Jornada Semanal, 20 de mayo del 2001 
Ana García Bergua
Diario de mayo

Qué rápido se nos han ido las tolvaneras. Gracias a ellas sé que vivo en la misma ciudad de la infancia, que no me la han cambiado del todo. Sin embargo, apenas tuvimos oportunidad, esta primavera, de presenciar esa danza absurda y burlona del aire de nuestra ciudad, el remolino que sale ya redondo, ya formado y quién sabe de dónde, para levantar la basura del piso e incrustárnosla en los ojos, como un diablo burlón que liberara al polvo y nos lo echara encima. Me dirán que las hay en todo el mundo, pero yo estoy convencida de que las tolvaneras son una cosa muy mexicana; pican los ojos transitoriamente, molestan y a la vez alegran; son como el chile y como los cohetes: una broma, una cosa incómoda, escandalosa y que a la vez inspira un júbilo sin razón. Pero no me pondré chauvinista; tal vez, simplemente, cuando llegaron a esta ciudad las tolvaneras –quizá expulsadas por ridículas de una de esas regiones norteamericanas donde los huracanes arrancan casas de cuajo–, se nacionalizaron para poder dar lata a gusto, para aparecer de repente a mitad de una cuadra, para brotar de una grieta entre dos casas o de una coladera, y alegrarnos y molestarnos a la vez. 

Desde abril comenzó el estallido de las buganvilias. Empezaron a brotar con una generosidad inmerecida hacia quienes no tenemos la más mínima piedad y fumigamos con el humo de nuestros autos la vegetación de nuestra ciudad. Sólo por eso ya da vergüenza ver cómo, a pesar de todo, a pesar de nuestro humo y nuestra indiferencia, cunden y se ponen rojas las buganvilias, escucharlas avisar: “voy a estallar, voy a estallar”. Luego se vuelven rosas, luego explotan, el viento las arranca y las esparce en el piso como si lanzara confetti a unos enanos malagradecidos. Y siguen quedando miles en las ramas, y en sus pétalos se transparenta la luz del sol. Las aceras quedan rojas, rosas, moradas, y nosotros sacamos a pasear nuestras tontas preocupaciones sobre una alfombra florida.

Quizá nada más por molestar, en los siguientes días del mes, las tolvaneras se escondieron para dar paso a unas lluvias limitadas, que sólo sirven para ensuciar los coches, precedidas de un viento vespertino un poco salvaje, y tan teatral que hasta silba cuando se cuela entre los árboles. Una tarde subí a la azotea a recoger la ropa tendida. El quinto piso donde está la azotea –vivo en un edificio bajo– alcanza con precisión las copas de los árboles, y permite ver cuántos tiene Coyoacán: muchos, todavía, la mitad de los cuales presumen de estar totalmente morados de jacarandas. Y el viento era tan fuerte que los hacía danzar. Pasé un largo rato como ebria por el viento, por el olor a ropa lavada, por la exaltación de la altura, de estar sola y expuesta a la intemperie en la vecindad de la tormenta, mirando el baile de las frondas, las vueltas, las inclinaciones torpes de aquellos gigantes que estaban de fiesta y amenazaban con aplastarlo todo si se llegaran a derrumbar, si pudieran dar tan sólo un paso. No dejaba de ser extraño estar sola entre la escala humilde de la ropa y sus preocupaciones –que no se caiga, que no se manche, que no se moje–, y aquel aquelarre arbóreo tan pleno y tan enorme. Quizá sólo somos eso: seres a la mitad de la ropa que nos cubre y de la naturaleza que juega con nuestras emociones: nos amenaza y nos exalta.

