La Jornada Semanal,  20 de mayo del 2001
(h)ojeadas

No soy nadie/y soy el pueblo

Guillermo Vega Zaragoza

 

 

 
 
 

Juan Bañuelos,
El traje que vestí mañana. Obra reunida,
Plaza y Janés,
México, 2000.

Hace unos días, ante la clase de “Historia del pensamiento”, el incipiente poeta Mario Jaime exponía, con su pasión característica, El contrato social de Juan Jacobo Rousseau. Era tal su vehemencia al resaltar el genio del ginebrino, que el poeta y profesor de la materia, Jaime Augusto Shelley, se dirigió a la clase y dijo: “Este joven me recuerda a Juan Bañuelos.” Acto seguido contó esta anécdota: se encontraban en un seminario sobre El capital, y José Revueltas preguntó: “Compañero Bañuelos: ¿qué opina de esta obra de Carlos Marx?”, a lo que el entonces también joven poeta chiapaneco respondió: “Que es un gran poeta, porque utiliza imágenes muy bellas.”

Queda claro entonces que al poeta chiapaneco nacido en 1932, le tenía desde entonces muy sin cuidado el dogmatismo ideológico, ya que a él lo que le interesaba era “una poesía de visiones”, “una poesía profética”, entendida como “una violencia organizada” en un mundo “ávido de pan y concordia”, como lo refiere él mismo en el prólogo de su primer poemario titulado Puertas del mundo y que apareció en el ya mítico volumen colectivo La espiga amotinada (FCE, 1960) en el que coincidieron los ya mencionados Bañuelos y Shelley junto con Jaime Labastida, Óscar Oliva y Eraclio Zepeda, grupo para el cual el ejercicio de la poesía era inseparable del cambio de la sociedad, y al que Octavio Paz saludó en su momento por su “lucidez y osadía poética”, pues “inclusive si se estrellan contra el famoso muro de la historia, pensar y obrar así es un punto de honra para cualquier poeta y más si es joven”.

Todo esto viene a cuento porque acaba de aparecer la obra reunida de Juan Bañuelos bajo el sugerente y provocador título de El traje que vestí mañana, editado cuidada y bellamente por Plaza y Janés, con un tiraje de seis mil ejemplares, con distribución en España y el resto de América Latina, distinción que sólo se reserva a los poetas mayores, y sin duda alguna, Juan Bañuelos lo es, tal y como lo acredita Juan Gelman en la “Entrada” que abre el volumen, al considerarlo como “una de las voces más poderosas de la poesía en lengua castellana”. 

Debido a la mencionada intención de unir poesía y acción, a Bañuelos se le ha llamado poeta “político” o “comprometido” (whatever that means), con la evidente intención de resaltar la congruencia y la verticalidad de sus convicciones y su conducta política. Se piensa que así se le hace un favor, cuando en realidad se le está demeritando, pues, como señala Carlos Bautista Rojas en las notas que cierran el volumen, “sería equivocado leer su poesía como una obra de contenido exclusivamente político”. Encasillarlo en el estante de la poesía “política” o “militante” es, para decirlo elegantemente, un despropósito, como aquella ocasión en que alguien se aventó la puntadaza de afirmar que “el treinta por ciento de los poemas de Bañuelos son poemas políticos”, como si existiera una especie de medidor de la “politicidad” en la poesía. 

En efecto, las experiencias políticas, que no son las únicas pero sí las más significativas, están presentes en la poesía del chiapaneco, pues desde que llegó a la Ciudad de México conoció y sintió en carne propia los rigores de la represión política, durante el movimiento sindical ferrocarrilero; en 1968, fue testigo de la matanza del 2 de octubre, pues vivía en el edificio Hidalgo de Tlatelolco; cuando regresaba de trabajar, los soldados le impidieron entrar a su casa y vio caer a la gente inerme “como muñecos de feria”. Ya más recientemente, Bañuelos regresó a Chiapas a reencontrarse con el dolor, la miseria y la violencia de su pueblo cuando fue nombrado miembro de la Comisión Nacional de Intermediación en el conflicto chiapaneco iniciado en 1994. 

