Jornada Semanal, 11 de marzo del 2001 

entrevista con Gao Xingjian
Chiara Valentini

Un Nobel por casualidad
 

En esta breve pero jugosa entrevista, el Premio Nobel chino habla de sus avatares ante el régimen político de su país, su exilio en Europa y de su sincera sorpresa ante la distinción sueca. En ese contexto, y a pesar de ser ahora una pluma peleada por las editoriales, el autor de La montaña del alma declara sin empacho: “Aquí en Europa he encontrado la dictadura del mercado. La globalización está tratando de transformar a los artistas en soldaditos de su enorme mercado cultural.”




En sus sesenta años de vida Gao Xingjiang ha sido “reeducado” por las Guardias Rojas y acusado por el gobierno chino actual de ser un vendido. Destruyeron a su familia e inclusive vivió el drama de ser denunciado al régimen por su primera esposa. Si es verdad que un gran escritor debe tener detrás una biografía llena de movimiento, desde este punto de vista el nuevo Nobel de literatura tiene sus papeles en regla. Las masacres de la Revolución Cultural y la pasión incondicional por la antigua China, los encuentros amorosos con mujeres irregulares y marginadas, y los muchos oficios que se inventó para sobrevivir –desde maestro de dibujo a violinista–, son el material de los libros torrenciales de este Solyenitzin chino. En La montaña del alma, considerado su Archipiélago gulag, Gao supo narrar como pocos, después de haberlo experimentado sobre sí mismo, “un sistema totalitario de un
cinismo y de una violencia que no tienen nada que envidiar al nazismo, al estalinismo, al fascismo”.

La primera pasión de Gao Xingjian, nacido en una familia culta y acaudalada en Ganzhou, China del Sur, fue el teatro. Los maestros de lo absurdo, de Ionesco a Beckett, inspiraron sus comedias, como Parada de autobús, versión china y zen de Esperando a Godot. En el periodo de relativa apertura cultural después de la caída de la “Banda de los cuatro”, Gao había logrado representar varios textos en el Teatro Popular de Pekín. Pero muy pronto volvió la censura y la persecución de los intelectuales. En 1988, pocos meses antes de la revuelta de Tiananmen, emigró a Francia. Desde entonces se encuentra sumergido en la literatura y en el rescate de las imágenes y la cultura de esa China de la que se considera exiliado para siempre. Fueron unos sinólogos los que lo descubrieron, como su traductor en Suecia, que lo señaló como candidato al Nobel.

Sin embargo, también en Italia Gao era apreciado. De hecho, antes del reconocimiento de Estocolmo, fue premiado como el mejor autor extranjero por el jurado del anticonformista Premio Faronia, presidido por el docente de literatura Filippo Bettini. Y precisamente en Fiano Romano, Gao nos habló largamente de él, de sus ideas y sus libros.

Nadie se esperaba que, después de convertirse de un día a otro en una estrella de la literatura mundial, usted se diera tiempo para venir a Italia por un pequeño premio. ¿Por qué lo ha hecho?

–Estoy acostumbrado a mantener mi palabra. Y además fue la primera vez en toda mi vida de artista que me daban un premio. No podía faltar.

–¿Quiere decir que en los más de diez años vividos en Francia no tuvo ningún reconocimiento?

–Vivo en París muy bien, rodeado de amigos. Pero el mundo literario es otra cosa. Con los editores tuve grandes dificultades. En 1989, después de los acontecimientos de Tiananmen, decidí terminar La montaña del alma, que había trabajado siete años. El manuscrito superaba las 600 páginas y los editores me decían: “¿Cómo se pueden publicar 600 páginas de un desconocido? El libro saldría muy caro, el público no lo compraría.” Luego me propusieron cortar doscientas páginas. No quise aceptar. Había huido de China para encontrar la libertad, para huir de la censura, y ni soñando iba a aceptar la ley del mercado.

–¿Y después qué pasó?

–Me di el lujo de seguir siendo un autor inédito y continué escribiendo para mí. En China tampoco dejé de escribir, ni en el periodo más duro, cuando la sola idea de publicar parecía imposible. Como sé pintar, me mantuve vendiendo mis cuadros hasta que, en 1995, una pequeña casa editorial, Aube, quiso arriesgarse conmigo.

–En recompensa, hoy las mayores editoriales del mundo se pelean sus libros. En la Feria de Francfort la Harper&Collins ganó los derechos de su obra para Estados Unidos. En Italia parece que están en lid la Rizzoli y la Einaudi por lo que toca a sus cuentos, mientras que Adelphi se interesa desde hace tiempo en La montaña de alma.

–La vida es también esto, con sus disgustos e imprevistos. ¿Cómo hubiera podido, hace no mucho, pensar en ganar el Premio Nobel? ¿Cómo hubiera podido prever ese telefonema de Estocolmo, a la una y cuarto de un día de octubre? Aún no me había recobrado del aturdimiento cuando sonó el timbre de la puerta y me encontré en medio de una turba de periodistas, de fotógrafos, de camarógrafos. Desde entonces el caos no ha terminado, se ha adueñado de mi vida.