La natación es un deporte ideal para los tímidos: en la alberca huyen y a la vez se esconden. Pueden nadar en el invierno, cobijados por el calor del agua, o bien ocultos por una lluvia inclemente, vueltos anfibios, y no ver a nadie y no ser vistos, casi respirar con branquias, disfrazados con el gorro y los curiosos gogles. Pero llega el calor y las albercas dejan de inspirar a la disciplina de quienes las cruzan de un lado al otro, de un lado al otro, para atraer el entusiasmo de los que se zambullen en ellas con júbilo salvaje en busca de refresco. No deja de ser atractivo ese paso de la disciplina a la explosión alegre, al chapoteo, en un medio tan aparentemente limitado como son las albercas: un mar con borde, un lago con agarradera. Pero es que también las albercas son infinitas, por más pequeñas que sean, y el nadador oculto, disciplinado como pez, sigue en cada vuelta una larga ruta migratoria. Luego irrumpen los que se lanzan a la alberca en abril, en mayo, para romper su cascarón innumerables veces, jugar a morir y a nacer de ida y vuelta. Entonces los tímidos, desviados de su ruta, aturdidos, miran al sol, se quitan los gogles y probablemente sonríen.
 
 
 
 
 

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Naief Yehya


Echelon: la red que todo lo oye y ve (II)

Ojos, oídos y narices curiosas

Echelon es el nombre con el que se conoce popularmente a un extenso sistema automatizado de intercepción y clasificación global de comunicaciones operado por las agencias de inteligencia de cinco naciones: Estados Unidos, Gran Bretaña. Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Al parecer Echelon está consagrado fundamentalmente a las comunicaciones por satélite. Echelon recolecta información mediante antenas y puestos de escucha situados en diferentes partes del mundo, pero también con barcos y aviones de cinco ejércitos. Además emplea satélites para interceptar comunicaciones entre ciudades y utiliza “olfateadores”, o sniffers, para leer clandestinamente el tráfico de información en internet (algunos afirman que llega a interceptar hasta un noventa por ciento del tráfico en la red), y evalúa miles de páginas de la web en busca de palabras clave (http://www.iptvreports.mcmail.com/stoa_cover.htm) y posiblemente también tenga intervenidas las líneas telefónicas intercontinentales. Un acercamiento glamurizado a un sistema de espionaje semejante lo ofreció la película de Tony Scott, Enemigo del Estado.

La nueva seguridad nacional

El propósito original de Echelon era la seguridad nacional; no obstante, cada vez hay más evidencias de que está siendo utilizado para intimidar a disidentes políticos y para espiar a corporaciones y empresas. En muchas ocasiones para dar ventajas comerciales a empresas estadunidenses y británicas. La estrategia ha sido simplemente redefinir el término de “seguridad nacional” para incluir entre las prioridades del Estado la necesidad de favorecer a las principales corporaciones. Además, dado que Estados Unidos ni siquiera reconoce su existencia, resulta casi imposible evaluar la legalidad de sus operaciones. Recientemente, tras la publicación del reporte Interception Capabilities 2000, Estados Unidos fue acusado por Francia de utilizar el sistema planetario de espionaje para favorecer a sus corporaciones. El ex director de la cia, James Woolsey, declaró entonces que el gobierno francés había usado sobornos para obtener lucrativos contratos y que el espionaje tan sólo había sido usado para dar oportunidad de competir a las empresas estadunidenses. No solamente Woolsey aceptó de facto el uso del espionaje con fines lucrativos, sino que justificó el espionaje comercial masivo y planetario con el pretexto de que supuestamente alguien incurrió en actos ilegales aislados. Desde entonces, el Parlamento Europeo, así como los gobiernos de varias naciones como Italia, Dinamarca y Alemania, están considerando tomar una serie de medidas para proteger del espionaje a la ciudadanía del continente.

