Jornada Semanal,  27 de mayo del 2001 
Primitivo Rodríguez Oceguera

Migrantes somos y en la línea andamos

 
Primitivo Rodríguez, que de la migra y los migrantes sabe prácticamente todo lo que hay que saber, propone a nuestros lectores una serie de estampas que van desde Rosita, quien “a pesar de tener únicamente seis años, ya hablaba inglés”, hasta una cena de postín en el Waldorf Astoria, al lado de Mister McBride y contra una langosta irreductible, sin dejar de lado al siempre receloso oficial de aduana, los aiscríms, los apple pies, una sistercita que mide el mundo con la regla del Texarcana que habita... todo a una vez, en ese universo siempre igual y siempre nuevo de los que tienen dos tierras y no tienen ninguna.

La prima Rosita me confirmó el credo de los adultos: el otro lado tenía más futuro que éste. Por venir de aquellos rumbos, y después de Gloria, la hija de la mujer del pueblo, y Enedina, la joven viuda que le planchaba a mi mamá, Rosita fue mi primer amor. Olía a limpio, comía con tenedor, caminaba con elegancia, sus muñecas estaban mejor vestidas y adiestradas que las de mis hermanas, y a pesar de tener únicamente seis años, ya hablaba inglés. Esto último me pareció la prueba más evidente e irrefutable de que en el norte la gente era más lista que por estas tierras. Así que hicimos un trato que me permitiría estar a su lado cuantas veces quisiera para darle amplio espacio a mi gozo de mirarla, oírla, olerla y tocar sus manos: ella me enseñaría inglés, y yo, a jugar trompo, canicas y zumbador, y de pilón, montar a caballo. Sus vacaciones de dos meses me parecieron la probadita de lo que debía ser el cielo: la eterna compañía de una risueña y distinguida ángela. Cuando Rosita regresó a California con el tío Macario, me dejó un moño de recuerdo y una lengua bilingüe que estrené al siguiente domingo durante la serenata con Nena, Alicia y Elba, mis pretendientas cautivas: ¿juatsumara, beibis? ¿Quieren un aiscrím? No volví a ver a mi ángela chicana, pero la seguí soñando de tercero a sexto de primaria, y durante el buen rato que pasé en el seminario. 

¿Y eso qué es? Papel, respondimos más temerosos que rápidos al comandante de la patrulla que nos detuvo en el aeropuerto de Dallas-Fortworth, aún en construcción. ¿Papel? Sí, puro papel. Mírelo. Y le extendimos los arrugados pedazos de periódico que llevábamos en calidad de papel higiénico. ¿Y qué hacen a las tres de la mañana en este lugar sin gente? Pues dando la vuelta. Somos mexicanos y andamos conociendo Estados Unidos. ¿Y a estos terrenos baldíos qué les ven? Pues que están bien grandotes, como Texas, respondimos con un tartamudo aplomo que convenció al policía de haberse topado con un par de sudorientos mojados en busca de una sombrita lunar para desalojar sus penas. ¿Bueno, y tienen papeles? Sí, los que le enseñamos. El oficial se rió y se fue en la patrulla que orgullosa pregonaba de puerta a puerta: “Nacidos para Servir y Proteger”. Luis, “el Quiz” y un servidor, “el Indio”, hicimos lo que nos urgía hacer y regresamos más que livianos con el resto de la adolescente banda, Mario, “el Huarache”, Toño, “el Gato”, y Panchito, quienes sin pena y con gloria roncaban en la camioneta Chevrolet que nos habíamos agenciado en Laredo, Texas, poniendo cada uno todo el dinero que nos permitía cargar el voto de pobreza de nuestro seminario. La Providencia se encargaría de gasolina, cama y sándwiches en nuestra expedición a Detroit, Michigan. Así fue.

