Jornada Semanal, 4 de marzo del 2001 

Marco Antonio Campos

A la búsqueda del doctor Pereira
 

“Es un fantasma que de pronto surge y creemos verlo en la banca de un parque o en la mesa solitaria de un café y que dejamos de ver de pronto.” Para Marco Antonio Campos, así de elusiva y de paradójicamente intensa es la presencia de todos los Pessoa habidos y por haber en la obra de Antonio Tabucchi, ese pirandelliano autor nacido en Italia y vuelto a nacer en un Portugal histórico y literario y aún más entrañable a partir de que el autor de “El juego del revés” y Sostiene Pereira lo ha vuelto escenario irremplazable de la feliz alucinación que Campos, en este inteligente y cálido ensayo, analiza para nuestros lectores.

Subir al Everest

En una de sus crónicas de El equipaje del viajero, José Saramago recordaba la vez cuando era niño que subió hasta la copa de un fresno de treinta metros. Según las capacidades que tiene cada quien, aquel ascenso era una pequeña hazaña gigantesca parangonable figurada y emblemáticamente a la de los alpinistas que son capaces de poner la bandera de su país en la cumbre del Everest. Una metáfora parecida es la que se halla en Sostiene Pereira, quizá la mejor novela de Antonio Tabucchi. La pequeña rebeldía gigantesca del doctor Pereira es equiparable, tratándose de quien se trata, a subir al Everest o llevar a cabo las acciones heroicas de Rolando o del rey Arturo.

El personaje central, Pereira o el doctor Pereira (no sabemos por qué doctor e ignoramos su nombre de pila) es un sesantenne gordo, viudo, con problemas cardiacos, católico pero no creyente en la resurrección de la carne, hijo del ya difunto dueño de la funeraria llamada Pereira la Dolorosa, ex cronista de la página negra de un diario de gran circulación, redactor de la página cultural de un vespertino modesto de la capital portuguesa, el Lisboa, para el cual escribe artículos sobre aniversarios y defunciones de escritores y realiza traducciones de cuentos de los siglos xix y xx franceses, quien recuerda como si fuera hoy los años de los estudios en Coimbra, que tiene la manía a la vez tenebrosa y delicada de conversar con el retrato de su mujer muerta, que le disgustan las personas fanáticas y las personalidades literarias y políticas tipo D’Annunzio, Marinetti y Claudel, y que en el verano abrasador de 1938 conoce una transformación extrema de los valores apagados que hasta entonces mantenían y sustentaban su vida.

Un país irrespirable

La novela ocurre, dijimos, en el verano de 1938, o para ser más precisos, del 25 de julio a fines de agosto, cuando ya los fascistas se han consolidado en Alemania, Austria e Italia, en España están a un paso de ganar la guerra y en Portugal la dictadura salazarista está terminando de apretar los goznes para cerrar las puertas del país a Europa. En la nota final a la novela Tabucchi dice por qué eligió el año: “Volví a pensar en Europa al borde del desastre de la segunda guerra mundial, en la guerra civil española, en la tragedia de nuestro [el italiano] pasado próximo.”

En Lisboa las paredes oyen. Los teléfonos están intervenidos y no se sabe si con quien se habla es un informante. ¿Cómo decir algo impropio si el director del periódico es un adicto del régimen, si el amigo antiguo de Coimbra, el profesor Silva, con quien se confiesa, prefiere irse a la cómoda y no meterse en problemas con el gobierno, si la portera misma del edificio del periódico es confidente de la policía política?

En las plazas se extienden grandes mantas donde se honra a Francisco Franco, en las ceremonias oficiales abunda la gente con camisa verde y pañuelo en torno al cuello, y en la prensa se sigue con pasión al batallón Viriato que lucha al lado de los fascistas en la guerra civil española.

En ese periodo principia la desbandada del Portugal de artistas e intelectuales. En el fascismo, salvo los loros del régimen, no tienen cabida las voces críticas. Hay una página en la novela, al inicio del capítulo 14, donde Tabucchi hace que Pereira oiga en el British Bar del Cais de Sodré, una supuesta conversación entre el novelista Aquilino Ribeiro y el diseñador de vanguardia Bernardo Marques, quienes, sintiendo ya el clima opresivo, oyendo pasos quemantes en la azotea, toman dos vías de rechazo diversas: Ribeiro quiere emigrar a París y Marques se niega a trabajar más. “Este es un país horrendo, es mejor no trabajar con nadie”, sentencia con amargura. En una sola y espléndida página Tabucchi recrea toda la atmósfera del terror que se ha iniciado.