Crear oportunidades comerciales

Echelon opera de manera súper secreta y, por lo tanto, sus actividades se encuentran fuera de la jurisdicción de parlamentos, cámaras y cortes. Lo poco que se sabe de este sistema se debe al trabajo de investigadores independientes que han encontrado evidencias (a veces circunstanciales) en documentos desclasificados y en testimonios personales. Investigadores y reporteros como Duncan Campbell afirman que Echelon ha sido utilizado en contra de organizaciones como Amnistía Internacional y empresas como Airbus y Panavia, entre otras. También los franceses han acusado a agentes de la NSA de trabajar con Microsoft para desarrollar “puertas traseras” en Windows que permitan a Washington espiar a los usuarios de computadoras de todo el mundo. En 1990, la revista alemana Der Spiegel publicó que la nsa interceptó mensajes acerca de un contrato de doscientos millones de dólares en telecomunicaciones entre Indonesia y la dependencia fabricante de satélites de la corporación japonesa nec. Según la revista, el propio George Bush padre, entonces presidente, intervino para presionar a los indonesios a dividir el contrato entre nec y at&t. En 1994, la nsa interceptó las conversaciones entre el gobierno brasileño y la empresa Thompson- csf respecto de un contrato de mil trescientos millones de dólares para adquirir tecnología de radar. Con esa información, ejecutivos de la empresa Raytheon intervinieron y se quedaron con el contrato. Pero el caso favorito de los teóricos de las conspiraciones es que la propia princesa Diana fue objeto de la vigilancia de Echelon poco antes de morir. La nsa declaró poseer un archivo sobre ella en el que tenían, entre otras cosas, grabaciones de conversaciones telefónicas.

China y Echelon

El escándalo más reciente de espionaje entre Estados Unidos y China tuvo lugar tras el choque entre un avión espía ep-3 Aries y un caza chino. El primero aterrizó de emergencia en la isla de Hainan y el segundo se estrelló en el océano y su piloto perdió la vida. La tripulación fue regresada a Estados Unidos, no así el avión, y la razón es simple: se trata de una de las naves más caras y sofisticadas con que cuenta la marina; de hecho, sólo hay doce en su tipo y ésta supuestamente pertenece al sistema Echelon. De acuerdo con expertos, el ep-3 cuenta entre su equipo con supercomputadoras, receptores y antenas capaces de escuchar, filtrar y transmitir a la base de Fort Meade, volúmenes enormes de información; tiene cámaras infrarrojas de alto poder y está diseñado para ofrecer servicios de inteligencia en tiempo real en casos de conflicto, cosa que han hecho en recientes simulacros bélicos como la Guerra del Golfo y el reciente bombardeo contra Yugoslavia. Es por esto que en Estados Unidos están tan preocupados por recuperar su avión.
 

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LAS   ARTES  SIN  MUSA
Marcus Miller, 
rudeza y sofisticación

Alonso Arreola

Me estoy cambiando de casa y ayer tocó turno de viaje a mis discos compactos.

La tarde aún extendía su luz y, aunque el polvo reía su venganza sobre mis ojos, intenté concentrarme –al tiempo que trabajaba– en lo que escribiría para cubrir el espacio de esta columna. No pasaron más de veinte minutos de mecánica existencia sin llegar a algo que valiera la pena, cuando puse nuevamente atención a los objetos que tan cuidadosamente manipulaba. Me detuve. En mi mano derecha yacía, inmóvil y sucio como un pájaro muerto, el disco Tales de Marcus Miller.

Me llegó la luz. Cayó la noche.

Puse el cd en el estéreo y, mientras la voz de Miles Davis introducía el tema de la primera pieza, recordé que los próximos días 25 y 26 de mayo se llevará a cabo en la Ciudad de México el Festival de Jazz del Auditorio Nacional, escenario que, tras algunos años de silencio jazzístico, finalmente dará cabida a seis grupos de notable trayectoria.

Primero se presentarán (viernes 25) el grupo del bajista Marcus Miller, el del guitarrista Stanley Jordan y el cuarteto de la pianista Diana Krall; un día después (sábado 26), el trío del baterista Roy Haynes (con John Patitucci y Danilo Pérez) y los grupos de Tania María y Al Di Meola. En ese orden.

De todos estos nombres, el menos conocido en nuestro país es, sin lugar a dudas, el de Marcus Miller. He aquí, finalmente, el motivo para mi nota.

