Jornada Semanal,  3 de junio del 2001 



 

Luis Ramón Bustos

A cien años de
Los parientes ricos

Luis Ramón Bustos nos recuerda que Rafael Delgado, el notable escritor nacido en Córdoba y Orizaba, fue ninguneado a la mexicana hasta que don Mariano Azuela, siempre honesto y generoso, nos dijo cómo acercarnos a la obra del autor de Los parientes ricos, publicada en 1901 y que es, sin la menor duda, “una de las más sólidas novelas del siglo XIX”. Don Rafael es un modelo notable de escritor realista. Su obra está emparentada con los trabajos de Pérez Galdós, Juan Valera, Pereda y Fernán Caballero. Don Mariano Azuela calificó a Delgado como “el mejor novelista mexicano del siglo XIX”. Lo recordamos bajo las nubes constantes de su amada Pluviosilla.

Muchos juicios mal sustentados se han vertido respecto a la novela mexicana del siglo XIX; de hecho, las historias de nuestra literatura que consignan ese periodo parecen un catálogo de críticas manoseadas o de comentarios antiguos. Los estudiosos del tema han avalado esa negligencia reiterada y no se han tomado la molestia de cotejar análisis y juicios precedentes. Por eso existe una uniformidad sospechosa y una absoluta coincidencia de valoraciones. Sólo se salva de esta uniformidad Mariano Azuela que, en Cien años de novela mexicana, hace gala de su legendaria honradez intelectual y confirma que sí leyó cada una de las obras comentadas. 

Fue él quien primeramente revaloró las novelas de Rafael Delgado. Críticas negativas y olvidos recurrentes se habían tejido respecto a ellas en las primeras décadas del siglo XX; hacia 1947, cuando Azuela publica su recuento de la novela mexicana, era ya lugar común afirmar la intrascendencia del escritor veracruzano y su propensión a un regionalismo baladí y sentimentaloide. Otros comentarios “confirmaban” lo insustancial de su obra: romanticismo trasnochado, copia descarada de novelas francesas o de la María de Jorge Isaacs, falta de verosimilitud y de sutileza psicológica en sus personajes, lenguaje amanerado, rígido y excesivamente académico. Vamos, que Rafael Delgado era, por decreto casi unánime, un narrador de poca monta.

Algunos salvaban La calandria, pero sin desconocer sus altibajos. Sin embargo, una lectura desprejuiciada y atenta de su obra podría revelar que sus cuatro novelas tienen mayor interés y profundidad de lo que se les reconoce; particularmente Los parientes ricos que, desde nuestro punto de vista, es la más sólida y una de las mejores del siglo xix (aunque publicada en 1901, pertenece por temática, estilo, estructura y léxico, a ese siglo).

Fue publicada a la manera del folletín, es decir, por entregas, en el Semanario Literario Ilustrado, entre 1901 y 1902. Tiene una trabazón estructural sólida que oculta la técnica folletinesca. Al contrario de novelas contemporáneas que fueron marcadas por la necesidad de atrapar al lector con escenas truculentas o cortes forzados, en Los parientes ricos la anécdota central está al servicio de un plan bien meditado. No hay episodios sangrientos, no existe la búsqueda artificiosa del suspenso; un adecuado tratamiento literario y la pintura acabada de personajes muy representativos de la situación social que prevalecía durante el porfiriato en Pluviosilla (una mezcla de Orizaba y Córdoba) y en la Ciudad de México, son sus mejores cualidades.

Rafael Delgado Sáinz tuvo siempre un apego enfermizo a su región natal. Nació en Córdoba, Veracruz, el 20 de agosto de 1853; de familia acomodada, tradicionalista y muy católica, su cambio de residencia a Orizaba, a los pocos meses de nacido, debe atribuirse al rechazo familiar del liberalismo que imperaba en Córdoba. Orizaba, ciudad chapada a la antigua y bastante levítica, era el lugar adecuado para educar a ese hijo único. Una esmerada educación ­teniendo como guía a un tío de gran cultura literaria y hombre insigne de la iglesia, José María Sáinz Herosa, canónigo doctoral de la Colegiata de Guadalupe­ que se nutrió en las aulas de los colegios de Nuestra Señora de Guadalupe, de Infantes de la Colegiata de Guadalupe y Nacional de Orizaba (donde concluye su carrera de profesor), moldea al futuro escritor y maestro. Completa su formación en la rica biblioteca heredada del tío canónigo y en el trasiego infatigable de autores griegos, latinos, españoles, franceses e italianos. El manejo de esos idiomas, amén de un escrupuloso uso del castellano, configuran y dan matices a su fluido estilo narrativo. 