Al referirse a la obra de Efraín Huerta, también acusado de escribir poesía con preocupaciones políticas, Carlos Montemayor ha dicho que la poesía “sólo puede entenderse en función de criterios poéticos (lenguaje, imágenes, conceptos, ritmo, pasión, emoción, profundidad, música, lo que se quiera), no en función de otros, así sean médicos, matemáticos, administrativos o políticos. Así como un trabajo químico sólo puede medirse químicamente, un poema (si queremos seguir llamándole poema) sólo puede medirse poéticamente”. Y remata: “El ser militante político o hacer profesión de fe política no asegura escribir un buen poema político.” Parafraseando a Paul Valéry: así como no se construye una bóveda con emociones místicas, no se hacen buenos versos con buenos sentimientos ni con buenas intenciones políticas. El verdadero poeta escribe buenos poemas sin importar el tema que aborde, así sea el amor, la muerte o la revolución. 

En el caso de Juan Bañuelos estamos ante uno de nuestros poetas mayores y más completos, no por los temas que aborda, sino por la calidad poética con que lo hace, por lo que también resulta redundante catalogarlo como un poeta “democrático”, pues la poesía es democrática por definición, ya que el poeta dirige su voz a todos los hombres, pasados, presentes y futuros, a la humanidad toda, a pesar de que en este mundo neoliberal que nos ha tocado vivir cada vez se lea menos, y cuantimenos poesía. Esto lo deja bien asentado él mismo en uno de sus poemas más célebres titulado “Huelga de hambre”: “Aquí en México escribo estas palabras./ Juan me llamo:/ No soy nadie/ Y soy el pueblo.”

Por todo ello resulta agradecible contar en un solo volumen con la obra de Juan Bañuelos. El título con que ha decidido reunir su poesía remite ineludiblemente a César Vallejo, del que el chiapaneco se vale de la intrincada sintaxis que el peruano retomó a su vez del habla indígena de su país, pues si alguna enseñanza nos han dejado ambos es que el acto poético acontece en un tiempo sin tiempo: se escribe en el presente, desde el pasado, pero arrojado hacia el futuro. No importa que se refiera a lo acontecido hace quinientos años o apenas ayer, el poeta decreta la abolición del tiempo y lanza su voz hacia las generaciones venideras. El poema que leo hoy es muy probable que ya lo haya leído en el futuro, sólo que no lo recordaba hasta que lo leí ayer. Esto es posible gracias a que la poesía de Bañuelos está surcada por las influencias más disímbolas, que la proveen de resonancias casi infinitas: desde Homero, Dante y San Juan de la Cruz; Cervantes y Shakespeare; el Popol Vuh y Saint-John Perse; Elliot y Pound; Claudel, Paz y la cultura popular masiva; los cómics y el habla cotidiana.

De esta forma, tenemos los dos poemarios de su etapa como miembro de La Espiga Amotinada: el ya mencionado Puertas del mundo de 1960 y Escribo en las paredes de 1965, los cuales sirvieron para que Octavio Paz definiera la poesía de Bañuelos como “trueno que surge de la tierra” en “una protesta de abajo”: énfasis, movimiento que se difunde, círculo en expansión, poesía poderosa cuyo “peligro no es la dispersión sino el ruido: la retórica de la fuerza”. En el epílogo que cierra el libro, Rosario Castellanos dice que Bañuelos se entrega a la vocación creadora “con lucidez, desdeñoso del entusiasmo barato que es el licor con el que se embriagan los que quieren obligarse a tolerar la mediocridad del ambiente, a saciarse con el aplauso de aquellos que ni siquiera escuchan y mucho menos entienden”. 

