Jornada Semanal, 25 de febrero del 2001 

(h)ojeadas

La innata naturalidad del artificio

Enrique Héctor González


Con Augusto Monterroso en la selva literaria,
Ediciones del Ermitaño,
México, 2000.


Sin constituir una tradición documentable, la literatura humorística en nuestra lengua ha fecundado, en todas las épocas y géneros, textos con una fuerza que ya exigiría su estudio atento por parte de la crítica y la historiografía literarias, a quienes el fenómeno les ha interesado poco por una razón evidente: los teóricos, los críticos, los investigadores suelen ser gente que se toma demasiado en serio. No obstante, si se trazara una línea desde Cervantes y el Quijote, Quevedo y la picaresca, el altísimo ludibrio de la poesía barroca, Villarroel, Larra, Sarmiento, ciertos Clarín y Payno y la juguetona musicalidad de alguna poesía modernista, hasta la generosa progenie de poetas y prosistas de todas las latitudes que, en el siglo recién cumplido, van de Gómez de la Serna y sus greguerías a Bioy y sus invenciones, del Paso y su Palinuro, Ibargüengoitia, Bryce Echenique, Cabrera Infante, Juan Villoro, Nicanor Parra, Gerardo Deniz y un largo etcétera de autores, un guatemalteco nacido en Honduras y avecindado en México desde hace más de medio siglo ocuparía un lugar inevitable.

Augusto Monterroso ha merecido más homenajes de los que su ánimo ameno haría suponer que recibiría, toda vez que la obra de un humorista de su estirpe –que es la de los que, con toda razón, se niegan a pertenecer a una categoría reductora a la obligación de ser chistoso– casi nunca es advertida en un medio (el literario) dadas la arrogancia intelectual y la petulancia petimetre. Con la misma cuidadosa pulcritud con que Jorge Ibargüengoitia rechazaba el “puesto” de humorista que los editores del Excélsior de Scherer pretendían endilgarle (digno de Almazanes de la improvisación y gente de hesa calaña), Monterroso evita a toda costa una etiqueta que no por aproximada dejaría de ser paralizante. Sus textos, breves no sólo en virtud de sus dimensiones reales sino por una paciente voluntad de asepsia sintáctica que elude o sobreactúa periodos muy extensos (de modo que la pausa constante a veces deviene recta carrera hacia un abismo donde la lectura se defenestra en broma), son una lección de concisión verbal. Su obra será siempre un legado de elegancia para las generaciones futuras que, como en su famosa fábula “La oveja negra”, podrán ejercitarse en el arte de exculparlo (antes que de esculpirlo) del bochornoso aburrimiento que provoca la literatura de muchos de sus contemporáneos.

Con Augusto Monterroso en la selva literaria constituye una edición agradable y agradecible al mismo tiempo. Lo primero se debe, entre otras cosas, al cuidado tipográfico y fotográfico del libro, que puede leerse –en imágenes– como una cronología visual del autor y la fauna literaria mexicana del último medio siglo; lo segundo, por tratarse de la reunión de materiales diversos en torno al autor de unas Obras completas (y otros cuentos) que ya merecía una selección incompleta (y otras pizcas) tan diversívoca como la presente.

El material del libro es ¿deliberadamente?, desigual. Compuesto por siete secciones de longitud decreciente, va ganando en fuerza conforme las páginas se van reduciendo y condensando, como en una metáfora de la propia escritura de Monterroso, que no admite despilfarros y se mueve con dificultad en la abundancia. La reunión de las quince intervenciones en la entrega del Premio Juan Rulfo, que Tito (su nombre compactado también en un hipocorístico proverbial) recibe en 1996, pudo evitarle al lector el fárrago de los discursos oficialescos y anodinos que desmerecen imprudentemente junto a las tres precisas observaciones de José Miguel Oviedo (Monterroso es humor, brevedad y modestia), las ocurrencias de Von Ziegler y Monsiváis, y el razonado jardín de Juan Villoro, quien escribe el texto más digno de premio y premiado: sobrio, ameno, riguroso.

