Jornada Semanal,  8 de abril del 2001


ANTESALA



Quién se beneficia y quién no con el IVA al libro. Aclaremos: quienes tienen derecho a protestar por la inclusión del iva en el precio final del libro somos precisamente los consumidores finales. Pero, si bien se ve, también deberíamos ser nosotros quienes alzáramos la voz cada vez que las grandes casas editoriales incrementan los precios de sus libros sin avisar a nadie ni pedir permiso. En general (y como ya se anotó en esta columna en la serie de artículos dedicada a la industria editorial y a la devastación de su fuerza de trabajo), las nuevas tecnologías han abaratado el precio real y el porcentaje de ganancias para quien produce cada libro. Y sin embargo, los precios, en lugar de bajar o al menos mantenerse estables, siguen creciendo con el pretexto de que lo que aumenta son los insumos (papel, tinta, ¿qué más?). Pero la tasa de ganancia sobre la mano de obra desplazada por los ordenadores y sus siempre renovados programas de procesador de textos y de diseño se ha visto incrementada de diez a veinte veces. ¿De qué se quejan entonces las grandes editoriales? De hecho las únicas que financian la hechura del libro son las editoriales universitarias y las estatales, las cuales contratan todavía al personal especializado para cuidar sus ediciones. Vea usted nada más la calidad de cualquier edición de un libro del Conaculta con la de Alfaguara o Planeta y verá cómo no hay punto de comparación: estas últimas están llenas de erratas, callejones, viudas, saltos, etcétera. Lo que pagamos los escasos compradores de literatura y poesía es la desmesurada publicidad que ahora se les otorga a lo(a)s autore(a)s que la editorial decide promover (y que, como el Premio Nobel, no son siempre lo[a]s mejores o lo[a]s que más se lo merecen). Podemos dividir el fenómeno editorial en tres grandes rubros, que no abarcan toda la Galaxia Gutenberg pero si dan una clara idea general: a) literatura; b) educación; c) autoayuda. La tajada del león de las editoriales se encuentra en los dos últimos rubros. Sin embargo, no debemos olvidar que los niveles del desarrollo y la democracia en cualquier país todavía se miden por el porcentaje de sus habitantes alfabetizados (ojo: no analfabetas funcionales). Y la casi totalidad de los saberes de la humanidad no se encuentra en internet, ni en una supercomputadora, sino en la magnífica e insondable Biblioteca de Babel que Borges soñó para nosotros. Los escritores estamos por supuesto preocupados por nuestro público lector, que ubicamos en los niveles de clase media o lo que queda de ella, entre los jóvenes y, sobre todo ahora, entre las mujeres instruidas. Son éstas quienes consumen la literatura y la poesía que escriben una absurda mayoría de machines que se alaban unos a otros y presumen abiertamente de su misoginia y su visión del mundo políticamente incorrecta. En nuestra lengua todavía no tenemos claro este fenómeno paradójico. Como sea, nuestro universo es pequeño, en comparación del público cautivo con que el libro cuenta en los diferentes niveles de la educación. // Costear la educación es cada día más difícil. Conforme se avanza a duras penas para escalar la pirámide educativa, los libros ­más allá del libro de texto gratuito­ se vuelven más y más necesarios. Porque hacen falta diccionarios y enciclopedias, libros de historia, geografía y matemáticas. Si se va a ayudar a los pobres, no sólo se necesitan becas y el derecho a la educación claramente escrito en los derechos de los niños y quizá en la Constitución. Hace falta el derecho al libre acceso a los libros por parte de todos los estudiantes. Y esto sólo puede ser realidad mediante un sistema de bibliotecas populares, eficientes y abundantes, que contengan los títulos más recientes en todas las materias. Y, claro, el abaratamiento del libro para que cada nuevo lector pueda formar su biblioteca básica en el tema que más le interese. Es por esto que aplicar el iva al consumo de libros, por un lado, y supuestamente prometer que los desposeídos no se verán afectados es una falacia, una mentira, un argumento demagógico por parte del secretario de Hacienda, a quien sólo le preocupa recaudar más dinero para cumplir con sus propios intereses de números macro y microeconómicos, no con los intereses de la nación, y del presidente Fox, que con inocencia o excesiva astucia cree en esta argumentación. Con todo y la cortina de humo que la tan traída y llevada posmodernidad ha tendido cuando declara el fin de la Historia y de otros muchos saberes, la lectura todavía tiene un gran trecho que recorrer a favor de las grandes masas, así como de la democracia real. Y junto con la lectura, el libro sigue siendo su vía más afín y accesible.

