Jornada Semanal,  3 de junio del 2001 
Augusto  Isla
 

Alfredo Zalce: sueños de piedra y arena


Augusto Isla, de una manera inteligente y comedida, recorrió los caminos del viejo cuaderno de trabajo del maestro Alfredo Zalce. En su viaje encontró comentarios y reflexiones sobre el color, la línea, el drama y la alegría que han dado sentido a la vida y a la obra de uno de nuestros mayores artistas plásticos. Augusto encontró una brillante manera de acercarse al fenómeno de la creación artística: “Para ser confidente de lo insólito hay que estar alerta, perseguir con avidez la incesante recreación de la vida.” Así, el maestro Isla nos entrega una visión amplia y precisa de la obra de Alfredo Zalce, artista comprometido con su obra, con el arte y con su pueblo.
La poesía es la única prueba concreta de la
existencia del hombre.

Luis Cardoza y Aragón

"Quiero pintar la realidad con la visión interna de lo que me rodea... Mis fantasías están siempre apoyadas y justificadas en la realidad.” Alfredo Zalce redactó estas líneas en 1983 para la revista ipn, a petición de su director, el crítico de arte Antonio Rodríguez. Menos que el laconismo de un artista que no gusta de referirse a sí mismo, las líneas denotan la sobriedad que aplica, devotamente, a su vida y su obra. Sobriedad de poeta enamorado de las cosas que pasan inadvertidas a los ojos de los demás, pero que él recoge y guarda en imágenes, como los niños que, absortos en los trabajos pacientes y callados del mar, atesoran sus conchas predilectas, granos de eternidad.

Vale decir, por ello, que es un pintor realista. Pero también que eso que quiere pintar –la realidad que lo apoya y justifica– al pasar por los laberintos del alma se convierte en algo diferente de la simple materia que está allí, en bruto, como esperando que una destreza a un tiempo reflexiva e inocente la toque y descubra sus potencias expresivas. Para Zalce, el arte no es una fotografía hecha a mano; es misterio y revelación: poesía. Tempranamente así concibió su vocación. Xavier Villaurrutia, mirada de lince que atisbaba lejanías y talentos, celebró sus primeros hallazgos. En la revista Contemporáneos escribió a propósito de Zalce: “Inventar en vez de transcribir; hacer en vez de repetir, son los deberes y también los goces únicos del poeta, del artista.” ¿Cómo ha cumplido tales deberes y goces? Buscando dentro y fuera de sí, viendo y entreviendo las cosas, velando su belleza escondida. “Nos acecha lo maravilloso y no lo vemos.” A su parecer, si algo de pedagógico tiene la función del pintor es que enseña a ver lo que está detrás; ese detrás que es tal vez su esencia fugitiva, por decirlo así, pues es como la eternidad que sólo se aparece por un instante, fantasmal y caprichosa.

Leamos el viejo cuaderno del artista: “Vi a un grupo de indios en Papantla; tomaban unas paletas heladas de colores vivísimos que se relacionaban con los fuertes colores de los listones de los sombreros de los hombres y en el tocado de las mujeres, y en sus trajes. Y aunque parece un chiste, cuando se comieron las paletas, se acabó el cuadro. Se había desbaratado un complicado andamiaje de color.” Para ser confidente de lo insólito, hay que estar alerta, perseguir con avidez la incesante recreación de la vida. Más que poner el ojo natural, hay que abrir el alma a la sorpresa. Entonces la realidad se vuelve dócil a la intención lírica; ritmos, volúmenes, color, pasan a ser otra realidad, fascinante en la medida que en su vientre sólo se decantan las esencias, extractos dulces o amargos de lo real. Un grupo de leñadores, una mujer que descansa en su hamaca, dos cazadores que en mitad de las sombras llevan consigo el pendiente fruto de su labor ya no son propiamente escenas reales, sino visiones, metáforas de la laboriosidad, el reposo, el sacrificio. O pueden serlo, ya que las metáforas, como la vida, son equívocas y a menudo se burlan de nosotros. En Cascada con hojas de piñanona (1980), imagen de la Tzaráracua, el agua puede ser también leche, semen, licor de vida que se derrama para fluir después, sin finalidad, como el devenir del mundo.

