Jornada Semanal, 1o. de abril del 2001 

Luis A. Marentes

Rebelión y resistencia
en El apando
 

De manera tal vez más marcada que en cualquier otra de sus igualmente descarnadas narraciones, en El apando José Revueltas hace la radiografía apabullante de eso que ya muchos definen como “el lado moridor” –Evodio Escalante dixit, como lo cita Luis Marentes–, en cuyo espectro conceptual caben Meche, La Chata, Albino, El Carajo y todos los monos que en el mundo han sido y serán. Marentes nos propone una relectura de esta obra fundamental para identificar algunas claves que nos permitan pensar en el inolvidable Pepe no sólo como en el escritor de izquierda más comprometido ideológicamente, sino también como el autor de una obra que “es en sí un acto de resistencia y de fe”.



La última novela publicada por Revueltas, El apando –llevada al cine en 1975 por Felipe Cazals– es una continuación de su preocupación por el “lado moridor” de la vida humana. Narra el fallido intento de introducir droga en un reclusorio. Albino y Polonio son traficantes y El Carajo, un loco tuerto y tullido. A pesar de odiarlo, los primeros lo necesitan para su negocio, pero una vez concluido planean asesinarlo. Aprovechando su adicción, les es fácil inducirlo a que convenza a su madre de transportar droga dentro de su vagina: su edad y apariencia evitarán que las autoridades la revisen como lo hacen con sus compañeras, Meche y La Chata. El plan fracasa: después de un brutal enfrentamiento con los guardianes, los presos son sometidos y El Carajo informa a la policía que su madre trae la droga escondida.

Es un texto opresivo y sofocante, que consta de un solo párrafo de cuarenta y cinco páginas; la película enfatiza visualmente rejas y muros. Ambos encarnan la estética revueltiana: la apreciación de una realidad monstruosa y desesperante, que roza con el tremendismo, que hurga en lo marginal, lo pecaminoso, lo vulgar. Con una serie de cambios narrativos en el tono, el estilo, los énfasis, la historia de El apando podría aparecer en Alarma! Pese a sus convicciones marxista-leninistas, los protagonistas no son los heroicos proletarios, campesinos o militantes, pregonadores de un futuro mejor, característicos del realismo socialista. Como muchos otros personajes revueltianos, éstos pertenecen al inframundo de los seres marginados. Criminales, reclusos, drogadictos, los protagonistas no parecen tener características redentoras. En un plano más amplio, el sistema opresivo de la cárcel desborda la situación específica de los prisioneros, ya que los guardianes son “los presos [...] y no nadie más, con todo y sus madres y sus hijos y los padres de sus padres”.

Tal trama y estética han llevado a muchos a concluir que El apando es sintomática de la desesperación o resignación del autor en sus últimos años. Obras anteriores, como Los días terrenales, habían causado la censura de Revueltas por sus propios compañeros, que veían en su obra pesimismo y falta de fe, cualidades antitéticas a la militancia en el Partido. Sin embargo, es importante resaltar que la estética revueltiana es contestataria precisamente por su “lado moridor”, como apunta Evodio Escalante. Desde esta perspectiva, es en el momento en que la realidad llega a su momento más grotesco y degradado, cuando la acumulación de las contradicciones alcanza un nivel de saturación suficiente para causar una transformación cualitativa en la condición humana. En el nivel humano, esta transformación comienza a darse en el terreno de la conciencia. El individuo debe adquirir conciencia de su estado de opresión para poder actuar y transformar la realidad exterior. En este sentido, el personaje más marginal de la obra, El Carajo, nos proporciona una alternativa al total dominio que la institución penitenciaria ejerce sobre los reclusos.

A pesar de estar mutilado y esclavizado por la droga, El Carajo es un personaje que ejerce cierto control sobre su propio cuerpo y las circunstancias que lo rodean. La única escapatoria que tiene en el reclusorio es la droga y para obtenerla ha ingeniado un sofisticado ritual de pseudosuicidio. Se corta las venas junto a la puerta de su celda para que la sangre fluya y salga al patio; en el momento apropiado, aúlla para llamar la atención de los guardianes, sabiendo que lo llevarán a la enfermería donde le será más fácil conseguir la deseada droga. Con la misma frialdad, El Carajo recluta a su madre en el complot para introducir droga. Rompe la ley y la tradición para lograr sus objetivos; claro que son metas que la mayoría de los lectores considerarán deplorables, pero este objetivo es lo único que le brinda satisfacción. En los intentos de suicidio nunca muere. Sobrevive y conserva el control de la situación; pero también sobrevive para volverse aún más ruin al traicionar a su propia madre.