Nacido en Brooklyn, Nueva York, en 1959, Marcus Miller es el bajista eléctrico que mejor representa la evolución del jazz moderno en su lado negro. Hijo de un organista de iglesia, desde muy joven inició sus estudios musicales. A los trece años ejecutaba el clarinete, el piano y el bajo con igual soltura y a los quince ya trabajaba profesionalmente en los principales bares de Manhattan. Sus pasiones: el funk, el jazz y el rhythm & blues.

A ritmo riguroso, pasarían pocos años para que el joven descubriera su pasión por los estudios de grabación. Contratándose como músico de sesión, en una primera etapa grabó discos para Aretha Franklin, Roberta Flack, Grover Washington Jr., Bob James y David Sanborn (con quien después se vinculó decisivamente). Después de ese periodo y ya establecido como uno de “los indispensables” de los estudios, Miller compuso y produjo música para más de cuatrocientos discos. De Joe Sample a McCoy Tyner, de Bill Withers a Elton John y de Bryan Ferry a Jay Z ó LL Cool J., el bajista amplió su espectro musical trabajando tan variadamente como pocos músicos han logrado hacerlo en las últimas décadas.

Así, si tuviéramos que escoger algunos de sus proyectos, destacarían sus actividades con David Sanborn (Voyeur, Close Up, Upfront y el ganador del Grammy en el año 2000, Inside); con Luther Vandros (como compositor de canciones como “Till My Baby Comes Home”, “It’s Over Now”, “Any Love”, “I’m Only Human” y “The Power of Love”, que ganó el Grammy en 1991 como la canción rhythm & blues del año); con Miles Davis (como productor y compositor de tres discos; iniciarían con el álbum Tutu); con Al Jarreau (para quien trabajó como director musical); con The Crusaders y Chaka Khan, entre muchos otros, hasta llegar a su actual trabajo como productor en el nuevo disco del grupo vocal Take 6.

Con toda esta experiencia a cuestas, no es sino hasta 1993 que el proyecto The Sun Don’t Lie dio inicio a su carrera como solista, una carrera que continuó con Tales (1995), con el disco en vivo Live and More (1997) y ahora con M2 (M-squared), que saldrá a la venta el próximo 22 de mayo y que cuenta con la participación de músicos de la talla de Herbie Hancock, Paul Jackson Jr., Kenny Garret, Branford Marsalis, Mino Cinelu, Hiram Bullock, Djavan, Vinnie Colaiuta, Wayne Shorter, Maceo Parker y Chaka Khan, entre varios más.

Paralelamente –pues un hombre con estas inquietudes no podía resistirse a los encantos de la pantalla grande–, Miller ha compuesto la música de películas como: House Party (Martin Lawrence), Boomerang (Eddie Murphy), Siesta (Ellen Barkin), Ladies’ Man (Tim Meadows) y The Brothers (Morris Chestnut y D.L. Hughley), además de que cientos de sampleos suyos han sido hurtados para otras realizaciones.

Con estos antecedentes, no resulta exagerado afirmar que estamos hablando de uno de los creadores más revolucionarios de nuestros días, pues además de su faceta como productor, su capacidad para el desarrollo de técnicas –ahora imprescindibles en el bajo–, como el slap y el tap, también le ha dado un lugar indiscutible entre los grandes innovadores del instrumento, colocándolo más de una vez, según publicaciones como la revista Bass Player, entre los diez mejores bajistas del mundo.

Y es que la concepción y construcción de melodías simples, cargadas de sentido, conducidas por impecables y poderosos ritmos que combinan el calor de sus dedos con la programación de baterías eléctricas, ha hecho que la influencia de su música se extienda mundialmente y que, a partir de su trabajo, muchos intenten lograr su sonido y su contundencia. Porque así se resume el oficio de Marcus Miller, en contundencia y pureza, justo como el brillo de esos minerales que, aún en bruto y pegados a la roca que les ha dado vida, son perfectos y resplandecientes, rudos y genuinos, sofisticados a base de tiempo y sensibilidad.
 