Fue precisamente la autora de Poesía no eres tú quien se hizo cargo de la formación literaria de su paisano, descubriéndole sobre todo el arte de Sor Juana y Paul Valéry, y lo recomendó con otro chiapaneco ilustre: Jaime Sabines, quien a su vez lo tomó como alumno. Sin embargo, más pronto que tarde el discípulo superó y se adelantó a los maestros, dejándolos años luz atrás, conformando lo que vino a ser una singular “Sagrada Familia” de la poesía de Chiapas, ese estado donde dicen que basta levantar una piedra para que aparezca un poeta. Este salto definitivo se dio y fue reconocido con Espejo humeante, libro con el que ganó el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes en 1968, año crucial para México, si los hay. En este libro, Bañuelos profundiza lo que ya Paz había presentido: que el signo de su poesía no es la voz, sino el grito, al cambiar la pausa y la exuberancia por la intensidad. “Poeta de amplio registro temático y formal, se hace violencia, y hace violencia al lenguaje para elegir y hacer suyo un tono”, como lo definió años después Jorge Von Ziegler en un ensayo sobre sus “hábitos terrestres”, para quien “escribir es darse voz y dar voz a los otros, su poesía es tan pronto la de un yo como la de un nosotros, sentimiento individual y sentimiento colectivo, ciclo que sólo cierra el tú amoroso”.

Aunque no formó parte de Espejo humeante, pues fue publicado en forma de libro hasta 1971, “No consta en actas”, uno de los poemas cívicos más intensos y desgarradores de nuestra literatura, es el perfecto colofón para el dolor y la corrosión que invade el alma del país. Complejo e intenso, con múltiples registros y niveles poéticos, de intrincada estructura dentro de su sencillez, este poema prefigura la exploración formal a la que arribó Bañuelos en Destino arbitrario, que apareció hasta 1982, en plena madurez expresiva y de experimentación. No obstante, a pesar del largo lapso entre uno y otro volumen, descubrimos ahora que el chiapaneco escribió en 1978 un libro más, titulado Coyote azul con guitarra y que había permanecido inédito hasta ahora, que aparece en su obra reunida. Armado como una larga epopeya de veintiocho capítulos, más un preámbulo y un palimpsesto, en la que “transcribe” las canciones de Los Coyotes Azules, símbolo de los indígenas chiapanecos que viven el dolor, la injusticia y la violencia, y que sin embargo se resisten a callar, pues “cantar es transformar”.

En 1984 recibió el Premio Chiapas y donó el dinero a los deudos de un grupo de indígenas asesinados a machetazos. Salvo unos cuantos poemas sueltos en periódicos y revistas (y que aquí están reunidos, junto con otros más, en la sección “Vecinosinconjuntos”), así como un par de antologías, Bañuelos no sintió la necesidad de volver a publicar o buscar la reedición de sus libros anteriores, hasta que en 1994, como dice él mismo, “le cayó el veinte” y retomó su voz para emprender el grito poético con nuevos bríos, en lo que él llamó una especie de “renacimiento tardío por voluntad propia”. Surgió así Nómadas de la aurora boreal, que son poemas de un libro en preparación sobre la memoria maya, antes y después de 1994, usos y costumbres, leyendas y tradiciones de los indígenas chiapanecos, escritos en “castilla”, como una forma de reflejar su pensamiento y su visión cosmogónica. 

Poeta del sur, pero al mismo tiempo, en todos los tiempos, poeta del mundo, no queda más que suscribir la advertencia que alguna vez hizo otro de nuestros poetas mayores, Rubén Bonifaz Nuño: la poesía de Juan Bañuelos “no se acerca a quienes prefieren las antenas de televisión a las ramas de los árboles, o los cirios mortuorios a los apacibles relámpagos de la mañana”•
 
 

a f o r i s m o s

El aforista de San Andrés Tuxtla

Marco Antonio Campos


 
 
 
 
 

Francisco Hernández,
Aforismos
Ediciones Monte Carmelo, 
México, 2001.
 

