MARTES Ť 6 Ť MARZO Ť 2001

Ugo Pipitone

Los budas de Bamiyán

Y ahora descubrimos que no todos los males de la humanidad vienen de la globalización. Sano recordatorio de que el mundo no nació ayer. El régimen religioso afgano planea, y ha comenzado a cumplir, la destrucción de los dos gigantescos Budas tallados en la roca hace más de milenio y medio en Bamiyán. Dos estatuas que representan historia y cultura, están siendo sacrificadas en el fuego sagrado de las certezas religiosas de los talibanes.

La primera aproximación es inevitable: ponerse al margen de los contagios del mundo contemporáneo puede significar buscar en el pasado las razones para justificar el propio aislamiento en el presente. En lo concreto: renace en el presente lo peor de un pasado que no aceptó la diversidad y sigue por el mismo camino. Desde el siglo XI, cuando el Islam penetra en Afganistán, las señas exteriores de la previa religiosidad budista son objeto de ataques. Las dos grandes estatuas serán mutiladas de manos y rostros. Y ahora la tarea de borrar lo diverso llega a su fin: la destrucción completa de los dos Budas pétreos. ƑHay alguien que, más allá de sus motivaciones y razones personales, no se sienta agraviado?

Cualquier cosa podrá decirse menos que ésta no sea una de las formas del antiglobalismo de nuestros días. La tentación de recluirse en un mundo seguro, a prueba de cambios; retorno a una virtud compulsiva y exclusiva. Aunque aquí estas tentaciones se expresen en las formas de una patología especialmente aguda. ƑQué puede esperarse de un país uno de cuyos ministerios se llama Ministerio para la Promoción de la Virtud y Supresión del Vicio? Orwell en versión islámica. Lo peor del Islam resurge así como recordatorio que lo peor de cualquier cultura nunca está definitivamente superado.

Frente a la globalización, como hecho histórico, hay dos opciones: llenarla de contenidos que transmitan en el tiempo y en la geografía tolerancia y respeto a la diversidad o satanizarlo encerrándose en el cultivo de un aislamiento cargado de virtud. Lo segundo supone transformar un hecho histórico en una conspiración renunciando a entender sus posibilidades y sus retos. Lo primero, supone aceptar el reto del contagio y compartir con el resto del mundo riesgos y posibilidades.

Cuando todo cambia, muchos se amarran a lo conocido como a un ancla. Y a alguna verdad, puesta afuera de la historia, se llega pronto: la fe religiosa; el comunismo que pretende, en la cabeza de algunos, una segunda oportunidad; la rabia social difundida que alimenta en ocasiones un idealismo sin ideas; la pureza étnica, o lo que sea. Las múltiples formas de dos rasgos propiamente humanos: la incapacidad de reconocer los datos originales del propio tiempo y la suspicacia hacia el diálogo y la confrontación civil. O sea, los dos cimientos de cualquier democracia que sea tejido común de diversidades.

Está fuera de duda que hay diversidades que deberían superarse en nombre de la calidad de la convivencia: miseria e intolerancia. Lastres antiguos y modernos. Una combinación, la de miseria e intolerancia, que hace pensar en La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa, ejemplo de verdades totales que, en la absolutización de sus virtudes, sólo dejan espacio para el exterminio y martirio.

De acuerdo, muchos de los hombres y mujeres que empujan más agresivamente la globalización no son modelos presentables de responsabilidad cívica ni de deseos de solidaridad. La globalización, como todo proceso histórico de época, es alimentada por, y arrastra, perezas intelectuales, egoísmos artillados, juegos de poder. Pero, a todos aquellos que creen que la globalización sea el nuevo molino de viento moral del presente, habría que recordarles la barbarie que se anida en la afirmación de identidades intolerantes. Un ejemplo: estos talibanes que en nombre de una virtud exclusiva planean dinamitar la diversidad.