 

Javier Sicilia
El conocimiento poético

El pensamiento racionalista siempre ha considerado a la poesía con desprecio, no un conocimiento sino un juego. El prejuicio viene de Platón y Aristóteles. Aunque ellos, a diferencia de los racionalistas modernos que parió Descartes, encontraban en ella cierto saber, éste, a los ojos de su saber consciente y razonable, les pareció desquiciado, un hijo de los caprichos de los dioses que juegan con el poeta, una sabiduría que nada debe al trabajo propio del entendimiento, que no puede justificarse, que no acude cuando se le llama y que finalmente se ignora a sí misma. Platón la proscribió de la Ciudad, Aristóteles hizo algo peor, intentó domesticarla pero, como señala Henri Bremond, amansada, despojada de su veneno, despoetizada.

Los racionalistas modernos han sido más duros. Lejos de considerarla un conocimiento imperfecto, la arrinconaron en el territorio de la fantasía, de la quimera, del juego de la imaginación. Ni la proscribieron ni la domesticaron, simplemente la ignoraron.

Estos embates del racionalismo, aunados a los del positivismo, a los de la ciencia dura y finalmente a los de la tecnología y el mercado, han terminado por consentirla como se consiente un objeto más de consumo, un objeto que, sin embargo, pierde lentamente su prestigio a causa de la dificultad que requiere su comprensión. Despojado del pensamiento simbólico, de la capacidad poética en aras de un racionalismo que ya sólo confía en las evidencias de los sentidos, en los manuales y, en el mejor de los casos, en los abstractos diagramas de la ciencia, el hombre de hoy mira a la poesía como una rareza incomprensible.

Sin embargo, la poesía, a pesar de las detractaciones de la razón, continúa siendo un conocimiento de orden espiritual. No una claridad de la razón, sino del espíritu. A Jaques Maritain (a quien la convivencia con el misticismo y la poesía de su esposa, Raissa, lo hicieron abrir su tomismo a la exploración del misterio poético) le asombraba la capacidad que tiene el relámpago de la poesía de llegar a conclusiones que la filosofía tarda muchos años en encontrar. Heidegger, que en su última etapa se dedicó a la exploración de la poesía como el único reducto en donde lo inefable del ser se insinúa, confesó que toda su filosofía estaba contenida en las Elegías de Duino de Rilke.

¿De dónde procede este conocimiento? No encuentro otra forma de explicarlo que una metáfora: la poesía es una flor que hunde sus raíces en un lago insondable. Brota de ahí y su presencia es manifestación de ese infinito, revelación, no conocimiento racional, del misterio. Toda gran obra poética es, en este sentido, una reducción de lo múltiple que hay en el infinito de ese lago a la unidad y, por lo mismo, una revelación de la multiplicidad infinita que hay en la unidad. La belleza, atributo fundamental de una obra poética (de ahí la comparación con una flor), a diferencia de la verdad que es una y que ilumina a la belleza, es, como dice Cristo en el Evangelio de San Juan, muchas habitaciones en la casa del Padre o bien, como lo ha definido Andrei Tarkovski, “un jeroglífico de verdad absoluta”: lo infinito manifestado en lo finito, la insondable luz del espíritu filtrándose en la materialidad de una nueva forma; “lo espiritual dentro de lo material, la inmensidad a través de la forma”.

Por ello, se puede decir que cada gran obra poética es una habitación conectada con la verdad espiritual absoluta, que el materialismo y el utilitarismo de nuestra sociedad nos oculta.

Esto, como el misticismo, espanta a los racionalistas que quieren controlar todo y hacerlo definible y preciso a la razón. De ahí que Platón expulse al poeta de su República y Aristóteles intente someterlo y domesticarlo; de ahí que el racionalismo moderno lo mire con desdén, y la pobreza tecnológica y mercantil de nuestra época como una realidad extraña y prescindible. 