Las significaciones importan menos que el efecto que produce la visión lírica: convertir lo cotidiano en emblema de la magnificencia. Un montón de viejos utensilios se transforma en la Torre de Babel (1987); una Silla con sandías (1991) es a la vez un compendio de la armonía universal. Porque nada es desdeñable como materia del poema. Ni el pescador destazando al hermoso animal ni un par de mujeres auxiliándose para transportar un cántaro, ni un hombre ataviado con sus gallinas muertas, ni el fumador a punto de encender su cigarrillo, ni el bodegón de mil maneras dispuesto; nada es desdeñable –digo– si el pintor accede a que la imagen lo hiera, deje sus cicatrices, sus marcas como esos árboles añosos que él, el artista, ordenando con minuciosidad las formas, pinta, graba, transforma en lujosas manchas de color, en graciosas líneas que nos regalan una síntesis de lo perdurable.

Pero no todo es hambre lírica, abundan también la incandescencia y la ponzoña, que destilan en la magnífica composición de Los abogados (1952) que pasan ocultando sus rostros por encima del cuerpo del cliente defraudado, o en La boda (1983), que nos muestran la escena grotesca de los pobres que recogen el arroz que otros, insolentes, han arrojado al aire.

¿Cómo encontrar para cada situación el habla apropiada? El artista nos deja constancia de sus reflexiones. “Es un lugar común lo de que según es el contenido así es la forma y de que forma y contenido son inseparables. Cuando creía ya entenderlo, los ejemplos de pinturas que veía no me parecían tan claros... Concretamente el ‘contenido revolucionario’ de algunos cuadros no estaba de acuerdo con la forma, pues esta última me parecía ‘académica’ o ‘modernista’. Mi confusión era provocada por la idea muy generalizada y difundida en artículos y críticas de decirle contenido al tema [...[ Y allí está todo, pues una cosa puede tener tema revolucionario y ser una obra malísima [...] En cambio, Orozco tiene algunos cuadros y muros francamente reaccionarios, sin menosprecio de su buena plástica...” Zalce encontró en el expresionismo la libertad para moverse a sus anchas en el lienzo, en la plancha de grabado. Aunque piensa que, en el retrato, el desafío mayor es el parecido con el modelo, juzga que es vano copiar. Y es cierto, pues aún el más ortodoxo naturalismo fracasa o, mejor, se redime por obra y gracia de la visión que, inevitable, irrumpe en la tela del naturalista. Nadie se pliega a la apariencia. El expresionismo de Zalce es más –o menos– que un ismo: es un demonio que, susurrándole al oído, lo conmina a emancipar el alma de la esclavitud del copista; es una disposición del espíritu que le permite lo mismo alterar la cromática del realismo y descubrir en el paisaje insospechadas transparencias, que gozar su imagen multiplicada y deforme en El reflejo (1948), parodiar la belleza en Bañista comiendo pescado (1972); emprender, en fin, la cacería de lo inasible: el movimiento, bien de una sirena, bien de un vuelo circense. ¿Evitando el realismo no roza levemente, por momentos, la frontera de lo estetizante?

El aprendizaje de Zalce respira esta exigencia que quitaba el sueño a sus amigos del grupo Contemporáneos: Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta, meditaron acerca de la disciplina y del rigor; los tres, cada uno a su modo, fueron rigurosos en su quehacer poético. Zalce se autoexamina, vuelve sobre sus pasos en 1948: “Después de hacer varios grabados con buril, hice un pequeño descubrimiento técnico; tomé un buril de punta cuadrada con chaflán (no sé ni cómo se llama) y lo hice caminar sobre la lámina de zinc en zigzag con un movimiento de la mano cargando a la derecha y a la izquierda. El resultado de una cosa tan simple fue sorprendente; repitiendo esa huella en varias direcciones se consigue un modelado extraordinario y más fácil de hacer que con los ‘velos’; hace cinco años, lo hice por primera vez, aunque en una forma muy torpe, pero guardé una copia del grabado que solamente estaba empezado y que ya entonces me pareció interesante, afortunadamente, pues creo que con la práctica llegaré a ser grabador.” Graba en madera, linóleo y mica; se ejercita en el aguafuerte, en la aguatinta, en la punta seca; pinta al temple, al óleo, al acrílico, al fresco, al batik. Va de una sed a otra sin poder nunca saciarlas: es también escultor, ceramista, orfebre. Pero no endiosa las técnicas; son medios expresivos, recursos que mal elegidos cancelan la aventura. Recordemos al mismísimo Leonardo en Palazzo Vecchio aplicando óleo en vez de agua en la capa de estuco. Las técnicas hacen posible la creación, pero también son llanuras sembradas de trampas. “La técnica es, a veces, un recurso para aparentar excelencia. El arte comercial es técnicamente perfecto. Dame una cosa más bien hecha que una Coca Cola sudando: es impecable pero no dice nada; la perfección no es el detalle. Hay pintores que entran al detalle sin lograr nada, porque a un pintor se le conoce más por lo que quita que por lo que agrega.” Para que lo innombrable haga lo suyo es preciso despojarse: el arte es un ejercicio de depuración.