Las entrevistas dejan mucho que desear, sobre todo si pensamos en Viaje al centro de la fábula, libro organizado por el propio autor y en el que se recogen conversaciones sabrosas y nutritivas que cumplen con la condición de forma literaria que el autor le otorga a la entrevista, el género propio del siglo xx. A menos que la intención sea la de hacer del ripio ocasión para la burla metaliteraria, o la de servir al propósito de que el lector conozca a un Monterroso fuera de su elegante contención natural y justamente indignado con la ignorancia y la irrespetuosidad intelectual del entrevistador, algunas de estas charlas no pueden evitar los lugares comunes al uso (lo breve, si bueno, dos veces...; ¿se consigue el ritmo por medio de las repeticiones?), la precariedad crítica y la vergüenza ajena.

Los artículos sobre Monterroso de la tercera sección son lúcidos en casi todos los casos, en una gama que va de la pedantería colérica de Sheridan a la académica ilegibilidad de Blecua, sobresaliendo sin duda “Mosquearte”, el texto de Esperanza López Parada, viaje alrededor de la mosca como figura literaria típicamente monterrosiana. La conversación con Jitrik que constituye la cuarta parte del volumen es, por su parte, una muestra de lo que dos escritores inteligentes pueden llegar a abordar en una charla en la que, a pesar de rozar a ratos una especificidad que habría hecho huir al resto de los comensales, se enfrascan en el ejercicio de discutir el concepto de “desacierto literario” tal como lo apunta al pasar Lezama Lima y lo trae a cuento el crítico argentino. Monterroso y Jitrik se preguntan entonces por la razón de la escritura, por el azar del gusto que enaltece y obnubila o deplora y deporta al juicio del tiempo una obra en su momento incomprensible; hablan de la forma con la informalidad de quien pierde todo temor a parecer inteligente (siéndolo realmente), a eludir la abstracción boba y la mentira estéril de los estetas de cámara porque, lo saben, son sólo dos amigos platicando de literatura. Se dan el lujo de quitarse la palabra y arrojar ciertas verdades provisionales por la borda de su barco ebrio (quiero pensar bien y suponer que bebían mientras charlaban). Cuando Jitrik suelta, menos para impresionar que para mostrarse impresionado, “que la verdadera lectura es la que suspende en el que lee todo el saber que posee”, ambos tienen ocasión de comparecer ante el espejo que es cada uno cuando se habla con el alma en la epidermis y soltar las amarras a lo que se cree sin proselitismos, sin espíritu pedagógico. Junto con la cuidadosa recopilación fotográfica, esta es la parte medular del libro y la que cierra los textos ajenos que lo constituyen.

Las secciones quinta y sexta son tres prosas de Monterroso y apenas ocupan unas cuantas páginas. La primera recoge los discursos que el autor leyó en la recepción de dos premios literarios: el que le otorga, en 1993, el Instituto Italo Latinoamericano, en Roma, y el Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, concedido en Guadalajara tres años después. Es un Monterroso forzado por las circunstancias el que de seguro lee sin quitar la vista de lo escrito (por taimada timidez, por pura pereza de la pena), la serie de agradecimientos al uso que se estilan en estas ceremonias, aligerados aquí y allá con su gracia natural. La penúltima parte de Con Augusto Monterroso (en la selva literaria, reza el súbito subtítulo en tipo menor) nos ofrece su texto “El árbol”, prosa híbrida que es un ensayo, un cuento, una reflexión y una apología de la palabra de su título como metáfora de la azarosa riqueza de la creación literaria, del árbol que sacude el escritor cada vez que se empeña en deshojar la lengua en la que escribe y desgajarse frente a la página en blanco –o la pantalla vacía. La última sección es un repaso cronológico que nos informa en qué año y qué publica, dónde y cada y cuándo se va de coloquio o de cursillo el nómada creador del sedentario Eduardo Torres, kantiano filósofo de San Blas.