¿Ustedes viven en la Ciudad de México? Sí, por el rumbo de Santa Úrsula. Entonces, de seguro conocen al doctor Tirrina, quien nos visitó hace veinte años, sentenció la rubia monjita. No, fíjese que no. ¿Pero dicen que son de la Ciudad de México? Pues sí, pero no. Y es que si en Texarcana, Texas, todo mundo sabía los pormayores y pormenores de cada vecino, lo mismo debería suceder en el resto del universo, sobre todo en un lugar tercermundista como la capital azteca. Así que complaciendo la impecable lógica de la madrecita, “el Huarache” salvó la solicitud que habíamos hecho a las pías madres de comida y lo que sea su santa voluntad para el resto del camino. ¡Ah! ¿Se refiere usted al doctor Carmelo Tirrina, el que tiene su consultorio ahí entre los Indios Verdes y la salida a Cuernavaca? Por supuesto que lo conocemos. Es toda una eminencia. Nos encargó, sister, que si pasábamos por aquí le dijéramos que aún saborea los apple pies que hacen ustedes. Le gustaron mucho, ¿verdad? Se los hice yo cuando era una novicia rebelde. ¿Aún sigue igual de guapo? Guapísimo, sistercita, de puro encantamiento sus pacientas le llaman John Wayne. ¿Cómo que John Wayne? Ese señor mata a mucha gente en las películas. Pero en México es al revés, santa madre, nuestro Juan Wayne salva muchas vidas en su consultorio. Así tenía que ser. Lo supe desde que vi sus ojos negros y serenos. Tirrina tenía un porte a la John Kennedy, nuestro presidente. ¿Y qué nos dice de Jackie, santa madre? Nosotros votamos por ellos, bueno, le rezamos al milagroso Santo Niño de Atocha para que ganaran. Y cuando de visita en México se arrodillaron ante la Guadalupana, sentimos que al fin Juárez había muerto. ¿Who? Después de que Panchito y “el Quiz” bailaron con arrumbado pudor el jarabe tapatío en agradecimiento a las Hermanas del Divino Pastor, dejamos el convento de Texarcana con celestiales kilos de jamón en el estómago y beatíficas bolsas que multiplicaban panes, frutas y quesos. Aparte, resguardados por una caja con el rostro de San Judas Tadeo, dos voluptuosos apple pies. Nuestra próxima posada sería en la montaña sagrada del místico trapense, Thomas Merton. 

El oficial de la aduana abrió la maleta y se topó de inmediato con la foto en la que yo aparecía de sotana y rosario en mano. ¿Es usted padrecito? Casi, mi oficial, sólo me faltan dos años para ordenarme. Pues yo diría que ya es usted muy ordenadito, vea nada más qué bien escondió hasta abajo las muñecas y los tres juegos de cubiertos. ¿Son para usted o para Santa Cecilia, la música? No hable así, oficial, lo puede castigar Dios. ¿Castigarme? Tanto me quiere que me puso de aduanero. Aquí agarro en un día lo que un cura no levanta en toda la cuaresma. A propósito, le queda bien el traje negro y ese plástico que trae en el pescuezo, pero ¿y las botas, ya no le cupieron en el equipaje? ¿Cuáles, oficial? No se haga, padrecito, las bototas amarillas que trae puestas y que le quedan tan grandes como los dientes a nuestro primer mandatario. Hable usted con cuidado, mi oficial, nadie hace chistes del presidente Díaz Ordaz. ¿Nadie? ¿Le cuento los últimos que nos cantó La Tigresa, a calzón quitado? No siga, oficial, esa mujer sólo trae malos pensamientos. ¿Y no le gustan? No es cuestión de gustos. ¿Entós de qué? Pasando a otro tema, oficial, los veinte dólares que están junto a la foto son para sus hijos. No tengo. Para su esposa, entonces. Mi vieja es fina, con veinte verdes no le alcanza a usted ni para un repegón, pero con cien se la llevo hasta la sacristía, reverendo. ¿Le entra? Estuve a punto de excomulgarlo, o de agarrarle la palabra. Perdería el voto de castidad, pero no la dignidad de un hijo de Ixtlán de los Hervores. Mas enfrié la sangre y sin más palabras de por medio levanté cuanto traía y me dirigí a la salida de la aduana. Oiga, oiga, ¿a dónde va? Al infierno, oficial, ¿se quiere tatemar la cola? Un tuerto que pedía limosna en dimes y quarters y había sido testigo del calenturiento diálogo, ofreció cargar la maleta indigesta de regalos. No le haga caso, padre, ese descreído aduanero no tiene madre, perdón, quise decir jefecita.