Una tarde de los lejanos años treinta, antes de viajar a Taxco para enseñar dibujo a los niños, Zalce visita a Diego Rivera, que vivía en la calle Reforma, en una vieja casita; saca con timidez de su carpeta unos dibujos y se los muestra a aquella mole de carne y genio. Rivera los mira con respeto: “Tiene usted sensibilidad; tendrá oportunidad de estudiar los dibujos de los niños; así se quitará los resabios de la Academia.” Para Rivera, sabio y generoso, Zalce tiene sólo gratitud: abrió caminos, enseñó a los artistas de América a ver lo que antes no se veía. Le debe ese consejo, pero más que eso: la emoción social; la pasión por el arte precolombino, por las maravillas de una cultura que, merced a su fuerza, ha resistido la obstinada depredación durante siglos.

Y sin embargo Zalce no aborrece la Academia. En San Carlos encontró a sus pares. En aquellos patios, solemnes como templos, que no se atrevía a cruzar, se siente digno de sí mismo por primera vez a los dieciséis años. Nadie lo critica por aspirar a ser pintor. Fue su tránsito por esas aulas un haz de estímulos y decepciones, de ejemplos antinómicos: la honradez artística de Germán Gedovius; la claudicación de Leandro Izaguirre dedicado a cuidar sus plantas y su gallinero, la pedagogía ortodoxa de Sóstenes Ortega, capaz de desalentar toda vocación. Aquello agonizaba. Afuera, en cambio, se respiraba aire fresco. Zalce aprende la talla directa con Guillermo Ruiz, escucha las conferencias de Diego Rivera, comparte con otros –Julio Castellanos, Rufino Tamayo– ese sentimiento que Gombrich llama “autotrascendencia”. Entre fines de los años veinte y principios de los treinta, en jóvenes como Zalce se desarrolla un sentimiento que no es tanto resultado de antojos personales sino el propósito de un artista que está inmerso en un clima cultural, que enfrenta con otros el desafío de resolver problemas diferentes a los que, digamos, atendería la generación anterior. Sin estridencia alguna, desata nudos, busca; pero siempre lejos de intentar ser paladín de lo nuevo, “porque lo nuevo, si no tiene una razón, es estéril. Lo nuevo tiene que convertirse en algo vivo, consistente. Alguna vez vi una exposición polaca horrorosa; había un pescado pegado con goma; era nuevo y nada más”.

A lo largo de los años, con dedicación admirable enriquece su personal lenguaje; traduce su longevidad en privilegio para refinar su dibujo, su grabado, para lograr concisión y elegancia impares donde la técnica, justamente para ser eficaz no ha de notarse, como el cauce secreto de los ríos. Vive su tiempo: los vientos de Cézanne, Picasso, Matisse, Rivera, Orozco, desfallecen en él para después tomar otro impulso; no teme dejarse llevar por otras inspiraciones: veo en El herido (1946) un homenaje al magisterio gráfico de Carlos Alvarado Lang. Pero nunca pretende estar al día. A Zalce no le importan las mudanzas que, acaso, se encaminan a la nada. “Continuamente aparecen novedades artísticas como las modas. En cambio pienso que para evolución de mi pintura no me bastaría toda mi vida.” Si ni siquiera una larga vida alcanza para que el pintor llegue a su centro, ¿por qué interrumpir el viaje dialogando con pasajeros necios? Medita, explora. ¿Acierta siempre? Siento que el acrílico resta poderío a su talento.