Es curioso que un libro de homenaje a Monterroso sólo despierte la tentación de decir algo sobre un autor del que es difícil no gustar; el impulso de gastarse en describir por qué nos agradan sus fábulas o nos regocijan sus novelas de una sola línea; la curiosidad malsana de formular, jamás como él, lo que a nadie (tal vez sólo a él, sincero hasta la saciedad de confesar que lo conmueve que alguien se ocupe de su obra) le interesa probablemente escuchar. Sin embargo, este libro juega la apuesta de recoger formas muy desiguales del elogio a un autor cuyo buen gusto se nota hasta en el cuidado con que usa el punto y coma, el signo más elegante y el peor utilizado en la prosa actual. ¿La gana? No, si pensamos que le hace falta una poda a las primeras secciones del volumen. Sí, en atención a que, haciendo caso omiso de la evidente disparidad y voluble pertinencia de los textos que lo conforman, genera en el lector la sospecha de que, sin duda, casi todos le debemos algo a Monterroso: la filatélica perfección de sus miniaturas literarias, aunque pocos sepan articular su pasmo y casi nadie atine a devolverle una explicación verosímil de cómo consigue el multum in parvo de su envidiable aleph literario, la gracia, la buena sazón con que cocina al natural su palabra amena, el prodigioso artificio de su prosa precisa •
 



 
 

n o v e l a

A merced de los mastines

Juan Antonio
Masoliver Ródenas

Luis Goytisolo,
Escalera hacia el cielo,
Espasa,
Madrid, 1999.


Escalera hacia el cielo es, por muchas razones, una de las novelas más completas e interesantes de Luis Goytisolo. Hay un regreso a dos de las virtudes más notables de un libro para mí canónico si los hay, Las afueras: una estructura muy controlada y a la vez totalmente abierta, que en Las afueras borra la división entre novela y cuento y que aquí deja, de forma muy explícita, un final abierto: “Pues déjalo abierto” son las últimas palabras del libro. De muchos personajes no sabemos el desarrollo final de sus respectivas historias. Y, por supuesto, las escaleras apuntan hacia el cielo pero el cielo y el Cielo son inalcanzables. También como en Las afueras, hay una genuina simpatía hacia los humillados, hacia las víctimas de los mastines, que unas veces aceptan fatalmente su destino, como el señor Ginés, oportuna y arriesgada vuelta de tuerca en el desarrollo narrativo, el anónimo loco de los almacenes Al Monte o la pobre quiosquera, con sus “ojos arrasados”, una “expresión dolorida de íntimo sufrimiento”. Gente humillada que subraya la división de clases (en una sociedad como la actual, en apariencia tan distinta a la de la época represiva en que fue escrita Las afueras), expresada a través de uno de los símbolos centrales de la novela, el excremento, aquí las cagadas de tres corpulentos mastines, “sustancialmente distintas de las cagarrinas renegridas y difíciles de los perros pobres. Qué peligro”.

Mastines que nos llevan a otro sector de la sociedad: el de la nueva burguesía, la madrileña y la catalana, retratada de forma despiadada precisamente porque el narrador, siempre invisible, extrema su objetividad, hasta el punto de que ningún personaje, tal vez con la excepción del escritor Martín Solé, es totalmente negativo. Nos encontramos, pues, con personajes muy parecidos a los de Antagonía, pero aquí en una sociedad muy distinta, en la que ellos son ya maduros protagonistas.

Como ocurre en las novelas de Vargas Llosa, la estructura juega un papel decisivo en la dinámica del relato. Pero aquí se va más lejos: la complejidad contrapuntística (de una novela, por otro lado, de una impactante claridad y con una trama muy atractiva) no desplaza centros sino que destaca la presencia de distintos centros relacionados entre sí, como lo están los destinos de los personajes. El punto de arranque parte de un malentendido: Beatriz Llorach organiza una fiesta para celebrar el éxito de su programa televisivo Escaleras arriba. Entre los invitados están Patrick Izaguirre, español de origen siberiano, que ha vivido en Moscú y en París, ciudades en las que ha dejado una historia de rupturas amorosas, y Javier Lozano, atractivo joven publicista que acaba de ser abandonado por su compañera María José, también ella, como Patrick, con una dolorosa historia de fracasos amorosos.

Beatriz, una mujer extraordinariamente libidinosa (“le gusta que la enculen, por ejemplo. En eso sí que es como las grandes estrellas de la pantalla. Y muy española, claro”), se siente atraída por Patrick, que trabaja en Al Monte, pero que está exponiendo en una galería sus brillantes fotografías de tetas y de falos. Por un malentendido, el esposo de Beatriz, Estanislao, celestino de su mujer de la que está profundamente enamorado como ella lo está de él, cree que quien se ha acostado con ella hasta agotarla de placer ha sido Javier quien, por ambición, se prestará al juego de Estanislao, que le propone una especie de ménage à trois. Nunca sabremos con quién se ha acostado Beatriz.