El sueño y el sueño del sueño

Borges decía que la literatura es un sueño dirigido. Quizá antes de conocer esta definición Tabucchi ya la aplicaba con habilidad en su literatura. No sólo ha vuelto ficción los sueños de otros y suyos, sino los sueños de sueños, o mejor, los ha vuelto continuos momentos imaginativos. Dentro de sus libros tenemos especial gusto por La dama de Puerto Pim, fragmentos de historias e historias fragmentadas que recoge del azar fértil durante un viaje por las Azores; Réquiem, un día en la vida de un personaje en la ciudad de Lisboa a la busca de un personaje llamado Fernando Pessoa; su brevísima obra teatral Al señor Pirandello lo llaman por teléfono, que se lee como un cuento fantástico, y desde luego Sostiene Pereira, la corona áurea de su obra. Es lo que más hemos degustado de una obra en la que casi no hay libro malo o deficiente. Pese a publicar uno o dos libros de creación por año, no sentimos, o poco, que Tabucchi se repita. Tabucchi, dirían Borges y Stevenson (a quienes el italiano ha leído muy bien) es un escritor con encanto.

El gran invitado

A Tabucchi, como a Magris, Schwob o a Arreola, le gusta, por un lado, volver personajes a dos suertes de personas: a esos hombres pequeños y absurdos que viven o hacen que viven “vidas escuálidas y grises” (así adjetiva él esas vidas en un cuento), y por el otro, a esos artistas y escritores excéntricos y raros que parecen más personajes que hombres de la vida real. Después de la mitad de los ochenta, pero sobre todo en el decenio de los noventa, nadie gira más en su obra, ningún personaje literario se repite más, que el gran fingidor Fernando Pessoa.

A Pessoa, como a Borges, Pirandello o Kafka, uno los piensa más como personajes creados por la literatura que como hombres que hayan pisado una vez la tierra. Con estudiarlos un poco uno se da cuenta que el árbol genealógico es el mismo. Traductor de la obra completa de Pessoa, autor de ensayos y crítica sobre el poeta portugués, Tabucchi ha hecho que el gran fingidor aparezca asimismo con toda naturalidad en sus ficciones. “Me ha gustado invitarlo a que habite en mis páginas”, ha declarado Tabucchi, y Pessoa, o los varios Pessoa, le han dado el gusto por más de quince años. Recordemos el relato “El juego del revés” (1981), el breve monólogo Al señor Pirandello lo llaman por teléfono (1988), la crónica novelada Réquiem (1991), el schwobiano “Sueño de Fernando Pessoa, poeta y fingidor” (1992) y su relato “Los tres últimos días de Fernando Pessoa” (1994). Tabucchi se siente atraído por ese personaje como marginal y fantasmal que gusta de tener múltiples rostros, de usar una diversidad de máscaras, de actuar un gran número de personajes, de habitar ciudades ficticias, y de crear, sin darse cuenta, juegos de símbolos y una leyenda donde varios se parecen a uno, o mejor, a una sombra que es uno y desaparece en nadie. Es un fantasma que de pronto surge y creemos verlo en la banca de un parque o en la mesa solitaria de un café y que dejamos de ver de pronto.

En “El juego del revés” es como un modelo o presencia fantasmal para los personajes principales, quienes juegan a que Pessoa sabía el juego del revés, donde las traducciones de Pessoa a lenguas extranjeras se vuelven una misteriosa estafeta para enlazarse con la extraña protagonista y donde ambos protagonistas juegan a moverse en los perímetros donde andaban las sombras de los heterónimos Bernardo Soares y Álvaro de Campos.

En la pieza Al señor Pirandello lo llaman por teléfono Pessoa aparece como un actor que se finge el autor o se finge un poeta que finge un diálogo telefónico nunca habido pero posible con Luigi Pirandello, un alma íntegramente afín, con quien pudo encontrarse cuando el dramaturgo y narrador siciliano llegó en 1931 a Lisboa al estreno mundial de su pieza Sogno... ma forse no.

