinete de aficionado partió del espíritu con que se hicieron, en el siglo xvii, los cuartos de maravillas. En Wonderwalker figura una idea clave dentro de internet y de aquellos salones de curiosidades. En las dos iniciativas el coleccionismo individual lleva necesariamente a la exhibición pública, al diálogo abierto y no al encierro tacaño.

Los iconos de acceso a los objetos coleccionados en Wonderwalker tienen tres presentaciones, sólo diferenciadas por el criterio de acomodo del material. En la primera, llamada “Mapa”, se muestra una constelación caótica de símbolos creados por los propios coleccionistas. El resultado visual es una gran mancha, una nube de insectos virtuales que sobrevuela la pantalla. En este espacio se ve el material tal y como lo dejaron los partícipes del juego. El mapa sensible, así, da la impresión de un cuarto, más que de maravillas, de juguetes en desorden. En la segunda forma del índice de este sitio, titulada “El coleccionista”, los iconos se encuentran ordenados en función de quién los seleccionó. La tercera forma de acceso o, más propiamente, de conexión con los contenidos mundiales del sitio, representa un cronograma en el que los objetos propuestos aparecerán dentro de una línea temporal que los relaciona entre sí.

Wonderwalker no es una colección de obras bellas y palpables, como las que uno esperaría encontrar en la galería del archiduque Leopoldo Guillermo o en la colección de teteras de Jonathan Edax. Es más bien un compendio de rarezas, de páginas disparatadas y aun absurdas. Más que la visión de un coleccionista en particular, lo que este espacio busca es concentrar los afanes indagatorios y acumulativos de algunos internautas enviciados por aquello que, de tan personal, apenas descubierto suele escurrirse por entre los dedos.

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