¿Otra vez el Libro vaquero? Así pues, este modesto escriba se unió a la protesta en contra de cargar el iva al consumidor final. Pero no porque crea que el público que lee literatura vaya a disminuir (el [la] lector[a], como todo buen adicto, siempre se las ingenia para satisfacer su vicio). Cree, en cambio, que nunca habrá suficientes lectore(a)s (empezando por el presidente y su secretario de Hacienda en turno) para que la brecha entre los que leen y los que no, se cierre al menos un poco. La trampa del iva es mayúscula, ya que los lectores especializados no disminuirán sus compras, pero el número de lectores tampoco aumentará, sobre todo donde tiene que aumentar. Supuestamente, este gobierno hará un gran esfuerzo por educar y subir el nivel educativo básico entre la mayoría, pero, en caso de que sea así, ¿qué van a leer, si no tienen dinero para comprar los libros más elementales y no existen buenas bibliotecas que les permitan poner en práctica sus habilidades lectivas? ¿Otra vez el Libro vaquero, Alarma, Tele Guía? Yo estoy dispuesto a pagar el iva sobre mis libros de literatura, en el momento mismo que vea que a las grandes editoriales se les obliga a surtir un satisfactorio sistema de bibliotecas que llegue a todos los lugares. 

(Continuará.)
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 


 

       
      Las divas de Sergio Fernández (II)

      Tennessee Williams, El dulce pájaro de la juventud, la Princesa Kosmonopolis, Alexandra del Lago, Geraldine Page... todos estos elementos se unen para que en La realidad de un simulacro: el cine, Sergio pueda hablarnos de las estrellas caídas, del decline and fall de las grandes divas. Aquí están la temida vejez y el close up que pone en peligro al ego temeroso del paso depredador del tiempo. Pienso en Chance Wayne, un Paul Newman arrobado ante sí mismo, y en la declinante Geraldine Page, en el texto precioso de Williams y en la forma en que Sergio nos hace virar la cabeza para ver pasar el Issota Franchini de Gloria Swanson, conducido por Von Stroheim y rumbo a un Sunset Boulevard con su piscina en la que flota la padrotería derrotada de William Holden.

      Ana Magnani es una fuerza de la naturaleza, un volcán nacido en una callejuela del Trastevere, pero también, como nos lo dice Sergio, una tormenta súbita sobre la tierra de Delos, el viento huracanado sobre Agrigento y “todas las mujeres hacinadas en una sola”. Desmelenada, jadeante, perturbando con la mirada y el arqueo de las cejas, esta mujer de armas tomar, esta actriz hecha para representar a Clitemnestra, Fedra, Eco, Bernarda Alba o “la Malquerida” (un segundo para pensar en don Jacinto, tan olvidado ahora: “el que quiera a la del Soto/ tiene pena de la vida./ Por quererla quien la quiere/ le dicen la Malquerida”), es la Signora Delle Rose de Tennessee Williams, levantando huracanes en Nueva Orleans, haciendo brotar volcanes sicilianos en las costas de Louisiana.

      Ingrid Thulin, actriz amada por Bergman (todos la pensamos agonizando de tisis en el misterioso hotel de El silencio), es vista por Sergio en la horrenda saga familiar de Visconti llena de látigos, medias negras y suásticas, Los malditos. Con gran agudeza, Sergio nos dice que la película proviene del final de Los Buddenbrook de Mann, del momento en que la vieja burguesía se hunde y emerge la locura pequeñoburguesa del nazismo. La Thulin “se apodera de egregios momentos del film”. Actriz poderosa y versátil, levanta la cabeza y su boca nada perfecta concita a la sexualidad y al desaliento.

