Jornada Semanal, 11 de marzo del 2001


ANTESALA



Pequeñas historias de adicción

A Grover Arango, a quien sólo le gustan mis “comentarios jocosos”

Una simple pregunta. Hay tres puntos, al menos, que usted debe conocer antes de arrancar esta historia: a) En medio del lago P. flota una lancha elemental. Los remos están recogidos. A bordo se ve la solitaria figura de Z., con su pelo castaño oscuro y su bigote nietzscheano. Quizás algún pescador lo reconozca (aunque no lo salude); lleva más de un año viviendo a orillas del lago, en el pueblo de M., donde todos saben que fuma mariguana el día entero y engaña a su compañera con las propias amigas de ella. Ha estado allí, inmóvil, durante más de doce horas. Parece haber llorado y luego reído largamente. Cavila sobre la vida y la muerte gracias a una buena dosis de mezcalina que consiguió quién sabe dónde. (Este fue un sueño que llevó a Z. hasta la ruinosa ciudad minera R. de C.) // b) Dentro de un pequeño cuarto de hospital privado una mujer agoniza. La enfermedad la ha envejecido por lo menos diez años en un mes, comiéndole los pómulos y arrugándole la boca. Respira y habla con dificultad. Los ojos, opacos, muestran un cansancio doloroso. Junto a la cama, Z., vestido de saco y corbata, los ojos inyectados en rojo por la cantidad de mariguana que ha fumado, se mesa el pelo y lame nerviosamente el abundante bigote que le cubre por completo la boca. No hay nadie más. De pronto, él parece decidirse, se inclina sobre el oído de la enferma y le dice: “Madre, ahora ya puedes decírmelo sin pena. No me dejes con esta duda que me ha comido siempre. ¿Verdad que no soy hijo de mi padre?” Ella, que en tiempos mejores llevara con orgullo y hasta arrogancia su papel de mujer de buena familia golpeada por la desgracia, abre demasiado los ojos al voltear a ver al hijo menor, su consentido, y luego se desmaya. Muere al día siguiente sin decir una palabra. // c) Junto a un balcón cerrado a piedra y lodo –dentro de una habitación cuyo piso y muebles de madera guardan un polvo centenario donde debe haber mezcladas tantas briznas de plata que, si alguien se tomara el trabajo de cernirlo, formarían un lingote de ley–, tirado a mitad de la cama, Z. se revuelca y se ovilla. Son las cuatro de la mañana, la hora más fría en el pueblo fantasma de R. de C. Durante más de ocho horas Z. ha luchado por revivir sus genitales, los cuales ha visto amoratarse y marchitar. // Quiso tener una erección, quiso masturbarse y lograr un orgasmo bajo los efectos del peyote que le vendieron unos hombres del pueblo, que ahora se volvieron sospechosos. Los había oído reirse y cuchichear toda la noche al pie de las escaleras, confabulados seguramente con el dueño de la posada en ruinas donde se alojó. ¿Qué le dieron que el viaje no resultaba pacificador ni tranquilizante como lo esperaba, como le habían dicho que era el efecto del peyote? ¿Por qué todo se había virado al negativo; por qué sentía esa ansiedad y veía sus genitales secos, la carne amoratada y no sentía nada de la cintura para abajo? (¿Por qué había pensado que el peyote le curaría la angustia, la impotencia, la culpa?) Después sintió un frío de muerte; se tapó los genitales con toda la ropa que llevaba, y no fue suficiente; los envolvió entonces con papel periódico, les dio masajes, se ovilló tratando de conservar el poco calor que él mismo producía. // Además, aquellos cabrones estaban en contubernio indudable, ahora lo veía claramente, con las autoridades de R. ¿Quiénes eran aquellos chicanos, dizque jipiosos, que lo espiaban a la hora de la cena de quesadillas y carne seca en el hotel? Ya tenía cuatro días en R. de C., y no había podido reconocer el peyote en ese extraño desierto que rodeaba el pueblo; tuvo que contactar a esos tipos para que le vendieran uno, no, mejor dos viajes. Claro, los chicanos eran de la dea, sin duda. Acababan de matar a uno de ellos en Guadalajara y andaban buscando narcotraficantes (o, peor aún, chivos expiatorios) por todo el país. (Y él era, en esos momentos, el mejor chivo expiatorio del mundo. Esto no lo pensó pero lo sabía –y actuó en consecuencia. ¿No había ido a expiar esa culpa silenciosa que lo apabullaba pero que no se atrevería a enfrentar? Su versión decía: “Mi madre se llevó el secreto a su tumba. No se atrevió a decirme la verdad. La duda me está matando.” Pero no era la duda de ser hijo de un padre inexistente, sino la sospecha de haber matado a su madre, lo que lo estaba matando a él.) // Dos días después llamó a M., su ex compañera. Le dijo que estaba a punto de ser enviado a la cárcel por unos agentes de la Judicial Federal. Que llevara dinero para dar la clásica mordida. M. no quería ir, porque sabía que volvería a quedar atrapada en una relación que se había vuelto extraña, retorcida, venenosa; pero no tuvo corazón para abandonarlo. Llegó a R. y se encontró con que nadie seguía a Z., quien le explicó de modo muy inteligente una serie de circunstancias que culminaban en una aberración: la dea lo perseguía para acusarlo de narcotraficante mayor. El dinero era para dar una vuelta absurda hasta llegar por otra vía a la capital, una semana después. Luego, Z. habló con su padre y hermanos, a los que en el fondo odiaba, y los convenció de que lo perseguían. Así que la familia, que siempre había fingido una unión inexistente, se confabuló para salvar al hermano menor, quien toda su vida los había evitado sistemática y rencorosamente. Lo desaparecieron durante meses, enviándolo de una ciudad a otra, de una casa a otra. // Dos años después, M. volvió a verlo. Estaba en casa de su padre. Su cuarto era monacal, ascético. Había una puerta que daba al patio trasero, donde se paseaba todos los días para tomar el sol, como un reo condenado a muerte.
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 