Pero la poesía escapa a cualquier sentencia. A través de ella el lenguaje común y la marcha del discurso se transforman en belleza por la que la infinitud se asoma y podemos oírla y contemplarla. Su objetivo es abrirnos al espíritu, no a través de un razonamiento irrefutable, sino a través de la energía del lenguaje. Su conocimiento requiere no de una formación racionalista, sino espiritual, una formación que nuestro mundo reclama.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés y liberar a todos los zapatistas presos.
 


Luis Tovar
El cine se ve mejor en el cine (III)

La tercera calamidad a la que nos referíamos la semana pasada tiene que ver con el público en general y su manera de percibir el cine. A partir de esta época, el grueso de la gente comenzó a considerar que todo el cine nacional era malo por necesidad, y no era fácil contradecir el aserto dado el tipo de películas que lo avalaban: La risa en vacaciones, Gavilán o paloma, Nobleza ranchera, Los renglones torcidos de Dios, La niña de la mochila azul, El Chanfle, La ilegal...

(Sin embargo, como se mencionó en el número I de esta entrega, casi siempre lo malo tiene algo de bueno y viceversa. Por ejemplo, ¿recuerda usted al señor Barriga y a Ñoño, personajes de El chavo del ocho? Pues en esos tiempos Edgar Vivar, el muy rollizo actor que les daba vida, se gastó más de una vez parte del buen dinero que ganaba en Televisa produciendo teatro para la Casa del Lago. Robinhoodesco acto de alguien que, en lo profesional, no se conformaba con repetir, programa tras programa, “¡Mírelo!, ¿eh?, ¡Mírelo!, ¿eh?” De algún modo similar a lo que le sucedió a Manuel “el Flaco” Ibáñez, protagonista de tantas películas de albures, que un día fue con Juan José Gurrola y le dijo: “Dame algún papel en tu obra, ¡ya no puedo seguir así!” –gracias a Hugo Gutiérrez Vega por las anécdotas.)

Éramos pocos y parió la abuela

Cuando menos falta hacía llegó un nuevo lastre para nuestro cine. A las calamidades mencionadas –el lopezportillista tiro de gracia que acabó de desbaratar una industria ya agónica; el entronamiento de un cine que nunca mereció tal nombre; la diáspora de cineastas serios y de los otros en la búsqueda del necesario bolillo–, se sumó una crisis de asistencia a las salas cinematográficas, no sólo para ir a ver películas mexicanas sino cualquier otra. El boom de las videocaseteras fue, al mismo tiempo, causa y consecuencia de lo que parecía ser el agotamiento definitivo de una costumbre ya inveterada: ir al cine a completar nuestra educación sentimental.

Es bien sabido que en México se siguió filmando, aunque se hizo a razón de diez o quince películas al año en promedio. Con todo y ser ya pronunciado, el divorcio entre cine comercial y cine de arte se volvió aparentemente definitivo, sobre todo a partir de que las entidades estatales encargadas del cine (IMCINE, Fondo de Fomento, etcétera) declararon que el auspiciado por ellas era el único cine de calidad. Así, mientras por un lado se rodaban cintas como las arriba mencionadas, por otro directores como Arturo Ripstein, Jaime Humberto Hermosillo y unos cuantos más, realizaban un cine que, debido a la anarquía y la insuficiencia totales a la hora de distribuir, no parecía hecho para que lo viera el público –o, en el caso de Ripstein, parecía pensado sólo para el público extranjero.

“Esa ya la vi”

Como mencionamos antes, la industria del video es deudora absoluta del circuito de exhibición en salas cinematográficas. Bajo un calendario armado según criterios estrictamente comerciales, una película equis sale de cartelera y poco tiempo después se convierte en dominio casi exclusivo del Blockbuster o cualquier otro negocio similar. Primero rentándola y después comprándola, usted puede hacer una de dos: ver de nuevo algo que le gustó, o ver por primera vez algo por lo que, en su momento, no se decidió a pagar el boleto.