El final de El apando, con la derrota de los protagonistas y la traición de El Carajo, parece confirmar una lectura pesimista de la obra. ¿Dónde puede encontrarse la esperanza? Propongo que precisamente esta traición de la madre apunta hacia cierta salida de las contradicciones. Al acusar a su madre y, por ende, a sí mismo como conspirador, El Carajo niega sus circunstancias. Su madre, silenciosa y resignada, lo acompaña durante las horas de visita, le da dinero para la droga y rara vez le habla: “La culpa no es de nadien, más que mía, por haberte tenido.” No queda claro si su culpa es hacia el hijo por traerlo a un mundo horripilante, o hacia la sociedad por haber creado a un drogadicto criminal. La aseveración de la madre es ambigua, pero fuera del reconocimiento de esta culpa no hace más por su hijo que proporcionarle dinero para la droga. Utilizado para sobornar a las autoridades, ese dinero conecta la corrupción del prisionero con la de los carceleros y sus familiares. La saña que expresa El Carajo hacia su madre y sus múltiples actos de autodestrucción puede verse como el último paso de la conciencia de sí. Es la contradicción a la que apunta Lukács en su Historia y conciencia de clase cuando describe cómo el proletariado adquiere conciencia de clase al darse cuenta de sus paupérrimas condiciones; una vez adquirida esta conciencia, la meta es destruirse a sí mismo como clase para destruir las condiciones que lo han formado como tal.

Así como la madre desempeña un papel central, la imagen del parto aparece frecuentemente en la obra. Revueltas narra el proceso mediante el cual los prisioneros apandados sacan la cabeza por el postigo de la puerta de su celda: “requería un empeño cuidadoso, minucioso, de la misma manera que se extrae el feto de las entrañas maternas, un tenaz y deliberado autoparirse con fórceps”. Este autoparirse permite a los reos observar los movimientos dentro de la prisión para coordinar su plan. Desde una posición grotesca, viendo únicamente con el ojo derecho, los prisioneros invierten de manera simbólica y real las relaciones de poder: ellos observan a los observadores. Si el poder de la prisión consiste en gran parte en la habilidad del carcelero para observar y conocer a sus reclusos, ahora ellos son los que lo hacen.

La falta de conciencia sobre sus propias circunstancias, la falta de memoria, son hechos que condenan a los monos (guardianes) a una prisión más terrible aun que la de los apandados. El Carajo, por lo menos, está consciente de sus circunstancias. Niega su horror drogándose o fingiendo suicidios. Sus cómplices también niegan sus circunstancias pero de otra manera, ya que utilizan su imaginación y los recursos a su alcance para mejorar su forma de vida. Mejora muy relativa, porque se logra mediante el narcotráfico, pero el hecho es que retan a la institución y aprovechan sus fisuras, tradiciones y prejuicios.

La relación entre Albino y Meche es también representativa de esta resistencia contradictoria. Cuando las monas revisan la vagina de Meche –acto que afirma su poder total sobre los aspectos más íntimos de una visita, que la humilla y somete, mientras que incrementa el conocimiento y poder de la institución–, ésta transforma
la relación. Para ella la revisión se convierte en una experiencia erótica al recordar sus encuentros sexuales con Albino antes de la prisión. Por su parte, éste maldice a las celadoras, pero al hacerlo también evoca en su memoria escenas de sexo con Meche. Podría verse esta relación erótica, mediada por la violación de la intimidad de Meche por la mona, como un ejemplo más del pesimismo revueltiano, pero no es así pues la sexualidad de Albino y Meche abre ciertas ventanas de dignidad humana. Él tiene un tatuaje en el vientre “que representaba la graciosa pareja de un joven y una joven [...] dispuestos de tal modo [...], que bastaba darle impulso con las adecuadas contracciones de los músculos para que [...] adquiriesen una unidad mágica donde se repetía el milagro de la Creación y el copular humano se daba por entero en toda su magnífica y portentosa esplendidez”. Esta danza del vientre brinda al recluso
el prestigio de un artista famoso. Y en la película, la secuencia donde Albino recuerda los momentos en que hacía el amor con Meche se enfoca en este tatuaje y nos pone en presencia de un contacto humano digno y mutuo. A pesar del contexto de la prisión es un momento de libertad, sobre todo si se compara con la tensa y fría escena donde vemos la relación de uno de los monos con su mujer.

El apando es una condena al sistema político que tenía al autor preso en Lecumberri por su participación en el movimiento del ’68. El simple hecho de escribir esta novela contestataria en esas circunstancias es en sí un acto de resistencia y de fe. El texto y las acciones de sus protagonistas representan una rebelión en busca de la dignidad humana, y la inspiración de esta rebelión surge de la conciencia de la subyugación. Me recuerda el cuento “Las tres piedras” de R. Flores Magón, donde la plebeya piedrecilla, pisoteada en la calle, es la que merece admiración. Es garantía de libertad: “Cuando una mano callosa levanta una piedra, vacila el trono de la tiranía.” La obra de Revueltas puede considerarse como una de estas pedradas: es una cristalización de la cólera popular.