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La voz de las mujeres en el Tercer Congreso Nacional Indígena. Una reflexión sobre la política de las mujeres

Francesca Gargallo

 


La mañana del sábado 3 de marzo, tras una ceremonia de voz, canto y afirmaciones en que las y los delegados de los pueblos indígenas y los 23 comandantes del EZLN y el subcomandante Marcos asumieron su responsabilidad para con el derecho a la diferencia en la formación de la nueva ciudadanía pluricultural mexicana; bajo un sol que quemaba parejo y envueltas en la cabalística del número siete y del color de la tierra, miles de personas atentas, purépechas, mestizas, kikapoo, nahuas, tzeltales, italianas, coras, francesas, otomíes, dakota, ecuatorianas, zapotecas, huicholas, mujeres, hombres, campesinas, transportistas, académicas, diferentes, entendimos qué proceso de minorización ha llevado a los pueblos de América a no tener derechos.
Esa mañana, con el sabor de la tierra en la boca, el frío de la noche anterior deshaciéndose al sol, la emoción a flor de entendimiento, las delegadas y delegados de 47 (de los 62 existentes) pueblos indígenas mexicanos presentes en el Tercer Congreso Nacional Indígena, en Nurío, Michocán, se repartieron en cinco mesas de trabajo para analizar cómo difundir y defender los Acuerdos de San Andrés y la firma de la ley de derecho indígena, Una de ellas, en el auditorio encerrado en el que se mezclaban los colores de ropajes diferentes, los olores a comida, a sueño y a gente, alumbrada por velas y copal, con un solo micrófono, entre llantos de niñas y ronquidos de niños, rostros masculinos tensos, revuelos de faldas y movimientos diversos de campesinas, artesanas, madres y cuatro comandantas, fue la mesa de mujeres.
Su arranque no pareció alentador; muchas feministas italianas, mexicanas y alemanas se miraban levantando los hombros. La reunión de mujeres había sido tomada por asalto por los hombres que pedían compulsivamente la palabra al único miembro de la mesa directiva, aterrados de tener que escuchar la voz de las mujeres de sus pueblos, deseosos de acallarlas quitándoles tiempo de participación y, paralelamente, recordarles su deber para con la cultura de todos.
Sin embargo, esa mesa transitó de la sumisión a la palabra de los representantes masculinos, a la radicalidad feminista indígena, esto es a la afirmación de ser representantes legítimas de su cultura y tener una autoridad para la elaboración de su derecho.
Esta transición recorrió el camino que va de la escucha sin réplica del discurso masculino, de control sobre las mujeres, hasta una interpretación autónoma del significado de trabajo, de la relación con la tierra y del derecho a representarse a sí mismas y a sus pueblos frente a cualquier instancia. La radicalización de la voz de las mujeres se dio sobre la marcha, cuando los hombres aflojaron su ansiedad compulsiva de intervención y ellas pudieron empezar a escucharse unas a las otras. Una vez más la autonomía, aunque relativa, permitió que las mujeres reunidas se definieran a sí mismas, con la palabra, en colectivo.
Ver esta transición de una primera, indignante situación de acallamiento de las delegadas, aparentemente aceptada por ellas mismas, a una situación de reflexión autónoma que complejizaba la relación de las indígenas con su ser campesinas y su ser madres y representantes de una cultura minorizada por la opresiva occidentalización, como feminista urbana me ha costado. Una mirada echada ligeramente desde mi posición de académica hubiera descalificado la mesa sin más. No obstante, en Nurío hubo un proceso de subjetivación de las indígenas.
A la exigencia de los hombres de que ellas se reconocieran a sí mismas sólo como pertenecientes al colectivo "indígena", sin generar divisiones, sin postular diferencias ni reivindicar derechos específicos, ellas respondieron desde el carácter positivo, no sumiso, de su diferencia sexual. Solteras que se rebelaron a la imposición paterna de un marido, artesanas que reivindican respeto a su trabajo, madres encargadas de la transmisión cultural de los valores de sus pueblos, sostuvieron que su relación con la tierra trascendía la "ayuda" al marido en la milpa, implicaba la transmisión de conocimientos técnicos y cosmogónicos en los cuales habían intervenido y seguían interviniendo. Hombro con hombro con los hombres, cierto, pero afirmando en una mesa que -supe después- habían debido pelear. Hombro con hombro, y por lo tanto, como concluyeron, con una igual representatividad: a partir de Nurío, ningún congreso indígena tendrá valor si por cada delegado hombre no hay una mujer de su comunidad.