Pero si antes uno casi “se iba de boca” para ver la última de Woody Allen, por decir algo, ahora la pachorra nos ha ganado la batalla, pues si no es en cartelera seguro que la veremos en video; y si no es así, todavía queda una larga, larguísima temporada para echarle un ojo, si estamos abonados a cualquier sistema de televisión de paga, en donde la cinta en cuestión será exhibida una vez tras otra tras otra, primero en pago por evento y luego en la programación habitual.

En este contexto las multisalas inventadas, como tantas cosas, por algún gringo bueno para los negocios, hicieron volver a las masas a la dulce penumbra de butaca y palomitas, con la posibilidad de escoger entre siete, diez, catorce variaciones sobre un mismo tema, a saber: cómo se ve el mundo desde la molicie de un hollywoodense sillón de ejecutivo. No es una exageración, pues las tres o cuatro películas no salidas de los grandes estudios estadunidenses, que semana a semana se exhiben en Cinemex, Cinépolis y demás, sólo confirman una regla a la que parece deberemos acostumbrarnos todos.

Empero, de esas excepciones está hecha la única posibilidad que muchos tienen para no pensar que el cine es una patente gringa, o que sólo se han filmado las treinta o cuarenta películas que Televisa y Televisión Azteca repiten hasta la ignominia.

Permanencia voluntaria

Este apartado estuvo a punto de llamarse “Ausencia involuntaria”, en vista de lo que comenzaba a sucederle a Demasiado amor, de Ernesto Rimoch. La cinta no tuvo un mal arranque en términos de promoción, no le fue mal en su primer cotejo público (en la Muestra de Cine en Guadalajara) y, sin embargo, a la segunda semana el número de salas donde se podía ver se redujo de manera tan drástica, que Ernesto y muchos otros pusieron el grito en los medios, argumentando algunos y especulando otros, que, para decirlo sumariamente, “no se vale” hacerle eso a una película mexicana. Un servidor sólo añadiría que no se vale hacérselo tampoco a una checoslovaca, iraní o de donde sea, si la cinta en cuestión tiene con qué y la dejan demostrarlo con algo más que ese pichicato fin de semana con el que los distribuidores acostumbran liquidar películas. Es el caso de Demasiado amor que, sin ser una joya fílmica, tiene a su favor una historia redonda, buen ritmo y la agradecible actuación de Karina Gidi (no así la de Ari Telch), que la salvan de la tentación “hermosa provincia mexicana” y de cierto tono superficial. Con sus pros y sus contras, la adaptación de la novela homónima de Sara Sefchovich contaba, cuando esto fue escrito, con veintiún salas.

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Olga Saavedra

Las mujeres sabias

Representada por vez primera el 11 de marzo de 1672 en la sala del Palais-Royal, e interpretada por la “Compañía del Rey”, en donde el mismo Molière personificó a Crisalio, prototipo del burgués bondadoso y pacífico, Las mujeres sabias es una obra que ha sido considerada por muchos críticos como la más trabajada por el autor francés.

Existen paralelismos innegables con Las preciosas ridículas, pero a trece años de distancia entre el surgimiento de una y otra se puede decir que la obra que nos ocupa, escrita en verso, es una comedia más amplia en contenido, con mayor profundidad y madurez teatral que la breve pieza en prosa que es Las preciosas ridículas

En Las mujeres sabias, Jean-Baptiste Poquelin, Molière lanza con mayor fuerza sus eficaces dardos críticos contra una sociedad que se regodeaba en una nueva forma de pedantería y poses extremas, que podían pasar como falsa erudición y de la cual cayeron presas las mujeres de la época.

Sirviéndose de sus creaciones de ficción, Molière se complació en ridiculizar a personajes que no eran de su agrado. Aquí aparece el abate Cotin, personificado en el pedantísimo Trissotin, al igual que vemos al personaje del sabio Vadius, identificado como un eterno aspirante a académico llamado Ménage.