–Con el Nobel usted se ha convertido para todo el mundo en un símbolo de la disidencia china. ¿Cómo llegó a oponerse, habiendo vivido prácticamente solo bajo el régimen?

–Nací en 1940, en pleno bombardeo durante la guerra con los japoneses. El régimen comunista todavía no llegaba y los pocos años de mi infancia vividos sin la sombra de la bandera roja, permanecieron fuertemente en mi memoria. Todavía hoy recuerdo cuando mi madre, que pertenecía a una familia rica y era actriz aficionada, me llevaba con ella al escenario y me hacía recitar. Recuerdo a mi padre que, como muchos intelectuales, estaba lleno de esperanzas en la revolución: “Finalmente –decía– nos liberaremos de este sistema podrido.” Pero paulatinamente el nuevo régimen se volvió una pesadilla. Yo crecí sumergido en la propaganda, como millones y millones de chinos. Pero sentía que tenía que haber en cualquier otro lado una manera diferente de pensar, de vivir.

–¿Por eso se especializó en francés y empezó a estudiar esa lengua, esa literatura?

–Cuando aún estaba en la preparatoria, de casualidad leí, en las memorias de Ilia Ehrenbourg, una anécdota sobre las cafeterías de París, y pensé: “Yo también quiero vivir así.” Mi profesor de francés también reforzó ese mito. Nos explicaba cómo eran las cafeterías de París que recordaba desde los tiempos de su juventud, dibujando en el pizarrón los diferentes tipos de zapatos que llevaban las francesas, con los tacones altos, o escotadas, con agujetas. Eran signos de una libertad definida por nosotros como decadente.

–Más tarde, cuando usted era ya un adulto, hubo una vuelta de tuerca en la Revolución Cultural.

–Fueron años indescriptibles. Mi familia, como muchas otras, había sido barrida. Mis padres fueron enviados a trabajar en los campos, perseguidos, rastreados. Hasta que mi madre murió ahogada en un río y mi padre trató de suicidarse. Lo que pasó en China no se puede imaginar: las masacres de pueblos enteros, desde los viejos hasta los niños, el exterminio de cualquier sospechoso de ser acaudalado, el terror que nos acosaba a todos. En buena parte se trata de una historia que hay que narrar, no obstante haya empezado la llamada “literatura de las cicatrices”.

–Una parte de esa historia la ha descrito usted, después de establecerse en Francia, en El libro de un hombre solo y en varios cuentos, que algunos críticos calificaron de bellísimos. ¿Cómo fue que usted logró narrar a China únicamente después de dejarla?

–Se trata de una paradoja sólo aparente. La distancia ayuda a la memoria, le da una intensidad nueva, vuelve a proponer lo que se vivió. Sin embargo, la literatura no es sólo una proposición de recuerdos, es algo más. Creo haber colocado las vicisitudes chinas en un contexto más amplio, universal. La distancia me ha ayudado a reencontrar las raíces.

–Usted se fue de China en 1988. ¿Qué lo impulsó a tomar esa decisión?

–Entendí que lo que escribía nunca sería tolerado por el régimen. Y luego me di cuenta de que yo mismo empezaba a ejercer la autocensura. Tenía que salvarme, encontrar aire para respirar.

–¿Lo ha logrado?

–Aquí en Europa he encontrado la dictadura del mercado. La globalización está tratando de transformar a los artistas en soldaditos de ese enorme mercado cultural. Pero los escritores, los pintores europeos tienen una buena capacidad de resistencia, protestan, luchan. Eso me gusta. Al contrario, los asiáticos se dejan seducir por las nuevas modas, aceptan códigos estereotipados, aun a sabiendas de que así destruyen su creatividad.

–Me dijo que simpatiza con otro Nobel a contracorriente, Dario Fo. ¿Por qué?

–Fo me gusta porque hace un teatro que toca la vida, que habla de los problemas de la gente. Además es un gran actor, transmite vitalidad. He apreciado mucho a directores de teatro como Strehler y en Francia a Patrice Chéreau.

–¿No le molesta el hecho de que ellos tres han visto con simpatía a la China de Mao?

–China es un país impenetrable que los observadores occidentales creen conocer, cuando en realidad poco o nada saben de él.

–En su opinión, ¿por qué mientras el comunismo ha terminado en buena parte del mundo, en China continúa resistiendo, aunque enlazándose con el mercado?

–Nuestros comunistas son más hábiles, tienen un espíritu más práctico, no son esclavos de la ortodoxia como lo eran los rusos. Se han adaptado al capitalismo, pero no es verdad que el mercado esté mejorando la situación. Al contrario, hay una autoritarismo en aumento. Ustedes tampoco imaginan la fuerza del régimen, la coerción que ejerce sobre la gente.

–¿Piensa que el Nobel que ha recibido pueda mejorar la situación?

–No. No me considero el portavoz de mi pueblo y sé que un artista no puede cambiar nada. Sin embargo, si hay una misión para un escritor, es la de vivir con los pies bien plantados sobre la tierra, denunciando las mentiras y las ilusiones: es lo máximo que puede hacerse.

Traducción de Annunziata Rossi