La fuerte carga sexual del libro nos remite a las últimas novelas de Luis Goytisolo, que culminan en Placer licuante. Pero aquí, más que nunca, hay una fuerte identificación entre sexo y poder, las dos fuerzas inseparables que condicionan la conducta de los distintos personajes, con la excepción de Patrick y María José, los protagonistas de un desenlace feliz propiciado por unas vidas sin prejuicios pero limpias y desinteresadas. Se pude añadir al abogado Sanromá, quien vive melancólicamente el final de una época y cree que la salud y el dinero no son lo más importante. Precisamente todo lo contrario de lo que creen Beatriz y Estanislao, para quienes la fiesta sirve también para facilitar el éxito personal; Javier, quien en su ciega ambición es capaz de encular a Estanislao, o la activa Paula, que sólo concibe una vida dedicada al trabajo y, los fines de semana, al sexo, lo que explica sus teorías sobre la energía y su obsesión por la salud, y que esté dispuesta a cargarse a todas las que muestren verdaderamente ambición: “Nada de jovencitas calculadoras que acabarán yéndose a por ella.” Un temor que comparte Martín Tomás, el vulgar jefe de Patrick, dispuesto a “hacer méritos sin piedad y sin escrúpulos” en su trabajo. Más penosos resulta el novelista Martín Solé, obsesionado por seducir a María José, para acabar medio borracho tirándose patéticos pedos.

Porque todos los personajes (y esta es la eficaz objetividad que he mencionado antes) son, asimismo, seres débiles, víctimas de sus pasiones. Todos necesitan un abogado, todos necesitan a sus madres, en casi todos hay una obsesión excrementicia, se buscan atemorizados en el espejo, carecen de verdaderos amigos e ignoran que son profundamente infelices. Y de esta infelicidad el cronista no va a ser el ridiculizado Martín Solé (sátira tan injusta como brillante y necesaria, en nuestra complacida y cobarde sociedad literaria: la víctima, o una de ellas, es un conocido escritor barcelonés) sino el más oculto de todos ellos pero fácilmente visible por su personalísima concepción de la novela. Escalera hacia el cielo es una novela moderna que recupera la necesidad de contar, intrigar, provocar y entretener al lector•
 


e n s a y o
 
 

“Y cuando gana el barça cree que hay dios y es azulgrana”
 
 

Leo Mendoza



 
 

 
Javier Marias,
Salvajes y sentimentales. Letras de futbol,
Aguilar,
España, 2000.


El futbol, diría Valdano, es tan democrático en su práctica que no sólo cualquiera puede jugarlo sino que todos creemos saber sobre este deporte fascinante e incluso no falta quien escriba sobre él. Pero, como el mismo juego, no a todos quienes escriben sobre éste tienen gracia para el regate y el amague, para la finta y el chanfle: los comentaristas profesionales –con sus honrosas excepciones– generalmente adolecen de falta de pasión y aun de entrega. De ahí que la mirada del aficionado es, en muchas ocasiones, mucho más certera e intensa. Quizá por ello sea tan ilustrativo y divertido leer las notas que Javier Marías le ha dedicado al deporte y que las más de las veces están ligadas al equipo de sus amores: el Real Madrid.

Así como otros son culés –Joan Manuel Serrat y Manuel Vázquez Montalbán llevan en su pecho los colores azulgranas–, Marías es merengue en cuerpo y alma. Algo lógico puesto que nació en Chamberí y su padre –el filósofo Julián Marías– salió malparado de la guerra civil. El Real Madrid, a pesar del adjetivo y en contra de las banderas nazis que algunos ultras ondean hoy, fue el equipo favorito de muchos republicanos porque les recordaba a la ciudad que resistió heroicamente a las tropas franquistas –con esperanza que es alegría, como cantó Alberti en un poema dedicado a su perro Niebla– y porque muchos de sus jugadores gustaban de correr por la banda izquierda. Sin embargo, la explicación resulta demasiado racional: una pasión desafía a la lógica. No existe una razón para irle a un equipo más que el amor que nos despiertan sus colores, su historia y las tardes de angustia en el estadio. Y es que el único amor que permanece es el que sentimos por nuestro equipo, a lo mejor porque es el único que se acepta unilateralmente.