En 1997, en un folleto publicado en Comalcalco, Tabasco, en una recopilación hecha por un joven tabasqueño, Ervey Castillo, apareció a primera edición de estos aforismos. Con paciencia deslumbrada, Castillo fue sacando de la obra poética de Hernández pequeños filones de oro y guardándolos casi secretamente en un cuaderno. En una entrevista publicada en 1999, al comentar Hernández sobre el folleto, dijo: “Jamás pensé que dentro de mis poemas vivieran tantos aforismos. Cuando vi el folleto fui el primer sorprendido.” Cuatro años después, en una edición corregida y aumentada, se publican de nuevo los aforismos.

Uno pensaría que muchos de estos aforismos, que parecen dejar su brillo en el filo de la navaja, que entran en nosotros como una cuchillada o nos golpean como un puñetazo brutal en el rostro, están labrados minuciosamente en la soledad fértil; no, la gran mayoría han salido en instantes de lúcida y desgarrada espontaneidad y han sufrido apenas mínimas correcciones, como la mayoría de todo lo que ha escrito Hernández.

Hernández escribió una frase que hubiera aprobado Roger Munier: “Yo sólo estoy seguro de mi ausencia.” Hernández, como buen idealista pesimista, sabe que este es un mundo de reflejos y de apariencias donde apenas alumbra la Malaluz. Cuando Hernández se ve en el espejo no sabe si el reflejo o el reflejado es él. O dicho de otro modo por él: “La luna del armario devuelve ausencias de cuerpo entero.” Es mejor no tocarse el rostro, quizá los rasgos han desaparecido.

Son constantes las referencias en su obra al espejo, a la sombra, al mal sueño, a la locura, a la enfermedad, al abismo, al infierno, al olvido, a la ausencia. Pero ¿cómo huir de esto? ¿Cómo crear una nueva realidad si la verdadera vida, como diría Rimbaud, está ausente? ¿Cómo salir de esta ciudad asfixiante que es el mundo, si el hombre camina “a tientas por una calle oscura, sin palabras, sin nadie que se deje asesinar, sin flechas que indiquen la salida”. La ciudad –el mundo– como un laberinto de soledad y angustia.

Lo único (no siempre) que parece iluminar los días de Hernández y le permite respirar de nuevo un aire nuevo y sentirse presente en la tierra, es el cuerpo desnudo de la mujer, instantes de contemplación de la naturaleza y la poesía y la música.

Hay una línea que quizá en alguna vía resuma este libro y la actitud en la vida y la labor de artista de Hernández: “El poeta no duerme: viaja por la cuerda del tiempo.” Es decir, el poeta, el verdadero poeta, es un insomne equilibrista que recorre sus años caminando sobre una cuerda entre dos montañas teniendo abajo el precipicio. La vida del poeta, o si se quiere, del insomne poeta equilibrista, siempre está en peligro mortal, y dura en la medida que pueda sostenerse sobre la cuerda. Mientras la recorre, mientras la vida –la cuerda– sigue su curso, Hernández ha tomado conciencia de que los sueños se vuelven pesadillas y las imágenes de la naturaleza se transforman y se distorsionan hasta crear imágenes de menoscabo y fenecimiento. Al fondo y arriba el insomne sólo ve en el cielo la mala estrella.

En esa larga cuerda del tiempo caminaron poetas como Nerval, Trakl o Celan, pero un día de delirio negro cayeron a las profundidades para entrar a la casa de los ángeles nocturnos.

El argentino Antonio Porchia llamó a sus aforismos Voces; quizás Hernández pudo titular los suyos Gritos. En efecto: grito es una palabra que se repite varias veces en su lírica. Pero gritar, él lo ha dicho, es cosa de mudos, y el grito del mudo nadie sino él lo oye. El grito del mudo es el más desesperado e impotente, el que desgarra las entrañas y la garganta, un grito del que no sale de la boca un hilo de sonido, un grito que después de que se profiere, hace que el hombre, perdida la esperanza, termine en un mar de lágrimas y con el corazón hecho trizas. Después de todo, estaría de acuerdo Hernández, este es un mundo de locos, de enfermos y desesperados, que en un momento determinado de la tensa caminata sobre la cuerda tensa, no tienen más remedio que gritar al ver las llagas que el tiempo va dejándoles en el cuerpo, en el corazón y el alma y preguntar al cielo.