A lo largo de su vida, sólo forzado o compelido por amigos, abandonó su querida Pluviosilla. Residió en la Ciudad de México cuando niño y, posteriormente, siendo ya un hombre maduro, durante el periodo en que buscó vivir del producto de sus escritos. También residió en Guadalajara (desempeñándose como encargado de la Secretaría de Educación de Jalisco, a solicitud de su amigo el escritor José López Portillo y Rojas) y en la ciudad de Jalapa. Siempre sintió aquello como un exilio; lejos de Orizaba no encontraba paz su espíritu. Fue precisamente en Jalapa, donde residió de 1901 a 1909, que pergeñó Los parientes ricos

En ella recrea pasajes autobiográficos. En realidad, el cambio de residencia de los Collantes de Pluviosilla a la Ciudad de México refiere, en buena medida, las experiencias negativas del autor en la capital. La atmósfera de nostalgia, de desazón, prevalece en sus páginas como eco de vivencias personales; sin embargo, un sutilísimo toque de ironía recorre también la trama.

En su primera parte, Delgado se solaza en describir, con lupa de entomólogo, las costumbres y psicología de la gente de Pluviosilla. Donde, en apariencia, hace la apología de las ciudades pequeñas, ese velado tono irónico al que nos referimos revela la atonía provinciana, asfixiada en la estrechez y presa de cotilleos rencorosos. Sin contemplaciones ni falsos pudores, por primera vez vapulea a la gente de clase alta y realiza una disección de sus hipocresías sociales y de su catolicismo acomodaticio; un atento estudio de caracteres refuerza esa descripción realista. Al ser publicada, Los parientes ricos fue atacada por los conservadores y por prominentes hombres de la Iglesia católica. La razón: en sus páginas arremete contra el pragmatismo de los Collantes ricos de la capital, contra su catolicismo de apariencias y, sobre todo, por el retrato del padre Grossi, personaje arquetípico que representa a los sacerdotes manipuladores, venales y ambiciosos. Ese choque con su clase social y con religiosos intolerantes conmocionó a Rafael Delgado, quien siempre se asumió como católico tradicionalista.

Después de ser estafados por sus parientes ricos de la capital, los Collantes pobres retornan a Pluviosilla, más endeudados de lo que partieron, pero convencidos de que con su esfuerzo lograrán salir avante. Ese regreso al edén perdido fue también realizado en la vida personal del autor en 1909, cuando abandona la fría humedad jalapeña (que empeoraba su reumatismo crónico) para volver a Orizaba, donde lazos de amistad y viejas querencias le fortalecían el corazón, su alicaído espíritu.

Es un error tacharle de romántico trasnochado. En Los parientes ricos se confirma su intención de reproducir la vida con objetividad, minuciosidad y equilibrio, justo como la escuela realista indicaba. Las huellas románticas, muy a la francesa, sólo son tangenciales, elementos secundarios que conforman atmósfera y escenografía. Pero la médula de la novela, el tratamiento narrativo, su estructura y la pintura de caracteres, la hacen plenamente realista. Habría que indagar nuevamente sus fuentes de inspiración: Benito Pérez Galdós, José María Pereda y Fernán Caballero, es decir, el realismo español; y un heterodoxo de esa escuela: Juan Valera, quien en Pepita Jiménez y en Juanita la Larga muestra ciertos paralelismos con la obra de Delgado.

Otro error ha sido calificarlo de escritor regionalista, en forma peyorativa. De hecho, los grandes novelistas parten de un conocimiento cabal del medio humano, geográfico y lingüístico que describen; entre más estrecha es la asimilación de lo representado, mejor sintetizan el entorno y más ahondan en la esencia del hombre universal. En buena medida, Rafael Delgado consiguió esto ­con titubeos, con altibajos­ en sus cuatro novelas: La calandria (1891), Angelina (1895), Los parientes ricos e Historia vulgar (1904).

No resulta nada extraño que Mariano Azuela haya calificado a Rafael Delgado como el mejor novelista mexicano del siglo xix. De novelista a novelista, era natural que aquilatara sus virtudes: adecuación de fondo y forma, justa representación de personajes y medio social, cohesión en la estructura y manejo excepcional del idioma castellano. Allí donde Delgado explora hasta la saciedad su región natal, elabora prototipos que compendian al mexicano de su tiempo. Ajeno a modas pasajeras, en su austero gabinete de trabajo forjó un orbe novelístico muy original, pleno de sentido ético. En sus páginas, el cronista de Pluviosilla nos regala, como no queriendo y de la manera más sencilla, trozos literarios de palpitante humanidad.