Al analizar el fenómeno del futbol, Javier Marías nos habla en este puñado de artículos de todos los elementos que hacen tan disfrutable el juego: ir a un partido significa recuperar semanalmente la infancia, la semejanza que un cotejo tiene con las viejas películas de suspenso –antes que el método Field convirtiera el guión en un mecanismo de relojería. Y también del buen sentido antipatriótico que todo hincha posee, porque su equipo es más importante que su selección nacional. Afortunadamente, ya que todo patriotismo exacerbado es siempre sospechoso y ramplón, como bien lo sabía el doctor Johnson.

Javier Marías se pregunta qué es aquello que despierta la pasión de un hincha por su equipo y la respuesta es contundente: su personalidad. Así, puede decirse que el Barça parece tímido y algo cohibido, mientras el Real Madrid es conquistador y posee cierto aire de chulería. Cada equipo tiene una marca distintiva que desgraciadamente se desvanece en estos días de cambios, transferencias y compras masivas de jugadores. Por suerte algunos conservan su estampa en nuestros pagos: el Atlante es un equipo capaz tanto de estar en la punta del torneo como en la lucha por el no descenso. Alguna vez Efraín Huerta dijo que era atlantista porque era un poeta de media tabla, y sus hijos aprendieron de la angustia y la zozobra que significa ser azulgrana en nuestro país.

Uno de los artículos del libro –recopilados por el periodista alemán Paul Igendaay– está dedicado al cumpleaños del Barça ya que Marías sabe lo importante que es un buen rival: sólo un verdadero aficionado puede vibrar ante la llegada de un derby de España como un hincha mexicano espera con mal disimulada impaciencia el enfrentamiento entre las Chivas y las Águilas. Un buen contrario es parte de la memoria histórica de un equipo y de su orgullo: quizá por ello los dream teams del basquetbol no despiertan pasiones en la Olimpiada, ya que si la lucha no es entre pares no tiene sentido, y hay ocasiones en que un gran enemigo resulta hasta fraterno: un aficionado sabe que, por más mal que ande su equipo, es capaz de renacer cuando le toca enfrentar a su acérrimo rival. Durante años, en una futbolito de corcholatas que construyeron los dos hermanos Marías, Javier llevó los colores azulgrana porque su hermano, constructor y diseñador del campo, se había apropiado de los merengues. Quizá de este sentimiento infantil nació su respeto por los rivales que valen la pena por lo que son, lo que no le impide hacer rabietas cuando el Madrid pierde el derby.

Curiosamente, y como buen aficionado, a Marías le alarma el protagonismo exacerbado de los dirigentes quienes, por momentos, olvidan que los verdaderos hacedores del juego son los futbolistas: por eso su libro está plagado de homenajes y críticas en torno a las figuras que marcaron y marcan el juego, que han sido profundamente significativos o que le caen mal al escritor –quien por cierto vaticinó que Francia no saldría campeón del mundo con un portero con la vestimenta y la pinta de Barthez. Pero ahí están el gran Di Stefano –argentino idolatrado por la afición española–, Ronaldo, Cantona y el antipático Gil al cuadrado. Y también los gestos que quedan marcados para siempre en el recuerdo: el abrazo de Hierro y Zubizarreta al finalizar el partido contra Nigeria, que de alguna manera era la despedida del vasco. Con su libro, Marías se suma a muchos otros que han escrito sobre el libro y sobre el juego. Johan Huzinga señaló en Homo ludens que una de las conductas que definen antropológicamente al hombre es el juego. Giorgio Manganelli, al escribir sobre el calcio, dijo que era, sociológicamente, un esquema muy claro de la lucha de clases: los ricos abajo, en el campo, con sueldos millonarios, mientas que la masa de trabajadores los apoyaba en la tribuna. Di Stefano habló casi con cariño de la pelota en sus memorias, a las que tituló Gracias vieja, mientras que Maradona se dedicó a construir su propio monumento. Y es que sobre el futbol se puede decir casi cualquier cosa porque, como todo juego, semeja a la vida. Y algunas ocasiones es mejor •
 