¿Qué otra cosa son sino gritos, pero gritos desde el filo de la navaja, desde las imágenes impacientes e inciertas creadas por la locura, los últimos poemas de Georg Trakl, de “El corazón” y “Regreso a casa” a “Grodek” y “Lamento”?

Muchos aforismos de Hernández nos abaten en momentos de tal manera que lo recomendable es leerlos de pie para sostenerse mejor.

Hernández creció en la región bochornosa y húmeda de los Tuxtlas, en Veracruz. En su obra hay descripciones de la naturaleza o de hechos mágicos cotidianos que hacen evocar las narraciones de Gabriel García Márquez y de Álvaro Mutis. En su tierra nativa suele sucederle a Hernández que los horarios se le trastruequen o que de pronto se halle “intercambiando ecos con barcos fantasmas y con muertos que han perdido la esperanza de vengarse”.

Cierto: Hernández se siente atraído por las imágenes donde la muerte habita y la muerte ha sido una sombra que lo ha acompañado con una fidelidad de ángel, pero eso no significa que ame a la muerte o sea un necrófilo. Él se ha hecho aun la ilusión de que la poesía lo acompañará en las horas oscuras del sepulcro, y así lo ha dejado escrito en un momento de raro optimismo: “Mi lengua tiene vida propia. Después de muerto he de seguir cantando.”

Tal vez la pregunta extrema –límite– que nos deje Hernández, luego de haber caminado casi cincuenta y cinco años sobre la cuerda, de cara a la tierra y frente al sol, es una pero terrible: Entre el paraíso y el infierno ¿qué diferencia hay? •
 



FICHERO
LOS LIBROS QUE LLEGAN A NUESTRA REDACCION

antología

• Los hijos del desastre. Migrantes, pachucos y chicanos en la literatura mexicana, compilación y liminar de Javier Perucho, Editorial Verdehalago, México, 2000, 314 pp.

antropología

• Así en el cielo como en la tierra. Pedidores de lluvia del volcán, Julio Glockner, Editorial Grijalbo/Benemérita Universidad de Puebla/Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, México, 2000, 179 pp.

• Los oficios de las diosas, Félix Báez-Jorge, prólogo de Johanna Broda, Col. Biblioteca, Universidad Veracruzana, México, 2000, 457 pp.

artes plásticas

• Elena Climent, Ricardo Pozas Horcasitas , Col. Teoría y práctica del arte. Punto de Fuga, Conaculta, México, 2000, 55 pp.

crónica

• Ocurrencias. Notas de viajes, Paco Ignacio Taibo I, Col. Periodismo cultural, Conaculta, México, 2000, 149 pp.

educación

• Escuela y comunidades originarias en México, Rocío Casariego Vázquez, María de Jesús Salazar Muro, Sandra Luz Martínez López, et al., Conafe, México, 2000, 255 pp.

ensayo

• Apostillas y derivas, Víctor Manuel Pineda, Col. Ensayos, Red 2000, núm. 28, Red Utopía, A.C./jitanjáfora Morelia Editorial, México, 2000, 145 pp.

• La secuencia tlaxcalteca. Orígenes del culto a Nuestra Señora de Ocotlán, Rodrigo Martínez Baracs, Col. Biblioteca del inah, Conaculta/inah, México, 
2000, 240 pp.

ensayo (literario)

• Guía de las letras y autores contemporáneos, John Sturrock (compilador), revisión y traducción Ismael Viadiu Col. Lengua y estudios literarios, Fondo de Cultura Económica, México, 2001, 638 pp.

ensayo (político)

• El fin de la raza cósmica. Consideraciones sobre el esplendor y decadencia del liberalismo en México, José Antonio Aguilar Rivera, Col. El ojo infalible, Editorial Océano, México, 2001, 216 pp.

ensayo (sociológico)

• Entre redes y actores. Dinámica sociopolítica en Xico, Liliana Rivera Sánchez, Col. Historia y sociedad, Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales/Universidad Veracruzana, México, 1998, 212 pp.