Alfredo Zalce nació en Pátzcuaro el 12 de enero de 1908. Lleva el apellido de Ramón Zalce, con quien su madre, María Torres, contrajo segundas nupcias. Ambos eran fotógrafos; la pareja se trasladó pronto a la Ciudad de México. En los días del estallido revolucionario residieron en Tacubaya, frente al portal de Cartagena. Alfredo aún recuerda el grito de “¡Viva Madero!” Creció entre cañonazos y zozobra, viendo perplejo un entrar y salir de gentes que en casa conspiraban contra la dictadura de Huerta. No olvidará nunca la luz tenue de aquella celda en que estuvo recluida su madre, acusada de apoyar a los rebeldes; ni olvidará tampoco el trato de su padre adoptivo, discriminatorio y cruel, sólo ojos para el hijo que procreó la pareja, Horacio, cuatro años menor que Alfredo. Como suele ocurrir en tales circunstancias, el sufrimiento infantil no encuentra compensación en el hogar: el yugo de la familia autoritaria recae sobre la mujer, se extiende a los hijos, se recrudece en aquéllos que no son propios. En una cultura machista, el varón no es indulgente con el “pasado” femenino: descarga su furia contra sus evidencias. Pero un alma delicada, nacida para el honor y la libertad, aprende a rehuir aquella atmósfera enrarecida, busca en otro lado las fuentes de vigor y dicha: aquellas tardes en que salía con la “nana” a cortar quelites, a buscar maíz; las canciones que silbaban los zapateros en una calle de “accesorias” que súbitamente se convertía en una jaula de pájaros... y la libertad que lo consagraba como el rey de las calles, por aquellos días de estruendo y muerte. Muerte violenta, cotidiana, desbarajuste inquietante para la curiosidad infantil que repara en el vuelo de las moscas que circulan, siniestras, por orejas, nariz, ojos de un cadáver yacente en plena calle. Muchos años después, Alfredo le contará a su amigo Jean Charlot la experiencia: “Ahí veo al pintor, que siempre investiga con los ojos”, fue el escueto comentario.

En la soledad infantil Alfredo hojea revistas, lee El Quijote ilustrado por Doré, acrecienta la sensibilidad en el taller de fotografía donde auxilia a la madre. ¿Está allí el origen de su determinación? Un enigma, como su habilidad temprana para el dibujo. En un momento dado rendirá tributo al noble oficio del fotógrafo, a la sensibilidad compositiva de su mirada como en la litografía Mujer y niña (1952) en la que la mujer –madre, “nana”, sombra protectora–, evadiendo al espectador, aparece sentada con sus manos a punto de entrelazarse, mientras la niña, de pie y descalza, desafía nuestra indiscreción y se entrega al anhelo de ser vista. 

Zalce se hace pintor, pese al disgusto materno. “No, cómo, todos los pintores son degenerados y mueren de hambre”, son palabras que repite la presencia bienamada. Todavía hoy Alfredo le concede razón: “¿En esa época, quién vendía pintura?” Pero logra pactar colaborando en el taller fotográfico; la madre imprime las placas, él las revela. Fue su salvación. El prejuicio familiar sería fermento de una conciencia social aguda, de una urgencia de sentirse útil para su pueblo. ¿De qué otro modo entenderíamos esa especie de apostolado que lo llevó, de nuevo a pesar de la familia, a involucrarse en las Misiones Culturales, en los trabajos de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, en los afanes del Taller de la Gráfica Popular?

