Jornada Semanal, 11 de marzo del 2001 


Floriberto Díaz Gómez

Derechos humanos
y derechos fundamentales de los pueblos indígenas
 
 
 

En este segundo ensayo, Floriberto Díaz analiza a fondo lo que en el anterior había llamado “columna vertebral de los derechos indígenas“ y pone el énfasis en el hecho, olvidado por algunos desatentos, de que se trata de los derechos humanos que deben amparar la vida y el trabajo de los ciudadanos mexicanos que pertenecen a las naciones indígenas que, con grandes problemas, sobreviven en el territorio de este injusto y por todos conceptos revisable Estado-nación. Floriberto advierte tajantemente que sus planteamientos no son secesionistas o separatistas, sino que se limitan a exigir el cumplimiento de lo estipulado en el artículo 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lo más notable de su análisis se encuentra en sus ideas sobre la Tierra Madre concebida como lugar de trabajo y de ritos y ceremonias comunitarias. Es claro que esta noción rebasa los límites de la ley agraria y la corta visión de los juristas urbanitas.




Hay que reconocer que existe un vacío de conocimiento de los derechos indígenas en los organismos no gubernamentales y estatales que se dedican a la promoción y defensa de los derechos humanos. Hablar de los derechos humanos de los pueblos indígenas significa la comprensión limitada de los derechos específicos de los pueblos indígenas. En el fondo esa expresión puede significar: 1) la aceptación de que la supuesta universalidad de los derechos humanos tiene solamente una cobertura europea. De aquí entonces el contenido Occidente-céntrico de los derechos humanos; y 2) la creencia de que el ser humano como individuo es tanto más humano cuanto más individualista es su comprensión.

Es importante dejar asentado que cuando los indígenas hablamos de derechos específicos no estamos diciendo que renunciamos a los derechos que nos corresponden como seres humanos, porque desde nuestra óptica nunca hemos cuestionado nuestra humanidad. Lo que sostenemos es que tenemos derechos eminentemente históricos y colectivos, que los hace específicos.

Algunos indígenas consideramos que son cinco los ejes fundamentales de nuestros derechos, que dan sustento y razón a los demás. El derecho a la Tierra o al Territorio; el derecho a ser reconocidos como pueblos; el derecho a la libre determinación; el derecho a una cultura propia y el derecho a un sistema jurídico propio.

Los indígenas hemos sostenido que sociofilogenéticamente diferimos de la concepción occidental. El humanismo del que hablamos es eminentemente comunitario. Los indios no podemos entendernos aisladamente, sino en tanto pertenecemos a una comunidad específica, por pequeña que sea. Nuestra comunidad está, también, dentro de otro marco más amplio en tanto formamos un pueblo con historia e identidad comunes.

El derecho a la tierra o al territorio

De una manera específica no existe un señalamiento al derecho territorial en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Si vamos a interpretaciones e inferencias, tenemos que decir que existen algunos artículos que se refieren vagamente a este derecho, pero con una carga muy occidental; podemos señalar el artículo 13, numeral 1, en el que se establece el derecho a elegir libremente la residencia en el territorio de un Estado; el 14, numeral 1, referente al derecho a buscar asilo y a disfrutar de él, en cualquier país; el 15, numeral 1, que define el derecho a una nacionalidad; en otro sentido, el artículo 17, numerales 1 y 2, cuando se refieren al derecho de propiedad.

En cualquiera de estos artículos el ente referido es la persona, pero no entendida como gente con un sentido plural que los indígenas le damos a esta palabra; está claro que se trata del individuo. Si el artículo 15 se refiere a la propiedad colectiva, habrá que entender que el tipo de colectividad al que se refiere el ombudsman fundador es la de la suma de individuos y no la existencia natural geométrica de una sociedad.

Los indígenas de diferentes partes del mundo que hemos tenido la oportunidad de escucharnos, coincidimos en que la relación que guardamos con la Tierra no es tanto que la consideramos de nuestra propiedad sino porque nosotros somos parte de ella; por eso decimos que es nuestra Madre, aquella que nos da la vida, aquella que nos recibe entrañablemente cuando nos perdemos de la vista de este mundo. Aquí, más que una relación de propiedad existe una relación filomaterna, una relación sagrada. Existe la claridad de un origen, de una historia comunes. Es en términos de comunidad como se explica esa relación, en la cual realmente encuentra su sentido el individuo.

La Tierra es para nosotros una Madre, que nos pare, nos alimenta y nos recoge en sus entrañas. Nosotros pertenecemos a Ella. Entre una Madre y sus hijos la relación es de pertenencia mutua. Nuestra Madre es sagrada; consecuentemente, nosotros somos sagrados.