• Escritores y poder. La dualidad republicana en México, 1968-1994, Xavier Rodríguez Ledesma, Col. Textos núm. 19, Conaculta/Fonca/Universidad Pedagógica Nacional, México, 2001, 327 pp.

• Teoría de la elección pública. Fundamento de las finanzas públicas, Ronald Martínez Rodríguez, Col. Biblioteca, Universidad Veracruzana, México, 2000, 513 pp.

narrativa

• Circular, Aline Petterson, Editorial Alfaguara, México, 2001, 124 pp.

• El oro del rey, Arturo Pérez Reverte, Editorial Alfaguara, México, 2000, 207 pp.

• La Gioconda en bicicleta, Guillermo Samperio, Col. El día siguiente, Editorial Océano, México, 2000, 184 pp.

• Marcador final. En una lucha contra el tiempo la justicia no siempre llega, Frank Palmer, Col. Grandes éxitos, Grupo Patria Cultural/Promexa, México, 2001, 343 pp.

• Nosotros estamos muertos, Jaime Avilés, Col. El día siguiente, Editorial Océano, México, 2001, 325 pp.

• Thais, Héctor González Ramírez, Sociedad de Escritores de Durango/LXI Legislatura del Estado de Durango, México, 120 pp.

• Trece cuentos escogidos, Edgar Allan Poe, traducción de Julio Cortázar, Col. Clásicos para hoy, 44, Conaculta, México, 2000, 255 pp.

poesía

• El viaje de los sentidos, Saúl Juárez, Col. Los ojos del secreto, 12, Verdehalago, México, 90 pp.

• Plagios, Ulalume González de León, Col. Letras mexicanas, Fono de Cultura Económica, México, 2001, 308 pp.

revista

• Los Universitarios, núm. 6, marzo 2001, nueva época, textos de Ignacio Solares, Jorge Contreras Chacel, Elsa Cross, entre otros, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 64 pp.

• Mala Vida, núm. 23, invierno de 2000, año V, nueva época, textos de Ricardo Venegas, Armando Alonso, Francisco Rebolledo, entre otros, Revistas Independientes del País/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 24 pp.
 

t e a t r o

Dramaturga se escribe con eme

Siddharta Camargo



 
 
 
 

Felipe Galván (antologador),
Teatro, mujer y país
Tablado Iberoamericano,
México, 2000.
 

 

Con la clara intención de realizar un aporte al conocimiento, difusión y análisis de la participación de las mujeres en el teatro de nuestro país, la editorial Tablado Iberoamericano realizó la edición de una antología de dramaturgia contemporánea mexicana escrita por mujeres. 

Paradójicamente, Teatro, mujer y país es una antología realizada por un hombre: Felipe Galván, quien nos ofrece un amplio panorama que incluye a dramaturgas mexicanas pertenecientes a diversas generaciones, lo cual no deja de tener algunas claras ventajas, por ejemplo, la de mostrar la pluralidad que prevalece en el mundo de la creación teatral contemporánea, aunque también conlleva alguna que otra desventaja: por ejemplo, que, como en toda antología que incluye una diversidad tan amplia de propuestas, no se puede evitar la disparidad en cuanto a complejidad y oficio entre las diferentes propuestas. A pesar de eso, Teatro, mujer y país, es un libro que hay que leer si se desea tener cuando menos una idea de la dramaturgia escrita por mexicanas.

El orden que Galván ha elegido para la presentación de los textos es el cronológico, de acuerdo con la generación en la se puede ubicar a las autoras, pero no por su fecha de nacimiento, sino en cuanto a estrenos o publicación de sus trabajos. De acuerdo con dicha lógica, la antología abre con un texto escrito por una mujer que no requiere mayor presentación: Luisa Josefina Hernández, de quien se incluye El galán de ultramar, escrita en 1999 por quien es considerada como la decana de la actual dramaturgia mexicana escrita por mujeres. 

