La  Jornada Semanal, 15 de abril del 2001


Carmen Boullosa

Frigidez y placer de mis ancestras

Con un discurso muy en el tono de los que en los años sesenta eran conocidos como “los jóvenes airados”, Carmen Boullosa se indigna en este texto, mitad ensayo, mitad memorias, contra el siempre abusivo uso del vocablo “frígida”. Sin pelos en la lengua, Carmen la describe como “una palabra ojete, que se mete donde no le importa”, y contrapone la necesaria reivindicación femenina indicando que “las mujeres tenemos derecho al trabajo y al placer, en nuestro nuevo ideal de costumbres”. Sirvan estas líneas para ilustrar a toda suerte de abascalistas, que desde su remoto siglo continúan creyendo, entre otras cosas, que los placeres de la carne “son derecho de los varones”.

La uno

Mi abuelo Enrique murió años antes de que yo naciera. Mis papás no se conocían siquiera, de hecho todo empezó entre ellos porque cuando el abuelo Enrique murió, mi mamá se enfermó (yo diría que en señal de duelo), y llamaron a mi papá, que era como ella alumno en la Berzelius, la escuela de química de la universidad jesuita, para que la ayudara a ponerse al día en sus estudios. Él era un alumno brillante, alguno de los curas se lo recomendó a mi abuela como un buen tutor y además un joven decentísimo. 

Para mí que el jesuita entendía que la enfermedad de mi mamá tenía su origen en la tristeza, adoraba a su papá, y quiso enviarle un caramelito de consolación, mi papá. Lo adoró hasta su muerte. Lo adoró, lo idolatró, estuvo siempre enamorada de él. Recuerdo que poco antes de que ella enfermara, cambiaron de cama. Tenían una queen, y compraron dos individuales. Uno u otro se quejaban todas las mañanas: “No pude dormir porque pasé la noche en el agujero.” Hasta que llegaron al dictamen: “No somos para dos camas, nosotros dormimos pegaditos.” Regresaron a su cama queen, para que ninguno de los dos pasara la noche en el hoyo. A los ojos de mi mamá no había hombre más inteligente, más divertido, más guapo, más hermoso que mi papá. Yo lo vi siempre a través de esos ojos, hasta que ella murió y tuve que pasar por otros espejos. 

Siempre que escuché contar la historia de cuando se conocieron, los retrataba de la siguiente manera: metía a mi mamá en cama, y él le daba lecciones en una silla a su lado. Imaginaba la escena en el cuarto del centro. Las ventanas del fondo daban a los rosales de mi abuela, siempre floreando en la terraza. Ese cuarto tenía dos camitas gemelas. Mi mamá ocupaba la de la derecha. Mi papá tenía la silla acomodada entre las dos camas. Pero ahora entiendo que mi retrato es imposible. Mi abuela no hubiera permitido por ningún motivo que ese joven viera a su hija sin vestir ropa de calle. Tengo que comenzar a imaginar el comienzo de su romance con otra visión. Ella, pálida, deprimida, él guapísimo, un par de años mayor que ella solamente, tímido, cargando su torta en el bolsillo. ¿De cuál bolsillo hablaba mi abuela? Siempre puse la torta en el bolsillo del pantalón, porque cuando yo era niña mi papá se las agenciaba para que ahí le cupieran los libros de bolsillo. ¿Por qué no una torta? Pero ahora caigo en cuenta cuán ilógico es ponérsela ahí. La torta debía ir en su no muy elegante bolsillo del saco. Después dejó de llevar torta, porque mi abuela comenzó a invitarlo a comer. Por este “comer” creo que no hago mal en conjeturar que el escenario donde comenzó su romance fue el comedor de mi abuela. Las sillas son cómodas, la mesa es muy grande. Mi papá debió sentarse en la cabecera. Teté, mi mamá, dando la espalda a la entrada al comedor. ¿Cuál cabecera? La principal habría opacado la cara de mi papá, porque la luz habría entrado por los ventanales que lo harían ver a contraluz. Sin duda la otra, la que estaba contra una pared.

Revisito la escena del enamoramiento de mis papás obsesivamente, son mi pareja original. Pero atrás de ellos, hay un par de Adán y Eva que me marcaron también notablemente. Su vida en pareja fue para mí importantísima en la infancia, así fuera que no existiera en la realidad sino en la mitología familiar. Mi abuelo Enrique, y mi abuela Esther. Mi abuela Esther había enviudado a los cuarenta y seis años. Nunca se volvió a casar, ni tuvo novios ni pretendientes. No porque fuera fea. Tengo una fotografía en que ella ya está disfrazada de viejita vistiendo su eterno luto, y no me parece fea. Mi abuelo estaba siempre sonriendo en su estudio, una fotografía me lo enseñaba con su cara pícara, joven. Era oval, estaba a la izquierda de su diploma de médico militar. Ése era mi abuelo para mí, un muchacho. Guapo, con bigote. De otro tipo de belleza que la de mi padre. La belleza de mi papá siempre fue melancólica, y en ese sentido un poco femenina. La de mi abuelo era dada a la juerga.