La Tierra como territorio explica la integralidad de nuestra concepción en todos los demás aspectos de nuestra vida. No es posible separar a la atmósfera del suelo ni a éste del subsuelo. Es la misma Tierra, como un espacio totalizador. Es en este territorio donde aprendemos el sentido de la igualdad, porque los seres humanos no son ni más ni menos respecto a los demás seres vivos; sólo así se puede concebir el sentido de la vida, en la que cada parte es necesaria. La diferencia, no la superioridad, de las personas, radica esencialmente en su capacidad de pensar y decidir, de ordenar y usar racionalmente lo existente.

Cuando los seres humanos entramos en relación con la Tierra, lo hacemos de dos formas: a través del trabajo en cuanto territorio, y a través de los ritos y ceremonias comunitarias, en tanto Madre. Esta relación no se establece de una manera separada en sus formas; se da normalmente en un solo momento y espacio. Sin la Tierra, en su doble sentido de Madre y territorio, ¿de qué derechos podemos gozar y hablar los indígenas? De ahí la reivindicación territorial, no la simple demanda agrarista con que nos han querido contestar los Estados-gobierno.

El derecho a ser reconocidos como pueblos

Dicho de otras formas, según la particularidad de cada organización indígena, es el derecho a ser naciones y nacionalidades, dentro de los marcos constitucionales de los actuales Estados-nación.

Este es un derecho denegado, diríamos desde que en la guerra desventajosa que siempre se nos ha antojado a los indígenas llamarle guerra de invasión europea, se estableció la supremacía del supuesto vencedor.

En la actualidad, en el ámbito académico, el asunto se discute poniendo en tela de juicio otras palabras con las que se ha pretendido explicarnos, y las que conscientemente rechazamos los indígenas aunque algunos las usan sin darse cuenta de cómo se están autocalificando, como “etnias”, “minorías étnicas”, “población indígena” o “grupos étnicos”, que algunos antropólogos, sociólogos y políticos han convertido en nociones, con lo que se corrobora que es desde fuera desde donde se nos ha querido definir, y sobre todo etiquetarnos. Al respecto hay mucho que hacer, porque se necesita un esfuerzo psicolingüístico para poder eliminar ciertas palabras que reflejan actitudes que a su vez corresponden a condiciones de poder desde donde se desdeña todo lo indígena.

Quizás la manera más fácil de entender a lo que nos referimos es a partir del entendimiento de una comunidad concreta, porque decir pueblos significa la superación de la atomización en que se tiene a nuestras comunidades, como una manera de debilitarnos, por tanto se trata de la recuperación social, cultural y política en una perspectiva histórica común, en la cual pueden caber exactamente las minorías de mestizos de historia individualizada.

¿Qué es una comunidad para nosotros? Tenemos que decir de entrada que se trata de un concepto que no es indígena, pero que es el que más se acerca a lo que queremos decir. No se trata de una definición en abstracto, por eso más bien se señalan elementos que constituyen una comunidad concreta.

Cualquier comunidad indígena tiene los siguientes elementos: 1) un espacio territorial, demarcado y definido por la posesión; 2) una historia común, que circula de boca en boca y de una generación a otra; 3) una variante de la lengua del pueblo, a partir de la cual identificamos nuestro idioma común; 4) una organización que define lo político, cultural, social, civil, económico y religioso, y 5) un sistema comunitario de procuración y administración de justicia.

Cualquier antropólogo o sociólogo sabe perfectamente que desde una perspectiva teórica especializada, se trata de las características de un Estado-nación en su acepción occidental. El asunto es que a los indígenas no nos interesa tanto constituir Estados-nación en los términos modernos.

El entendimiento aritmético de una comunidad es propio de los occidentales. En cambio, la concepción geométrica pertenece a la comunidad, explicada en cada una de las lenguas indígenas. Es decir, no se entiende una comunidad indígena solamente como un conjunto de casas con personas, sino como conjunto de personas con historia pasada, presente y futura, que no sólo se pueden definir concreta y físicamente, sino también espiritualmente en relación con la Naturaleza toda.

En una comunidad, entonces, se establece una serie de relaciones, primero entre las personas (pueblo) y el espacio y, en segundo término, entre unas y otras personas. Para estas relaciones existen reglas, interpretadas a partir de la propia naturaleza, y definidas con las experiencias de las generaciones de personas.