El trabajo siguiente es el de Sabina Berman, con una obra de excelente factura y que actualmente se presenta en cartelera: Feliz nuevo siglo, Doktor Freud, una reflexión lúdica y crítica sobre el padre del psicoanálisis y algunos de sus escritos sobre las mujeres, en particular Tres ensayos de teoría sexual, en los que Freud proponía su idea sobre la envidia del pene desarrollada por las mujeres. Berman es una de las dramaturgas más destacadas en nuestros días y sin duda una de las más importantes escritoras de la generación de la nueva dramaturgia mexicana.

A continuación se nos presenta una obra de Martha Cerda; también se incluye a Mary Paz Gómez Pruneda, Gabriela Ynclán (quien además de su trabajo como dramaturga ha desarrollado una importante labor de difusión e impulso de nuevas propuestas desde su taller de sogem), Gilda Salinas, Susana Robles, Elba Cortés, María Antonia Valle y Verónica Langer. Todas son propuestas interesantes, todas escritas por dramaturgas que conocen su oficio, si bien es cierto que en diversos niveles de desarrollo, porque al fin y al cabo la experiencia acaba por imponerse. 

La inclusión de un breve análisis por parte de la investigadora del Centro de Estudios de Género de la UAP, María del Carmen García Aguilar, le da sustento teórico a la propuesta en cuanto al enfoque de género.

Si bien se podría objetar que no han sido incluidas todas las propuestas dramatúrgicas de las escritoras mexicanas en este libro, debe entenderse que esto resulta materialmente imposible. De cualquier manera, Tablado Iberoamericano ha prometido una nueva entrega que vendrá a complementar la visión del teatro mexicano escrito por mujeres•
 


n o v e l a

En busca del tiempo perdido

Gabriela Valenzuela Navarrete



 


 

Manuel S. Garrido, 
Las horas de la eternidad
Grijalbo Mondadori, 
México, 2000.
 

Recargado en el cristal de la ventanilla de su compartimento en el Tren de Gran Velocidad (tgv) que lo lleva de Francfort a París, Musante regresa a su juventud ya agotada, sofocada como las épocas violentas que vivió en Argentina y en su natal Chile, cuando Pinochet no era un anciano condenado a ser juzgado sino un hombre decidido a llevar las riendas de su país, y cuando la historia de Perón y su mítica Evita era una actualidad que se escribía día a día, no un musical de Hollywood con Madonna como estrella.

Musante es un antiguo militante izquierdista chileno que, ante el golpe de Estado militar que derrocaría al entonces presidente Salvador Allende, se ve forzado a abandonar su país y su vida para refugiarse en Argentina, primero en casa de unos amigos psicoanalistas también militantes, y después en el lugar menos esperado para un activista político y por lo tanto el mejor escondite: un convento. 

María, la monja que lo recibe, es una religiosa fuera de lo común: una mujer terriblemente atractiva, de una delicia sensual que irremediablemente lo embruja más que su fe y su poder de convencimiento, y que convierte su convento en un páramo bendito para un hombre que se ve maniatado a sí mismo, limitado a ser el testigo más ciego de los acontecimientos a los que ha dedicado completa su todavía corta vida. Para María, Musante es el camarada perfecto, el que comparte sus ideales y con quien se siente capaz de analizar la situación terrible a la que están condenando a los países sudamericanos un par de villanos enajenados. Después de todo, ¿quién dijo que la Iglesia no podía participar en política, y más aún las monjas que “no son las que de verdad forman la Iglesia”?

No se podría decir que, antes de María, Musante no conociera el amor y sus delicias; pero, como siempre, cada quien tiene un recuerdo especialmente querido. Veintitantos años después, con la frente pegada a ese frío cristal de un tren bala y al otro lado del océano Atlántico, las memorias de ese amor salpicado por la sangre de una juventud decidida a defender sus ideales regresan al presente, como resultado de una pesquisa tan inconsciente como premeditada: son el fin encontrado de la búsqueda del tiempo perdido.