 

     

    GÉNOVA, PELLICER, ASTURIAS, ALBERTI, FELLINI Y ANGELO ARPA

    Hace unos días, sacando fotos de una vieja maleta, me encontré una que me recordó el Congreso de Escritores Latinoamericanos presidido por Carlos Pellicer, patrocinado por el “Columbianum” y organizado por Miguel Ángel Asturias. Teniendo a las espaldas el pálido crepúsculo de la bahía genovesa, contemplado hasta su último día por Ezra Pound desde la terraza de su exilio en Rapallo, nos alineamos los miembros de la delegación mexicana: Pellicer, Rulfo, Luis Villoro, este sobrealimentado bazarista y el señor Orfila, habilidoso presidente del Fondo de Cultura Económica. Nos acompañan Rafael Alberti y el embajador Rafael Fuentes, diplomático de excepción. Todos estamos muy abrigados y muy serios. Era el año de 1964 y la invasión yanqui a la República Dominicana nos había puesto de un humor fatal. Tanto así que Pellicer, en su discurso de apertura del Congreso, soltó un “cabrones” que resonó en todos los ámbitos del viejo palacio. El hecho fue inusitado pues el poeta, a pesar de sus raíces tabasqueñas, siempre cuidó su lenguaje.

    El “Columbianum” era una institución medio fantasma (coyuntural dirían los analistas serios) que intentaba darle una política enfocada hacia la cultura latinoamericana al gobierno democristiano de Italia. Lo encabezaban el padre Angelo Arpa y un activo grillo meridional, don Amos Segala. Arpa tenía un físico inquietante capaz de comprobar algunos aspectos de la “leyenda negra” creada en contra de su orden. Sin embargo, era un hombre bueno y su principal logro fue la defensa de un Fellini asediado por los cardenales, monseñores y monsiñorinos de la curia romana. No fue fácil para el astuto jesuita calmar la furia concitada por Ocho y medio y sus imágenes de cardenales en el spa (salute per aquam), mujeres con el hábito salesiano, cuadros relamidos de Santo Domingo Sabio y educandos con capa invernal desahogando curiosidades sexuales con la monumental, cantadora y tristísima saraggina. Don Angelo calmó la furia de la curia y Fellini se salvó de una condena que ya no necesitaba pues su éxito se había consolidado. Lo que sí necesitaba el gran director era el apoyo económico del Vaticano y sus bancos y empresas. Esto se lo conseguía (no a manos llenas, pues el tema del cine siempre fue molesto para los censores obsesivos) el padre Arpa. Años más tarde, Fellini dejó de necesitar subsidios papales y se soltó el pelo en las preciosas películas Casanova, Roma y, sobre todo, Amarcord, en la cual retoma algunos de los temas de Ocho y medio. Dice Guillermo García Oropeza –y tiene razón– que la frase pronunciada por el cardenal vaporoso (estaba en el baño turco del spa): Fuori di Chiesa non ce salvezza, fue lo que calmó las animadversiones del Santo Oficio y permitió a Fellini seguir adelante con sus dudas, pecados, arrepentimientos y sueños eróticos. Tal vez el agudo hijo de San Ignacio se escudó en la genial frase de Chesterton: “La Iglesia no es un paraíso de justos sino un hospital de pecadores.” No hubo condena y hubo apoyo financiero, pero en México la película fue calificada con un rotundo C2 (“sólo para adultos con graves reservas”) que le aseguró un clamoroso éxito de público, casi igual al de La dolce vita, en el Auditorio Nacional.