En Réquiem, que Tabucchi llama una alucinación, todo prepara el último capítulo, donde el personaje, que puede ser el autor, luego de una dura jornada de humedad bochornosa bajo el intenso sol del mes de agosto, tiene una cena real o imaginaria con Pessoa, con quien entabla un diálogo real o imaginario, sobre aspectos de la vida de éste, como una infancia feliz, o la afición a fingirse numerosos personajes, o de cómo Pessoa, que no conoció Europa, acabó siendo el escritor más europeo del siglo XX.

Pese a que Réquiem anunciaba (desde el título del libro) o creíamos que anunciaba la despedida del gran fingidor como personaje múltiple de Tabucchi, éste lo retoma al año siguiente como uno de los protagonistas de su libro Sueño de sueños en el relato “Sueño de Fernando Pessoa, poeta y fingidor” y en 1994 en “Los tres últimos días de Fernando Pessoa”. En el primero, Tabucchi describe el sueño de Pessoa del 8 de marzo de 1914, cuando se encuentra en Santarém con su maestro Alberto Caeiro, quien le revela que él es Pessoa, o al menos, su parte más oscura y profunda, y Pessoa sueña que es poeta y que ese día nace el Pessoa plural, es decir, nacen para él y para nosotros Pessoa y los heterónimos.

Si Réquiem es para Tabucchi una alucinación, “Los tres últimos días de Fernando Pessoa” son un delirio. El 28, 29 y 30 de noviembre de 1935, mientras agoniza en el hospital a causa de una cirrosis hepática, sus heterónimos lo visitan –en ese orden– durante las noches: el ingeniero Álvaro de Campos, poeta futurista y fervoroso teórico; su maestro y padre lírico Alberto Caeiro, poeta de los rebaños y de las estaciones del campo; el monárquico Ricardo Reis, que escribe desde él odas pindáricas y adaptaciones horacianas; el oscuro Bernardo Soares, que con el título El libro del desasosiego halló uno de los símbolos de la vida de nuestro siglo, y el filósofo loco Antonio Mora, que predijo en la clínica psiquiátrica de Cascais el regreso de los dioses y que un día le dio sus manuscritos, pero Pessoa...

Luego de estos textos creativos, Tabucchi publica un bello y sugestivo ensayo sobre las cartas de Pessoa a Ophélia Queiróz, una graciosa dactilógrafa, la única novia que tuvo el poeta, la mujer que amó o creyó o fingió amar, a quien Tabucchi juzga “inteligente y un poco desorientada”. En su ensayo Tabucchi parte del juicio de Pessoa de que para éste la obra literaria está antes que la vida y todo lo demás es secundario. Y hace una conclusión desoladora: “Pessoa ha elegido la literatura simplemente porque no podía escoger el amor.” No en balde en las cartas –en las conversaciones mismas con Ophélia– los heterónimos, sobre todo Álvaro de Campos, ocupan un lugar tan importante como el mismo Pessoa, o sea, no deja de disfrazarse o de ponerse máscaras o de ocultarse aun en sus relaciones más íntimas. “Como este amor, que fue un pensamiento, también la ‘verdadera’ vida de Pessoa parece un pensamiento, como si todo hubiese sido pensado por otro. Existe pero no tiene lugar. En esta ausencia está su inquietante grandeza”, remata Tabucchi.

Cuando ocurren los hechos de Sostiene Pereira han pasado dos años y medio de la muerte de Pessoa. Tabucchi lo menciona tres veces en la novela pero de una manera incidental: una, cuando Pereira escribe sobre él uno de sus “Aniversarios”; la segunda, cuando el doctor Cardoso, en la clínica de terapia de Parede, dice a Pereira que ha leído su artículo acerca de Pessoa y su traducción de Maupassant, y la última, la vez que Pereira relaciona que Pessoa fue amigo de Antonio Ferro, el director fascista de la Secretaría Nacional de Propaganda (“la verdad es que Pessoa tenía cada amigo”, piensa Pereira).