¿Por qué los Estados-gobierno se empeñan en no reconocer lo que somos, lo que hemos sido siempre? Sus razones tendrán, pero finalmente creo que exageran su paranoia al comparar sus posibles semejanzas con lo que sucede en otras partes, sobre todo en Europa. Normalmente se espantan porque la voz de los indígenas lleva la punta de una espada que refresca a los descendientes de los invasores el origen de sus condiciones actuales de poder. No es tanto el grito lo que temen sino la verdad del sotto voce, porque los gobernantes están habituados al engaño y, peor aún, al autoengaño.

Aunque cuestionado actualmente en la práctica jurídica del Estado y de las instituciones de poder, no necesariamente del Estado, el artículo 29 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se refiere a la importancia de la comunidad cuando señala que “toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede encontrar y desarrollar libre y plenamente su personalidad”. El planteamiento indígena es en este sentido, no en el sentido secesionista o separatista.

El derecho a la libre determinación

Este es un derecho elemental, no sólo desde el punto de vista indígena, sino porque así se establece en el primer artículo de los dos Pactos Internacionales de los Derechos Civiles y Políticos, así como de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

La libre determinación no sólo es una cuestión individual en el entendimiento de los pactos mencionados, sino que se sitúa en una dimensión colectiva, al hacer una referencia precisa a los “pueblos”. Cualitativamente este es un gran salto conceptual porque se cuestiona la pobreza occidental inicial sobre la humanidad y los mismos derechos humanos. Pero todos sabemos qué argumentos se barajan cuando los pueblos indígenas reivindicamos este derecho.

El derecho a la libre determinación lo han visto los gobernantes como un derecho reservado a los Estados-nación y, por extensión, a los gobiernos. Sin embargo, si se lee con atención dicho artículo nos damos cuenta de que allí se señala la responsabilidad del Estado de respetar el ejercicio del derecho a la libre determinación.

El derecho a la libre determinación es un tema candente y muy actual en su manera concreta de ejercerlo; me refiero al tema de la autonomía. Considero fundamental que, sin sesgos de racismo, muchas veces manifestado como paternalismo o como solidaridad condescendiente, se escuche el resultado de las reflexiones de las propias prácticas de los indígenas cuya militancia es desde las mismas comunidades a las que pertenecen y no desde las metrópolis de las entidades o del país.

Con ello no descarto lo valioso de los aportes que tienen los estudios académicos en torno a las autonomías, sino sostengo que la discusión debe enriquecerse bajo un marco de disponibilidad complementarista de ideas, bajo la consigna de que la autonomía, en ideas y en la práctica, debe trabajarse como un proceso social y político.

Todo pueblo que ha vivido durante varios siglos, desarrolla una filosofía en torno a la vida y a la muerte; respecto a lo conocido y a lo desconocido; frente a sí mismo como un conjunto de seres humanos, y frente a los demás seres que pueblan y habitan la Tierra, como la Madre Común. No siempre es fácil que el mismo pueblo explique en qué consiste su filosofía o cuáles son sus elementos; sin embargo, sucede que otros son quienes pretenden hacerlo y, en su intento, muchas veces enuncian los elementos superficiales sin llegar a entenderlos a profundidad porque no son parte de su vida cotidiana. En tanto llegan a ser aportaciones menos dogmatizadas y sin aires de prepotencia, para los indígenas son respetables por cuanto proporcionan material de reflexión que debe motivar mayor responsabilidad entre los interesados.

El ejercicio del derecho a la libre determinación es el que puede permitirnos un desarrollo pleno, sin restricciones, en términos de igualdad. Permitiría también nuestra participación, con nuestras aportaciones desde la diferencia en los diversos aspectos de la vida nacional, incluyendo lo político. Sin ello, el paternalismo, las actitudes racistas, las políticas integracionistas y asimilacionistas seguirán reproduciéndose y los derechos humanos nunca serán completos en su realización, porque estarían excluyendo a una cantidad significativa de pueblos diferenciados en el mundo.

El derecho a la cultura propia

La cultura es el resultado de la interacción de los seres humanos, y de éstos con la Tierra. Es una producción no sólo material sino también intelectual, espiritual, jurídica y política. La cultura no existe por sí sola, como algo dado. Necesita de sujetos creativos, así como de espacios y condiciones que permitan su producción y reproducción. De aquí que la matriz, la fuente de toda cultura indígena es, de nueva cuenta, la Tierra. La condición necesaria es la existencia de una libertad para decidir qué queremos hacer, para qué queremos hacerlo; la libre determinación es una conditio sine qua non; en su ausencia no podemos hablar de los derechos culturales y de los otros derechos, como los mismos pactos lo señalan.