Al igual que Marcel Proust en sus ocho tomos, Manuel S. Garrido narra en Las horas de la eternidad lo frágil de la linealidad de esa convención que insistimos en llamar tiempo. Cuando recordamos algo, ¿no estamos haciendo en realidad que el pasado se convierta en presente de nuevo? ¿No somos otra vez los que éramos hace diez años, tres meses o dos horas?

Chileno de nacimiento y profesor de filosofía y literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México, Garrido se da a la tarea de explorar las partes más profundas y olvidadas de un exiliado político, pero su análisis va más allá del examen de un personaje determinado: en diferentes circunstancias unos, en diferentes latitudes otros, Las horas de la eternidad es en realidad un hilo conductor para autoanalizarse, para conocerse de una manera más libre de trabas y de absurdos pudores.

¿Qué es la felicidad sino también una mera convención? Uno tras otro, libros y películas nos dicen que, aun en los momentos más difíciles, en guerras o revoluciones civiles, sus protagonistas llegaron a sentirse felices en algún momento. Tal vez porque dejan de buscarla como un objeto, como un viaje lleno de lujos para el que es necesario ahorrar toda una vida, o como un automóvil último modelo del que sólo puede ser dueño nuestro vecino o el más perfecto desconocido. Musante y María lo saben: son felices cuando logran unir la esperanza con el destino: “¿Sabías que la felicidad está ligada a la incertidumbre?”

El viaje de Garrido y su personaje Musante es como todo recuerdo un extravío voluntario en el laberinto sin hilo de la historia personal. “El tiempo no tiene fin” ni lógica, pero su grandeza radica en su maleabilidad, que lo hace susceptible de ser pasado y futuro al mismo tiempo. ¿No hay personas que se dice que viven siempre en sus recuerdos o, por el contrario, que no ven más que su futuro? ¿No basta una sola evocación para hacer que el pasado se haga nuevamente presente? Muy a la manera de Swan y el instante maravilloso en el que el sabor de las magdalenas mojadas en té lo hacen regresar al Combray de su infancia, la sorpresiva visión de María lleva a Musante a “indagar dónde y en qué momento se encuentra viviendo realmente; a hurgar y recordar, cuando se cruzan, como huyendo uno del otro, el mundo imaginario y el mundo real...”

Expuesto así, ese ir y venir a través del presente, el pasado y un pasado todavía más remoto parecería algo imposible de lograr de manera escrita, sobre todo sin terminar por confundir al lector y dejarlo perdido en quién sabe qué tiempo. Muchos estudiosos se han puesto a clasificar tal uso de tal tiempo para expresar esto o aquello, o para señalar tal intención o tal deseo. Que si el presente puede tener un valor de pasado remoto y entonces se llama presente histórico, que si el “hubiera” no supone más que una acción meramente hipotética... El libro de Garrido es un ejemplo de cómo un escritor avezado puede enredarse y salir triunfante de esa maraña de teorías y valores modales que llenan capítulos y capítulos de las gramáticas. Además, la elección correcta de cada vocablo y la atinada voz narrativa que conduce al lector, un narrador comprometido con el personaje, logran su cometido: llevarnos de la Sudamérica de los años setenta a la Europa de los noventa, con detalle pero sin explicaciones engorrosas... y todo durante un viaje de Francfort a París en el tgv.

Es Las horas de la eternidad un juego de contemplación, un juego de un hombre y una mujer hechos perpetuidad, un juego del erotismo hecho cuerpo humano. María y Musante; una monja, el otro activista; una mirándolo “a distancia, segura como estaba de que Musante hacía el amor con imágenes y palabras”, el otro contemplándola “desde adentro y desde afuera al mismo tiempo... ahogados los dos entre la impotencia y el temblor”. Una pareja entrañable, una Ariadna rescatando a su Teseo del dédalo invisible de un viaje en tren perdido entre la historia y el deseo •