Y sin embargo, si creáramos una escena posible, nada nos parecería más natural que imaginar en las tardes y hacia el atardecer las conversaciones literarias del doctor Pereira y de Fernando Pessoa en una de las mesas del café Orquídea o en algunos de los cafés que frecuentaban Pessoa y sus heterónimos.

De los personajes imaginados por Tabucchi quizá Pereira sea el que se corresponda más con Pessoa en su insignificancia grandiosa, en su resplandor moral.

Si como ha dicho Tabucchi lo más importante en una narración es el personaje, Pessoa, por un lado, sería paradójicamente el personaje literario más vívido en su obra, y por el otro, por el lado humano, el de los seres minúsculos, lo sería Pereira, sin duda su gran creación, Pereira, uno de los personajes más queribles de la literatura italiana.

Oigamos el ritmo de las palabras

En un poema, cuento o novela, es fundamental la primera línea y tener el tono. Tengo la impresión, como tendrán muchos, que la nota musical que crea el concierto verbal que oímos a través de estas páginas nace del título coloquial del libro: Sostiene Pereira. En estas dos palabras, que funcionan como uno de los ritornelos, Tabucchi maneja situaciones y personajes e intuimos que la última línea será la primera: sostiene Pereira. Al leer, al oír de continuo el ritornelo, sabemos que algo muy hondo, algo como un drama, se está contando. Sin esos ritornelos, sin los sostiene Pereira o Pereira sostiene o sostiene, que se repiten por cosa de un centenar de veces en las páginas de la novela, la estructura musical se caería como cae una carta de la baraja.

¿Pero a quién cuenta Pereira la historia? ¿Quién es el que repite: Sostiene Pereira o Pereira sostiene o sólo sostiene? Tabucchi no lo dice. Aun en la relación de los hechos hay zonas que no sólo el autor sino el mismo Pereira, si encarnara, no sabría explicar, o el autor y Pereira juntos no sabrían explicar, cosas que se citan pero no se detallan “porque no tienen nada que ver con esta historia”. Por lo general en las ficciones de Tabucchi hay cosas que no llegan a saberse, que guardan su secreto, que se quedan como juego de posibilidades. “Los malentendidos, los equívocos, las zonas de sombra, las falsas evidencias, las realidades soñadas, los sueños marcados por una realidad terrible, la búsqueda de lo que se sabe de antemano perdido, los juegos del revés, las voces provenientes de lugares próximos al infierno, son elementos que a menudo encontramos en el mundo de Antonio Tabucchi”, señala Sergio Pitol en El arte de la fuga.

Sostiene Pereira es el libro más musical de Tabucchi y se escribió para ser leído y oído.

Los personajes son también las situaciones

Si los personajes son lo más importante para Tabucchi, ¿quiénes son ésos, principales, secundarios e incidentales, que rodean a Pereira, y a través de quienes se va dibujando la situación del Portugal y que van dejando la semilla en el surco para que surja y crezca la espiga de la rebeldía de Pereira?

El punto clave de inicio, el instante que despertará la conciencia de Pereira, es su encuentro con Francesco Monteiro Rossi, un joven de origen italiano, y su novia Marta, una bella muchacha que, de primera impresión, da la imagen de ser ligeramente frívola y algo descocada. Sin duda, de primer golpe, no resultan muy simpáticos al lector, pero pese a la imagen un tanto cínica de Monteiro Rossi y algo desfachatada de Marta, la pareja en verdad se juega la vida y está históricamente caminando en la vía dolorosa: son militantes antifascistas que hacen causa por la república española, y por ende, en cierta dirección, contra el régimen salazarista.

Pero el lector al principio, como el mismo Pereira, ve a Monteiro Rossi como un tipo medio pesado y arrogante, un tipo que se aprovecha del viejo, un provocador político, pero Pereira, por lástima o por negligencia o por no sentirse tan solo, es incapaz de romper con él, o con ella y él, y los ayuda y protege como puede.

Por detalles espléndidos el lector percibe cómo Pereira siente al principio una ligera y a la vez inconfesable atracción por Marta, como la noche cuando la conoce–el mismo día que a Monteiro Rossi–, “bellísima, clara de tez, con los ojos verdes y los brazos torneados”, llevando un sombrero ligero, y Pereira baila con ella y piensa en su juventud y en los hijos que no tuvo, o en ese otro momento, cuando en el café Orquídea, donde la ha citado, ve a su llegada, desde atrás, el resplandor rojizo de sus cabellos y al despedirse ve “su bella silueta que cortaba el sol”. Marta cree, con bella ingenuidad, en un sueño de sueños, en hombres libres, iguales y hermanos, y puede decir, con una petulancia tolerable a sus veintiséis o veintisiete años, que ellos no escribían crónicas como Pereira, sino vivían la historia.

