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La mañana del sábado 3 de marzo, tras una ceremonia de voz,
canto y afirmaciones en que las y los delegados de los pueblos indígenas
y los 23 comandantes del EZLN y el subcomandante Marcos asumieron su responsabilidad
para con el derecho a la diferencia en la formación de la nueva
ciudadanía pluricultural mexicana; bajo un sol que quemaba parejo
y envueltas en la cabalística del número siete y del color
de la tierra, miles de personas atentas, purépechas, mestizas,
kikapoo, nahuas, tzeltales, italianas, coras, francesas, otomíes,
dakota, ecuatorianas, zapotecas, huicholas, mujeres, hombres, campesinas,
transportistas, académicas, diferentes, entendimos qué proceso
de minorización ha llevado a los pueblos de América a no
tener derechos.
Esa mañana, con el sabor de la tierra en la boca, el frío
de la noche anterior deshaciéndose al sol, la emoción a
flor de entendimiento, las delegadas y delegados de 47 (de los 62 existentes)
pueblos indígenas mexicanos presentes en el Tercer Congreso Nacional
Indígena, en Nurío, Michocán, se repartieron en cinco
mesas de trabajo para analizar cómo difundir y defender los Acuerdos
de San Andrés y la firma de la ley de derecho indígena,
Una de ellas, en el auditorio encerrado en el que se mezclaban los colores
de ropajes diferentes, los olores a comida, a sueño y a gente,
alumbrada por velas y copal, con un solo micrófono, entre llantos
de niñas y ronquidos de niños, rostros masculinos tensos,
revuelos de faldas y movimientos diversos de campesinas, artesanas, madres
y cuatro comandantas, fue la mesa de mujeres.
Su arranque no pareció alentador; muchas feministas italianas,
mexicanas y alemanas se miraban levantando los hombros. La reunión
de mujeres había sido tomada por asalto por los hombres que pedían
compulsivamente la palabra al único miembro de la mesa directiva,
aterrados de tener que escuchar la voz de las mujeres de sus pueblos,
deseosos de acallarlas quitándoles tiempo de participación
y, paralelamente, recordarles su deber para con la cultura de todos.
Sin embargo, esa mesa transitó de la sumisión a la palabra
de los representantes masculinos, a la radicalidad feminista indígena,
esto es a la afirmación de ser representantes legítimas
de su cultura y tener una autoridad para la elaboración de su derecho.
Esta transición recorrió el camino que va de la escucha
sin réplica del discurso masculino, de control sobre las mujeres,
hasta una interpretación autónoma del significado de trabajo,
de la relación con la tierra y del derecho a representarse a sí
mismas y a sus pueblos frente a cualquier instancia. La radicalización
de la voz de las mujeres se dio sobre la marcha, cuando los hombres aflojaron
su ansiedad compulsiva de intervención y ellas pudieron empezar
a escucharse unas a las otras. Una vez más la autonomía,
aunque relativa, permitió que las mujeres reunidas se definieran
a sí mismas, con la palabra, en colectivo.
Ver esta transición de una primera, indignante situación
de acallamiento de las delegadas, aparentemente aceptada por ellas mismas,
a una situación de reflexión autónoma que complejizaba
la relación de las indígenas con su ser campesinas y su
ser madres y representantes de una cultura minorizada por la opresiva
occidentalización, como feminista urbana me ha costado. Una mirada
echada ligeramente desde mi posición de académica hubiera
descalificado la mesa sin más. No obstante, en Nurío hubo
un proceso de subjetivación de las indígenas.
A la exigencia de los hombres de que ellas se reconocieran a sí
mismas sólo como pertenecientes al colectivo "indígena",
sin generar divisiones, sin postular diferencias ni reivindicar derechos
específicos, ellas respondieron desde el carácter positivo,
no sumiso, de su diferencia sexual. Solteras que se rebelaron a la imposición
paterna de un marido, artesanas que reivindican respeto a su trabajo,
madres encargadas de la transmisión cultural de los valores de
sus pueblos, sostuvieron que su relación con la tierra trascendía
la "ayuda" al marido en la milpa, implicaba la transmisión
de conocimientos técnicos y cosmogónicos en los cuales habían
intervenido y seguían interviniendo. Hombro con hombro con los
hombres, cierto, pero afirmando en una mesa que -supe después-
habían debido pelear. Hombro con hombro, y por lo tanto, como concluyeron,
con una igual representatividad: a partir de Nurío, ningún
congreso indígena tendrá valor si por cada delegado hombre
no hay una mujer de su comunidad.
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