Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001
 


 

Germaine Gómez Haro

Los sesenta

La historia del arte es una larga cadena en perpetuo cambio y evolución, en la que cada eslabón es consecuencia del anterior y premonición del que vendrá enseguida. Por ello siempre resulta difícil ubicar con precisión los movimientos estéticos o periodos artísticos determinados. En lo que se refiere al arte mexicano de la segunda mitad del siglo XX, la década de los sesenta comprende la consolidación de la llamada generación de ruptura, el grupo de artistas que, a partir de los años cincuenta, pugnan por un arte de expresión subjetiva, libre de contenido social y retórica nacionalista –batalla que, en realidad, ya había sido declarada por Tamayo y los pintores de contracorriente desde los años veinte. Entrados los sesenta, el panorama plástico de nuestro país se vio enriquecido por una pluralidad de estilos y la proliferación de tendencias variadas que se asimilaron de las vanguardias internacionales. Una muestra de esto se puede ver actualmente en el Museo de Arte Moderno en la exposición titulada “Los sesenta”.

Hay que resaltar que no se trata de una selección exhaustiva de la producción artística sesentera, dado que la curaduría se basa exclusivamente en el acervo del propio museo, el cual no cuenta con obras representativas de todos los protagonistas de esta década. Por eso saltan a la vista relevantes ausencias como Gironella, Joseph Bartolí, Héctor Xavier, Fernando García Ponce o Roger von Gunten. La muestra abarca pintura, grabado, fotografía y escultura, criterio que parece un tanto forzado pues lo que sobresale como un conjunto armonioso es la producción pictórica en sí. De fotografía se incluyen tres imágenes de don Manuel Álvarez Bravo y dos de Eric Renner, las cuales, sin tomar en cuenta su indiscutible calidad, desde mi punto de vista no se integran al guión curatorial. Sucede lo mismo con las tres esculturas presentadas: Mujer frente al mar, cerámica policromada de Juan Soriano que no me parece de sus creaciones más afortunadas, Princesa maya de Tosia de Rubinstein, un remanente francamente caduco del indigenismo folclorista, y Loro del francés Jorge Du Bon, una pequeña y atractiva pieza en ónix que nos remite a la sutil síntesis formal brancusiana. A pesar de su belleza –por mucho, la más interesante de las tres piezas–, el Loro de Dubon pasa prácticamente inadvertido, como un invitado solitario en un banquete de obras pictóricas, éstas sí, seleccionadas con equilibrio y coherencia. La fotografía y la escultura, por lo tanto, se antojan como convidados menores, aunque hubo notables exponentes sesenteros de quienes –supongo– no hay ejemplos en las colecciones del mam. La acertada museografía traza líneas de continuidad y propicia diálogos y ecos entre las múltiples pinturas, reunidas en pequeños grupos hilvanados más bien por su calidad formal que por orden cronológico o temático. El recorrido da comienzo con un lienzo de Tamayo –Hombre contra el muro 1960–, cuyos trazos libres y colores terrosos establecen una correspondencia directa con su vecina Cordelia Urueta –Mina de oro, del mismo año–, de quien se presenta una espléndida composición lírica en la que reverbera el influjo del maestro oaxaqueño. Así se van creando diálogos silenciosos entre artistas de diferentes corrientes y estilos, poniendo en claro que la riqueza de la producción plástica sesentera reside precisamente en su diversidad.

La ausencia de ejemplos escultóricos de los sesenta se podría complementar con la muestra “Escultura mexicana, segunda parte. De la Ruptura al Geometrismo” que se presenta en el Museo del Palacio de Bellas Artes, y cuya segunda edición comprende precisamente el periodo 1960-80. Lamentablemente, tampoco aquí encontramos las obras más representativas de los sesenta, con excepción de dos piezas excelsas de Pedro Coronel –Cráneo y Ave, ambas de 1960– y las creaciones de Manuel Felguérez y Helen Escobedo, realmente inmersas en el espíritu sesentero. Es de extrañar la escueta presencia de Mathias Goeritz, para mí el máximo impulsor de la escultura moderna en México. Y si bien en el mam disfrutamos de una hermosa pieza de Jorge Du Bon, en Bellas Artes no fue incluido, lo que resulta una gran omisión ya que el maestro francés –discípulo de Zúñiga– ha desarrollado gran parte de su trabajo en nuestro país, especialmente en Oaxaca. Aprovecho para mencionar que recientemente se instaló en el patio trasero del maco de Oaxaca un conjunto de tres obras en madera recién realizadas por Du Bon a petición del Gobierno del Estado. Este trío de elegantes esculturas minimalistas se integra con sorprendente fortuna a la naturaleza frondosa de ese patio oaxaqueño –hasta hace poco desaliñado y abandonado– que ha sido remozado por la nueva directora del museo, la talentosa Femaria Abad, para el gozo de los visitantes que ahora pueden sentarse al fresco en unas bancas de madera, contemplando las bellas obras de Du Bon.

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