Mi abuela no hablaba muy bien de él. Tampoco muy mal. Supe desde niña que habían mantenido una guerra de guerrillas. Ella contra él, y el mensajero y frente de la batalla fue, como suele ocurrir, el primogénito, mi pobre tío Chucho. Fui atando cabos: mi abuelo era mujeriego; Enrique era, como en su foto, un pícaro. Mi abuela era seria, era trabajadora, se partía el lomo para comprar una casa donde vivieran sus hijos. 

El abuelo Enrique era pequeño. Mi abuela era inmensa. Digo, de tamaño. A él le encantaban las mujeres, como dije, y a ella no le interesaban los hombres. Ella veía con reprobación absoluta a las coquetas, las maquilladas, las sexys: todas eran igualmente putas. Era muy malhablada, como buena tabasqueña, pero no decía “putas”. Cuscas, sí. Casquivanas, también. Su reprobación más bien era silenciosa. El placer carnal, o los placeres eróticos, eran algo que no le interesaba. Nunca hablé de ese tipo de intimidades con mi abuela, pero no tengo la menor duda de que ese ser adorable que yo idolatré en mi infancia, que me regaló un calor interior a prueba de cualquier avalancha, desconocía los placeres carnales. No le interesaban. No le ocupaban espacio ni en la cabeza ni en su espléndido cuerpo, al lado del cual me arrebujé bastantes noches de mi infancia, combatiendo con él los miedos nocturnos. Con él, con ese cuerpo, combatí el flagelo de mi infancia: dormir sola. Quería ser adulta sólo para abandonar ese espantoso destino. Dormir sola era dormir siempre en el hoyo, en la incomodidad, sintiendo que está uno a punto de caerse. Sigo pensando que es un espantoso destino, pero los años me han enseñado que no basta con ser adulto para escapar de él. Debí saberlo desde niña, porque ahí tenía el ejemplo de mi abuela. Dormía sola siempre, o conmigo. 

Pero estábamos en el asunto del goce y el disfrute eróticos. Juraría, si me atrevo a irrumpir violenta y bárbaramente en la intimidad del ser a quien más amé en mi infancia, que ella desconocía el placer carnal. Claro, estoy segura que jamás a nadie le pasó por la cabeza usar contra ella el horrible adjetivo, porque éste es de los que se avientan, agresivos, contra el destinatario. ¡Frígida! La rígida educación sexista e intolerante a que la sometieron, tuvo los frutos buscados. Muchas veces me narró a mis oídos de niña cómo cuando ella había sido niña, en la hacienda cacaotera de Tabasco, tenía prohibido “saltar la cuerda y botar la pelota”. Un día, en un patio posterior donde creyó que nadie la miraba, probó a saltar la cuerda. Su papá la vio, o le dijeron que viniera a verla, y le puso “una cueriza. Luego me dejó en mi habitación encerrada sin comer un día entero, para que aprendiera a portarme como una mujercita”. A punta de educación severa, fue una madre impecable, una formidable trabajadora (cuando cumplió los ochenta cerró su laboratorio de materia prima farmacéutica, porque se sintió un poco cansada), una mujer decente, una viuda vestida de negro o gris por cuatro décadas. Usaba colores en sus ropas como los que uso yo, por muy diferentes motivos. Ni una gota de maquillaje. El largo cabello blanco recogido en la nuca. No era una víctima, pero no le interesaba disfrutar de esos pecados que –me apego a la norma teológica– nunca son veniales. “No hay materia leve en cuanto a pecados de la carne”. 

Nadie usó nunca este adjetivo contra mi abuela, porque nadie tuvo la menor expectativa de obtener esos placeres de ella. Sabía dar muchos otros. El de la cocina, el de los cariños, el del afecto, y el en ella supremo: el de la charla. Era una conversadora como no he vuelto a escuchar a nadie. Hilvanaba sus historias como una infatigable Scherezada. 

De cualquier manera, aunque no se le pusiera el adjetivo, mis ojos y los de quienes la rodeaban le reclamábamos que nos diera placer. ¿Y ella obtuvo placeres? Creo que nunca se lo propuso. Tejía mientras veía la televisión o conversaba, a gancho, manteles blancos de algodón, muy hermosos. Todo lo que hacía era para dar placer a otros. Su vida es para mí una metáfora de la que da placer, incluso en sus horas de trabajo: tenía un laboratorio de materia prima para la industria farmacéutica. Ella proveía la materia prima para hacer jabones y cremas. A veces, su laboratorio olía a rayos: sacaba extracto de hiel y de hierbas. Otras veces olía nada más extraño. Ella padecía estas extrañezas y pestilencias para que otros se perfumaran y se sintieran hermosos. 

Y era frígida, conjeturo. El adjetivo ofensivo, el castigador, ¿se refiere a que no daba a otro el placer o a que no lo obtenía? En teoría, a lo segundo. Pero el castigo es por el primero. También es conjetura.

Yo fui la beneficiaria de que ella no tuviera un hombre en su cama, porque ella sí me dejaba dormir con ella. Mis papás jamás me dieron permiso de pasarme a su cama. 