Cuando aumentaron las redadas en el transporte de la ciudad, el barrio mexicano y la oficina de licencias para taxis, la Coalición de Chicago en Defensa de los Inmigrantes y Refugiados le armó un paquete de irresistibles anzuelos a la migra. Personal boricua y mexicano del gobierno de la ciudad se vistió con ropas de trabajador y se presentó en los lugares donde la migra solía arrestar a los indocumentados. Una a uno, y en diversos lugares, todos fueron detenidos. ¡Jefe, esta mojada dice que es la secretaria de Finanzas del alcalde y ese ilegal con cara de mariguano, que trabaja para el Departamento de Desarrollo Económico, y ya ni le cuento de los otros. ¿Traen papeles? No les he preguntado, mas le aseguro que no saben ni dónde viven. Aunque hay algo raro. ¿Qué? Hablan muy bien el inglés, pero la cara y el color de la piel son de la tierra de los frijoles. Oiga, jefe, aquí le hablan unas personas con cámaras de televisión. Les informaron que usted detuvo a la secretaria de Finanzas, a un asesor del alcalde Harold Washington y a otras gentes decentes. ¡Mierda! Entonces es cierto. Después del escándalo, y en nutrida conferencia de prensa, Harold Washington anunció que prohibía a la migra arrestar gente en propiedades de la ciudad, como el tren, los autobuses y las oficinas de gobierno. La policía metería al tanque a las migras que lo hicieran. Declaró también que gobernaba para todos, independientemente de su condición migratoria. Como negro, sé perfectamente bien lo que es el desprecio y la discriminación. Por lo mismo, añadió el gordo y radical alcalde, cualquier persona que viviese en Chicago tenía por sólo ese detalle derecho a solicitar trabajo en el gobierno de la ciudad. Pero, señor alcalde, la ley federal de inmigración prohibe emplear a ilegales, usted está violando la ley suprema, señalaron los reporteros. No me importa, soy el alcalde de todos. Si a los federales no les parece lo que acabo de hacer, saben dónde trabajo. Ahí los espero. De inmediato, cerca de cien indocumentados morenos, güeros, rojos, amarillos y azules que habían sido cuidadosamente seleccionados por la coalición llenaron solicitudes de empleo ante las cámaras de televisión. ¿Entraron los federales de Ronald Reagan al quite? No. Le tuvieron miedo al alcalde negro más poderoso y querido de Estados Unidos. Ahora sí, la migra se había encontrado con alguien que le sacaba varios metros de largo y de ancho. Ese día marchamos con más dignidad que nunca a las oficinas de la susodicha migra con lemas preñados de victoria: ¡Caminante no hay camino, se hace camino al luchar! ¡Somos un pueblo sin fronteras!

El señor McBride, dueño de cuanto negocio había en ese pueblo de Nueva Jersey y de las mil residencias que rodeaban el lago, el patrón para quien trabajaba de indocumentado y que me hospedaba generosa y cristianamente en su mansión gracias a las recomendaciones de monseñor Gleason, insistió en que lo acompañara a la cena anual de los empresarios republicanos de Nueva York y Nueva Jersey (la pura lana), que tendría lugar en el Waldorf Astoria (el puro lujo) de la Gran Manzana. Para que no me sintiese fuera de lugar, él diría que yo estaba por heredar la más grande hacienda bananera en México. El invitado de honor sería nada menos que el lampiño de Richard Nixon, quien cinco años atrás había sido derrotado por Kennedy en las elecciones de l960. Cuando tomé mi lugar en la mesa y vi que para navegar en la gran comilona tendría de compañeras de viaje a cinco copas y un sin fin de cucharas, tenedores y cuchillos, supe que saldrían a relucir los Hervores de Ixtlán. Cenaríamos a la suculenta carta que el Waldorf había preparado para tan carísima ocasión. ¿Y a usted qué le servimos?, dijo un pingüino disfrazado de mesero. Como el inglés no me daba para descifrar los platillos del menú, ordené con gesto de gran mundo lo que sí podía pronunciar con toda propiedad y conocimiento de causa: huevos revueltos. Mister McBride oyó tan modesta elección y me soltó al oído: eso lo desayunamos todos los días en casa. Tráigale, por favor, una langosta. Únicamente las había visto en libros. ¿Se comían?, ¿cómo?, ¿por dónde?, ¿con qué?, y no tenía siquiera alguien a quien seguirle el paso en la mesa. Junto a la kilométrica charola de plata en la que reposaba la descomunal langosta, el pingüino me dejó algo parecido a unas pinzas. ¿Serán para amacizar los dientes? Como nadie me prestaba atención, le metí mano al monstruo para descuartizarlo, pero nada. Quise enterrarle uno de los tantos cuchillos, y tampoco. Agarré las pinzas con doble mano y ¡sobres! Ni así le hice cosquillas. La puse de pechito, me asusté, y la devolví a su posición original. Por fin se me prendió el foco. Le unté mantequilla a todo su largo y ancho y se la fui quitando con pedazos de un pan que me supo a virote con nata. El único que observó mi lucha cuerpo a cuerpo fue el pingüino. Antes de los postres, feliz recogió la brillante langosta para desfondarla en su depa. Buscando apechugar la derrota, me empiné con el postre los coloridos vinos que permanecían intactos en mis cinco copas. ¿Te gustó la langosta? Riquísima, Mister McBride, riquísima, como los chicharrones de mi pueblo. ¿Los qué?
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