      Joan Crawford irrumpe con sus elásticas piernas (las vimos en su papel de secretaria en Gran Hotel, cruzadas y convidadoras) y devora todo lo que se pone a su alcance: fortunas, hombres, situaciones, mansiones oscuras, apartamentos de lujo blanco... Su juego se balancea en el filo de la navaja en Humoresque, película que oscila entre el cinismo y la voracidad ante los “alimentos terrenales” (Gide dixit). Todo: pómulos, ojos ávidos, piernas flexibles, cabellera hecha de muchos látigos, todo esto conforma la imagen de la mujer fuerte y, casi siempre, derrotada.

      Maggie Smith, la Miss Broodie tan escocesa, pelirroja, pecosa, de ojos verdes y nariz afilada, en fin toda ángulos y repliegues puritanos, se entusiasma con el discurso fascista y alienta a sus alumnas para que vayan a pelear del lado de la Falange en la guerra civil que llevó a España al infierno franquista. Seductora egregia, perora ante sus alumnas aleladas y las electriza y convence. Su piel casi transparente muestra tonos aristocráticos que se hacen patentes en la elegancia de Edimburgo. La frágil y ensañada maestra cuida a sus niñitas que son la crème de la crème, adora el renacimiento y las envía a morir al lado de los falangistas. Arbitraria, frívola y trágica, sus muchas facetas sólo podían haber sido interpretadas por Maggie Smith.

      Catherine Sloper (Olivia de Havilland) pasea su casi absoluta falta de gracia y sus herencias por los salones de Washington Square. Henry James la retrata con trazos implacables y Olivia le da su rostro, especialmente sus ojos entre vacuos y trágicos, su glotonería y su insignificancia.

      Vivien Leigh como la frágil y acosada Blanche Dubois del Tranvía de Williams (obra escrita en San Juan Cosalá, el refugio que el autor tenía en Chapala. Recordemos el pregón en español recorriendo las calles de Nueva Orleans: “Flores, flores para los muertos.”), se instala en el terreno del mito más quintaesenciado y oficiado por Vivien, Brando, Williams. Algo parecido logran Ingmar Bergman e Ingrid Bergman en la Sonata de otoño, película que resume y corona las carreras del director y de la actriz.

      La Hepburn, solterona en Venecia, comprando cristal rojo, cayéndose a los canales y, perpleja y ansiosa, enamorándose del estereotipo de galán latino, Rossano Brassi. Sergio sitúa la acción interna en Akron, Ohio, y en Venecia. Jessica Lange posee, nos dice Sergio, “una sexualidad extrovertida y penetrante” (veo sus calzones blancos y baratos sobre la mesa de la cocina del restaurante del griego y escucho de nuevo el jadeo que acompaña al ritmo de las largas piernas abiertas). Trajo loquito al amoroso King Kong (nueva bella, nueva bestia). Sergio, al hablarnos de Cielo azul, convoca a todos los personajes revividos por la Lange, especialmente “Maggie the Cat” en el tejado ardiente de la obra de Williams. En fin... un paradigma de la “radiante obscenidad”. Otra “Maggie the Cat”, Elizabeth Taylor, llama la atención de Sergio por una película aparentemente menor, Zee and Co. Claro que el coro de Cleopatra, Who is afraid of Virginia Woolf y la gata están al fondo, pero Zee and Co ocupa el corazón del análisis.

      Cerca del final del libro aparece la actriz mito por excelencia, Greta Garbo, componiendo su lánguida y oscilante Mata Hari. Sergio se contiene y no estalla de admiración ante la divina cara comentada por Cecil Beaton. Se muestra comedido, pero vende hermosamente su trama cuando compara a la diva con una escultura de Brancussi y sus delirios verticales. Buster Keaton, travesti e hijo de Neptuno cierra el prodigioso desfile y nos despide con su impasible rostro, sus ojos melancólicos y su comicidad insuperable.

      Gracias, Sergio, por este, como ahora se dice, libro multidisciplinario, en el cual triunfan la admiración, el deslumbramiento, la erudición sin alardes, natural como el discurrir de un río, y la transparencia de un estilo que, a mi entender, es uno de los más poderosos y originales de nuestra literatura.
       


     
     
    Hugo Gutiérrez Vega