La dos

Mi otra ancestra lleva el cabello bastante largo. No lo trae suelto, sino sujeto en la nuca y adornado con un elaborado copete. La tengo sobre la mesa de la sala. Es una reproducción en barro de una figura prehispánica. No tiene ropas, pero no carece de adorno, sobre los hombros se ven unas marcas, redondas, tal vez tatuajes o bolas de hilo pegadas a la piel, en los muslos tiene marcas, menos protuberantes, también adornos marcados en su cuerpo. Es lo único que la viste. Los genitales están exageradamente desnudos. La vulva gigante, desmesurada, enseña su raya en el centro impúdica y cordial. Es tan grande que da hasta el ojo abierto del ombligo. El ombligo es el sexto orificio de la figura. Tiene dos en el ojo derecho, dos en la boca, uno en el ojo izquierdo y el del ombligo. Además de la raya de la vulva, tiene dos cortándole las ingles y una profunda entre sus dos paradas nalgas. Esta mujer es sexo. Sus pechos, los maternos, en cambio, son pequeñísimos, casi insignificantes, mucho menos protuberantes que los adornos que ya mencioné. El peinado es complicadísimo: es una mujer que se acicala para gustar, una sexy. 

Es de barro, pero yo la veo bailando. 

Yo la he bautizado como la amazona de Mesoamérica. Porque no parece una elegida para el matrimonio. No es para ella la vida al lado del fogón, cuidándole los bienes al marido. Ella da y obtiene placer. No es una frígida. Su enorme vulva habla de enormes placeres, o por lo menos la coloca en un lugar de enorme importancia. 

Como la imagen itifálica, la mujer vulvérrima habla de fertilidad, goce, placer. 

Mis ancestras

Esta segunda ancestra fue adoptada por mí, yo la he elegido entre un sinnúmero de posibles. En la misma colección de reproducciones del inah está la madre, el bebé atado a su cintura, pero ella no es para mí, tuve mamá y abuela de carne y hueso, no necesito una extra de barro. 

La primera ancestra de quien hablé, mi abuela, no es elección voluntaria, me acompañó muy cercana y cálidamente en mi infancia. Es verdad que no es mi elección voluntaria, pero no la rechazo: la amo en la memoria, es mi fundación, mi riqueza, mi gusto. Fue sin duda el personaje protagónico de mi niñez. Me alimentó de una manera en que no lo hizo nadie más. Mi mamá tenía premura por no resolver su ambigüedad. Lo hizo cuando yo tendría nueve años: nos cambiamos a una barrio lejano a la Santa María, para “independizarse” de ella, para “gozar” a sus hijos, propios. 

Me dio todos los placeres que puede querer un niño. Esa parte que sospecho le faltaba a su persona, no me incumbía, no era para mí. No creo que mi abuelo se hubiera tampoco quejado. En su modelo cultural, las esposas son para cuidar los hijos, para guisar bien, tener la casa ordenada, cuidar los bienes de la familia, pero de ninguna manera para ser afectas a los placeres de la carne, que son derecho de los varones. Me cuesta terminar la frase, pero es la verdad: ellos creían que eran derecho de los varones. Longeva tradición, si desde la comedia latina vemos cómo las dadas al placer no eran las buenas para el matrimonio. Una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa, lo dice Plauto, lo dice Terencio, lo dice Horacio, lo dice la novela decimonónica. Por fortuna pertenecemos a la generación de la gran Revolución humana, y las mujeres tenemos derecho al trabajo y al placer, en nuestro nuevo ideal de costumbres, hijo de la Revolución cultural de los sesenta.

Aunque la frigidez debiera ser para mí una experiencia cercana, porque dormí tantas noches arrebujada contra el gratísimo cuerpo de mi abuela, la frigidez es una tierra ignota. Odio la palabra. Implica un castigo, una reprobación, ¿y en realidad a quién le importa lo que una sienta o no sienta? Es una palabra ojete, que se mete donde no le importa. Y que no existe para el masculino. Un hombre puede, tiene el derecho, desconocer los placeres carnales. Es entonces un santo o un presidente. Pero una mujer no: tiene que saberse prestar al placer ajeno, y si no que se meta de monja. 

¿Las putas son frígidas? ¿Los orgasmos fingidos, el woodyallenesco de Meg Ryan, abundan o son excepción? ¿La educación que prohibía los más mínimos placeres corporales para las damas sigue afectando a qué porcentaje de las mujeres?

Que cada quien haga de su culo un papalote, diría yo. Vivan las frígidas, vivan las calientes, viva la complicación de costumbres. Que la palabra frígida, cargada de desprecio, se revierta. Es una palabra puesta como un castigo sobre la que el hombre desea que deseé. Si mi abuela no fue acusada de serlo, fue porque no se pensó que era su “deber” conocer, necesitar, gozar los placeres de la carne. La palabra frígida castiga. La detesto. Pero quiero aclarar: me alegra pertenecer a una generación que pudo ser entrenada en el derecho a los placeres de la carne. Ahí cada persona es distinta. No es, como dijo Tiresias, que las mujeres gocemos más. Es que no hay termómetro, calificador, medida. Cada quien su cada cual.