    El nombre de don Amos Segala sigue vivo en la prensa latinoamericana, pues tengo entendido que este doctor universal todavía se interesa en la salvación de los hijos del subcontinente. El buen hombre ha sido siempre un luchador (recuerdo a otro italiano preocupado por Latinoamérica, Roberto Sabio, director de una agencia de noticias ligada a la democracia cristiana), ya que, desde hace muchos años, la Internacional Democristiana encargó a la Alemania de Adenauer la atención de los asuntos relacionados con América Latina. Así lo hizo cuando se percató de la apatía y la ineficiencia del gobierno italiano a quien le comían el mandado los comunistas del Instituto Gramsci y los socialdemócratas de la fundación que en México dirigía el infatigable grillo Dieter Koniecki.

    Miguel Ángel Asturias había dejado de beber y se había casado con una señora argentina de armas tomar: doña Blanca. Ambos encontraron en el “Columbianum” un puerto de refugio y pagaron con creces la gauchada, pues organizaron un congreso muy exitoso en el cual convivieron Pellicer, Alberti, curas, monjas, masones, comunistas, negros, blancos y jaspeados. Unos años más tarde, Miguel Ángel recibió el Premio sueco e invitó a Estocolmo a Segala y a don Angelo. Recuerdo el vuelo draculesco de la capa negra del audaz clérigo y su bonete ignaciano recorriendo los pasillos de un hotel con aspecto de película de Bergman (nada más le faltaba el bululú de enanitos velazquianos).

    Carlos Pellicer fue la figura central del congreso (Alberti compartió con él los aplausos tumultuosos) y su poesía se escuchó por todos los rumbos de la ciudad colombina. El trópico, San Francisco, las puertas cerradas para el amor, Bolívar, Juárez, las flores, el Valle de México, el agrio paisaje de Palestina, los grupos de palomas, los Andes... conmovieron a los escuchas de un poeta esencialmente americano como lo fueron Whitman, Darío y Neruda. El segundo día, Alberti nos presentó a un hombre alto, serio y de mirada amable y directa. Me recordó un poco al Amado Nervo de la fotografía en la cual apoya el rostro en sus dedos de poeta místico. Se trataba del brasileño Murilo Mendes. Esa noche, en el vestíbulo del hotel, escuchamos su poesía personalísima y llena de inquietudes espirituales. Nos hizo muchas preguntas sobre Nervo, Ramón López Velarde, Concha Urquiza y Francisco Luis Bernárdez. Poco antes de despedirnos nos dijo unas palabras de López Velarde: “Soy el mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros...” Manoel Bandeira, traductor al portugués de nuestro padre soltero, se las había dado a conocer y Murilo las aprendió de corazón.
     
     

    Hugo Gutiérrez Vega