Años atrás, Cotin habría publicado un panfleto contra Molière y Nicolás Boileau-Despréaux –mordaz crítico literario y amigo-defensor de Molière y Racine–, y Ménage era la representación de una falsa sabiduría que para Molière era como salpullido en piel fina. 

Hay grandes dificultades para lograr una adaptación de esta obra en verso al teatro actual, en donde los parlamentos largos pueden hacer que parezca una pieza excesivamente enfática y reiterativa.

Bajo la dirección de Sonia Páramos y la producción general de la compañía teatral La Metamorfosis, se nos entrega una recreación más ligera, digerible y que no por barroca impida gozarla.

Dos hermanas, totalmente distintas en alma, sentimientos y percepciones, son las encargadas de mostrarnos el panorama. Dadas las circunstancias de la época, Armanda, la mayor, considera que las mujeres deben aspirar al crecimiento espiritual y dedicarse a la adquisición del conocimiento, y aconseja a su hermana menor, Enriqueta, dedicarse al estudio de la filosofía y dejar de pensar en banalidades. Para ésta, en cambio, la sencillez de un hogar, un hombre y niños que cuidar representan toda la idea del ser mujer y la felicidad a la que se puede aspirar.

Clitandro, personaje que podría representar a la moderación y al hombre de su tiempo, enterado y sincero, será el amante incasable de Enriqueta. Sabemos que antes se esmeró durante años en cortejar a Armanda y ésta, lejos de los “sentimientos mundanos”, lo aleja de sí, pero, aunque se esfuerza en ocultarlo, muy a su pesar.

Clitandro se dará cuenta de su error, declarará su amor a Enriqueta y ésta lo secundará, creando así un rencor latente en Armanda, quien intenta luchar muy veladamente, pues no puede permitirse el lujo de “perder la compostura” por algo tan alejado de lo espiritual y más cercano a lo mundano, material o carnal. Armanda se ocultará tras el escudo de la pose como cultura, y si sufre sólo ella lo sabrá. No dejamos de percibir que libra una batalla en su interior.

Clitandro y Enriqueta recibirán el apoyo de Crisalio, padre de ésta y prototipo del burgués pacífico y tolerante.

Mientras, Filaminta, la esposa y madre, defensora tenaz de la cultura y erudición de su tiempo, intentará impedir que Enriqueta se una a su amante. Continuando con las exigencias del protocolo, Filaminta intentará casar a su hija con la máxima expresión de la pedantería y ridiculez: el mal poeta y ambicioso Trissotin. 

Las peripecias que siguen para el cumplimiento de los deseos de Enriqueta y Clitandro servirán para ilustrar el amor y el desamor, las pasiones ocultas o veladas, la ambición que crece a la sombra de la falsedad, las pretensiones sociales, la burla de la moda, los amaneramientos y el falso conocimiento que se esconde en la pedantería.

El fuerte contraste social entre lo que era considerado como lo mejor y lo más apropiado se subraya cuando Martina, la sirvienta, es despedida por hacer mal uso de la gramática y ofender a las cultas damas con su tono provenzal y rústico. Paradójicamente –aunque también es lógico–, será Martina, erigida en juez y parte, quien con sus máximas y sabiduría popular haga llover sobre lo mojado y culmine con la ridiculización de lo que ya no puede serlo más.

Quizá la humanidad no ha cambiado mucho y hoy en día escenas como las que se nos presentan en Las mujeres sabias no son difíciles de encontrar.

Quizá Molière poseía el don de la adivinación a ultranza, pero se le aplaude aún festejándole su talento para provocar la hilaridad y a la vez hacer reflexionar sobre la conducta humana, castigando desde donde está con la carcajada abierta del público a las instituciones y a las sociedades perversas, que eran materia preferida de su corrosiva pluma.