Desde luego está la mujer de Pereira, o si se quiere con más precisión, el retrato de la mujer de Pereira, el cual se halla colocado en la entrada de su departamento, y a quien el antiguo cronista cuenta los hechos diarios que le acaecen, es decir, si observamos, las relaciones de hechos que Pereira hace a su mujer podrían tomarse como un resumen de las historias que se hilvanan en la novela.

Se halla también el padre Antonio, don Antonio della Chiesa des Mercés, un cura católico, confidente y de alguna manera conciencia moral de Pereira, convencido antifascista, pero sin poder ir muy lejos en su crítica y acción, y quien tiene que acabar viendo, casi con las manos inermes, cómo la policía política salazarista empieza a cometer toda suerte de crímenes infames contra los opositores.

Encontramos también un personaje en blanco y negro, más en blanco que en negro, que es el médico Cardoso, dietólogo y psicólogo, un hombre inteligente e informado, terapeuta en una clínica de mar próxima a Lisboa, y quien es el que en las conversaciones sostenidas en la clínica habla a Pereira de la teoría de la confederación de las almas, es decir, que cada hombre tiene no una sino varias o muchas almas, y que en los tiempos de cambio hay un alma hegemónica, un yo hegemónico, que se rebela contra el alma hegemónica anterior. Esa teoría confirma a Pereira finalmente el cambio que está viviendo y justifica su rebeldía. Sin embargo, días más tarde, en un nuevo encuentro en Lisboa, el médico, como ya se lo había comentado a Pereira en la clínica, ha decidido irse a trabajar a Saint-Malo, en el norte de Francia, arguyendo que Portugal se ha vuelto irrespirable, pero Pereira –aconseja– debe seguir oyendo a su alma hegemónica, o sea, el hombre joven altamente capacitado se va del país pero le pide a un pobre viejo que se oiga sí mismo, que continúe su rebeldía, que siga luchando, cuando en realidad la de Pereira es una lucha de un oveja contra una manada de lobos. Con todo Cardoso es el elemento clave en el capítulo final, cuando Pereira echa a andar su estratagema vengativa.

¿En quien confiar? Pereira de hecho no sólo no tiene a nadie, ni siquiera en realidad al padre Antonio y al médico Cardoso, no sólo no puede entenderse con el profesor Silva, su antiguo amigo de Coimbra, sino está ya vigilado por la portera del edificio del periódico y el director del diario lo tiene en la mira. Pero momentos bien o mal compartidos con esos personajes van dibujando la situación política del país, van justificando de raíz su rebelión, el nacimiento de una pequeñísima pero conmovedora utopía, la recuperación del reino que se perdió, que se da cuando la policía salazarista, representada por tres policías vestidos de civil, entran a su departamento y pese a su denodada resistencia, torturan a Monteiro Rossi y lo revientan hasta matarlo.

Es entonces cuando se le ocurre su idea demencial y arma la estratagema para eludir la censura y publicar el obituario acerca de Monteiro Rossi y llevar a cabo su venganza, su mínima pero altamente significativa acción, su ajuste inútil de cuentas.

Y la oveja huirá a partir de ese momento de la furiosa manada de lobos.

Encarnar la utopía

Sin la intención de ser, de alguna forma, una novela policiaca, o tener tintes de ella, como La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, Sostiene Pereira juega muy bien las expectativas, va in crescendo en los capítulos finales a partir del arribo de Monteiro Rossi al departamento de Pereira, llega a un clímax con el asesinato del joven antifascista y termina en una respirable pasividad.

Sostiene Pereira es una novela que en un recado implícito nos dice que no hay edad en la vida de una persona para la rebeldía, que en la medida de las posibilidades de un hombre está también el tamaño del desafío, y que al menos una vez a lo largo de nuestra existencia es posible conocer “el gran día de la victoria”.