 


FICHERO
 Los libros que llegan a nuestra redacción

antropología

• Los guardianes del conocimiento, Joan Parisi Wilcox, traducción de Daniel Aguirre Oteiza, Ediciones B, Barcelona, España, 2000, 330 pp.

biografía

• “Patria”, tu ronca voz me repetía... Biografía de Vicente Rivapalacio y Guerrero,José Ortíz Monasterio, Serie Historia moderna y contemporánea 32, Instituto de Investigaciones Históricas, unam/ Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 1999, 300 pp.

economía

• La globalización en el siglo XXI: Una perspectiva mexicana, Rosario Green, Secretaría de Relaciones Exteriores, México, 2000, 110 pp.

• Tercera vía. La nueva economía mixta que impone el pragmatismo, Fernando Jeannot, Plaza y Valdés Editores, México, 2000, 235 pp.

ensayo

• Cultura, ¿para qué? Un examen comparado, Jorge Ruiz Dueñas, Col. El ojo infalible, Editorial Océano, México, 2000, 181 pp.

ensayo (literario)

• Jorge Luis Borges. Intervenciones sobre pensamiento y literatura, William Rowe, Claudio Canaparo, Annick Louis (compiladores), Editorial Paidós, Buenos Aires, Argentina, 2000, 313 pp.

• La otra exactitud. Análisis de la obra poética de Carlo Antonio Castro, V. Antonio Tejeda-Moreno, Edición del autor, México, 2000, 307 pp.

ensayo (político)

• El otro Davos. Globalización de resistencias y de luchas, François Houtart y François Polet (coordinadores), traducción de Benito Martínez y Víctor Velembois, Plaza y Valdés Editores, México, 2000, 181 pp.

ensayo (sociológico)

• Centro Histórico. Ciudad de México. Medio ambiente sociourbano, Rubén Cantú Chapa, ipn/Plaza y Valdés Editores, México, 2000, 232 pp.

• Chiapas. Una apuesta económica, Sergio Mota, Ediciones Castillo, n.l., México, 2000, 108 pp.

• Km. C-62. Un nómada del riel, Lourdes Roca (y documental en video), Instituto Mora/Conaculta/Fonca/Plaza y Valdés Editores/Historia Oral/Conacyt, México, 2000, 239 pp.

filosofía

• Sobre la música, Theodor W. Adorno, traducción de Marta Tafalla González y Gerard Vilar Roca, Col. Pensamiento contemporáneo 62, Ediciones Paidós/ice de la Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona, España, 2000, 90 pp.

historia

• El comercio exterior de México, 1713-1850, Carmen Yuste López y Matilde Souto Mantecón (coordinadoras), Col. Historia económica, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora/Instituto de Investigaciones Históricas-unam/Universidad Veracruzana, México, 2000, 259 pp.

• El siglo de la Revolución Mexicana, Jaime Bailón Corres, Carlos Martínez Assad, Pablo Serrano Álvarez (coordinadores), tomos I y II, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana/Secretaría de Gobernación, México, 2000, 377 pp. y 463 pp., respectivamente.s

• Historia de las librerías de la Ciudad de México. Evocación y presencia, Juana Zahar Vergara, Serie Monografías 28, unam/Plaza y Valdés Editores, México, 2000, 219 pp.

• Los nobles ante la muerte en México. Actitudes, ceremonias y memoria (1750-1850), Verónica Zárate Toscano, Centro de Estudios Históricos/Instituto Mora/El Colegio de México, México, 2000, 487 pp.

• Visión extranjera de México 1840-1867, José Enrique Covarrubias, Serie Historia moderna y contemporánea 31, Instituto de Investigaciones Históricas, unam/ Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 1999, 180 pp.

narrativa

• Los condenados en su tierra, Rubén Múgica Vélez, Plaza y Valdés Editores, México, 2001, 149 pp.

poesía

• Azul de colombina, Clara Alicia, Plaza y Valdés Editores, México, 2000, 153 pp.

• Causas y azares, Magali Lara/María Baranda, Col. Los poetas, Editorial Aldus, México, 2000, 64 pp.