Reivindicada como derecho, la cultura es la forma de concebir de una manera integral nuestra relación entre seres humanos, como entidades colectivas e individuales, en los pueblos y comunidades y entre éstos y nuestra Madre la Tierra, que nos modela diferentes pero que nos hace iguales en tanto que todos tenemos capacidad para recrearla y recrearnos nosotros mismos. En este sentido hablamos del derecho a la lengua, a vestir nuestra ropa o la que ya se adoptó como propia, a mantener nuestras instituciones políticas y religiosas, etcétera.

Aquí también existe una diferencia con Occidente. La cultura occidental se nos propone como la mejor, y se alcanza a cambio de la negación de las demás culturas. Esto es así no sólo en lo intelectual, sino en lo espiritual y en lo jurídico. Como una producción humana, hasta se nos hace creer que la democracia occidental es mejor que nuestras decisiones comunitarias adoptadas por consenso en las asambleas de comuneros.

En la cultura occidental se enseña primero el ego, y si la vida alcanza después se enseña el nosotros. En nuestras comunidades es primero el nosotros, sin excluir la individualidad en la medida en que cada uno participa dentro de los esfuerzos comunitarios de acuerdo a su capacidad, edad y género. Es entre todos como producimos cultura, no a nivel individual, porque finalmente el artista aprendió no sólo de uno sino de varios maestros para llegar a hacer su arte.

El derecho a un sistema jurídico propio

No debe extrañar que los indígenas digamos que en nuestras comunidades normalmente no se usa el derecho positivo para dirimir los problemas entre los comuneros o entre las familias, o entre los comuneros individualizados contra la comunidad. Se recurre a un sistema jurídico propio, cuyo objetivo fundamental es recuperar la armonía entre las partes y la paz consigo mismo para quien delinque.

Para los comuneros conscientes el derecho positivo no es ninguna salvación, es más bien el castigo, porque quien es entregado a las leyes occidentales es abandonado; allí la comunidad nada tiene que ver, aunque mucho pierde porque después de algunos meses o años puede tener en su seno a un asesino o a un ladrón profesional.

El derecho indígena es un tema que debe llamar la atención de los estudiosos y de los defensores de los derechos humanos. Si funciona, ¿por qué negar su existencia?, ¿por qué satanizarlo con casos aislados en espacio y tiempo? Tan sólo contestemos a la pregunta siguiente: ¿con qué derecho se ha “juzgado” a los poco menos de seis mil indígenas que se encuentran actualmente en las cárceles de México?

La procuración y administración de justicia, por más desventajas que se les encuentre, están mejor entre las comunidades indígenas siguiendo el derecho indígena, no así en las grandes urbes civilizadas aplicando el derecho positivo.

Conclusiones

Es obvio que, para quien esto expone, dentro de los cinco derechos fundamentales los tres primeros tienen importancia relevante. Los otros dos se han abordado de una manera menos amplia, por un lado debido a que la cuestión cultural se ha manejado más por los especialistas, y en lo político las acciones han sido más culturalistas por la parte gubernamental; de lo que se trata ahora es de que la cultura indígena no se vea sólo como folklore o artesanía, sino como la producción creativa de los pueblos.

Por otro lado, el tratamiento del sistema jurídico propio debe entenderse en tanto se trata del derecho indígena. Hasta ahora se ha hablado del derecho consuetudinario, pero a los indígenas no nos satisface la comparación que se hace de nuestro sistema jurídico con el sistema moderno del derecho inglés; hay matices que en conjunto plantean serias diferencias.

El acceso a la cultura de los derechos humanos en América Latina es muy reciente. El interés por conocer y entender los derechos indígenas es para muchos algo injustificable, inexistente y muy lejano aún. Los organismos de derechos humanos, sean estatales u ong, pueden hacer mucho por comenzar a entender, si no la han hecho, profundizar y difundir los derechos históricos, colectivos y específicos de los pueblos, comunidades y personas indígenas.

Es una tarea que debemos compartir. Y concretamente:

1. Insto a los Estados en los cuales aún no se adopta el Convenio 169, a que haya una actitud positiva de los gobernantes y se definan los mecanismos de adopción de este instrumento internacional en sus constituciones generales y leyes específicas.

2. Asimismo, convoco a expresar la necesidad de que el proyecto de Declaración de los Derechos Universales de los Pueblos Indígenas sea adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en el contexto del Decenio Internacional de los Pueblos Indígenas.