El ambiente era propicio, aunque la fiebre mesiánica había disminuido. Las Misiones Culturales eran fruto de la mística que animó la reconstrucción nacional y los nuevos desempeños de artistas e intelectuales. Diego Rivera sostenía: “que nuestros artistas sepan, crean y sientan que, en tanto no nos volvamos obreros y no nos identifiquemos con las aspiraciones de las masas que trabajan, para darles, en un plano superior a la anécdota, su expresión por la plástica pura, manteniendo constantemente lo más profundo de nuestra alma en comunicación íntima con la del pueblo, no produciremos más que abortos, cosas inútiles, por inanimadas”. Tales vehemencias fueron abono fértil en el alma de Zalce, ávida de encuentros y desafíos: “Para mí era necesario participar. México formaba parte del mundo. Si el joven no tiene ansiedades revolucionarias, no tiene corazón. En este sentido Diego me orientó.” Zalce se incorpora a las Misiones Culturales en 1935. Pendía sobre maestros y misioneros la amenaza del linchamiento, pero estaba acostumbrado al trato con la muerte desde la infancia. Durante seis años, en Zacatecas, Puebla, Veracruz, Colima, trabajó con los maestros y con las comunidades. Las Misiones se proponían la irradiación de la cultura, el mejoramiento de la calidad de vida; con ellas, la Revolución devino utopía dignificadora de los olvidados.

En Cañitas, Zacatecas, diseña letreros, emprende el arreglo de los jardines públicos, poda árboles, pinta el quiosco, produce teatro de marionetas que él mismo modela con papel y engrudo, anima círculos de estudio sobre el movimiento obrero, incluso el que tiene lugar allende las fronteras nacionales. Impelido a demostrarse a sí mismo que los artistas pueden ser útiles, comparte el dolor de los otros, afirma la vida en situaciones extremas en las que es menester hacerse de la vista gorda cuando los hombres se inclinan a la hora del Angelus, o caminar como si nada en campos sembrados de culebras. Imagino el desconcierto de esos habitantes de aldeas católicas, reacios a la educación socialista y a unos serviciales ojos claros.

Zalce sufre y goza esa experiencia humana. Nietzsche tiene razón: el dolor es levadura del arte cuando se trasciende y se convierte en danza, en alegría. El misionero pinta poco, pero aguza la inteligencia y los sentidos; al mismo tiempo, se despliega a sus anchas en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios entre 1933 y 1937. La Liga fue una organización política revolucionaria vinculada al movimiento obrero internacional y al Partido Comunista, y fue también un frente antifascista que congregaba a artistas e intelectuales no militantes. Cuando aquélla pierde independencia, Zalce funda con Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins, Ignacio Aguirre y otros artistas, el Taller de la Gráfica Popular. En la una como en el otro, aprende a grabar, a desenvolverse en el trabajo colectivo. Quehacer político en apoyo de causas obreras y populares, años de experimentación plástica. 

Sus tareas políticas se tiñen de juicios maduros. Tiene convicciones de izquierda, si se quiere, que lo inducen a batirse en plásticos duelos contra la bajeza y la explotación. Zalce participa haciendo dibujos y grabados para La voz de México, para Frente a Frente, revista de la lear que también distribuye en las calles con Fernando Gamboa y Silvestre Revueltas. Pero no milita –según afirma una y otra vez– en organización partidaria alguna. Pesa más el clima autoritario que palpa en la cercanía, que la lógica persuasiva del Manifiesto del Partido Comunista y la emoción que en él suscita la experiencia de la Comuna de París. Los tiempos arrastran a los extremos; mas él guarda un difícil equilibrio entre el principio de insuficiencia –ontológico y ético a la vez– que lo mueve a trascender la soledad del yo en lo comunitario, y el de la salvaguarda de una soberanía personal que –presumo– juzga necesaria para responder más libremente a las exigencias de la creación. Pues la adhesión a toda comunidad –política o religiosa– implica la renuncia a la individualidad, la parálisis de sus energías vitales; somete, provoca una especie de muerte en vida en nombre del destino gregario. ¿No es eso lo que José Revueltas quiere decirnos al retratar a Julián, aquel “cura rojo” de Los días terrenales (1949)?

Los pequeños conflictos y un temperamento demasiado tímido, acaso inseguro, inhiben en Zalce fervores sectarios. Si se niega a poner rodilla en tierra y puño en alto para saludar a José Revueltas, que vuelve de su exilio en las Islas Marías, es porque se resiste a la sumisión que trae consigo esa nueva forma de una religiosidad que, desde su niñez, lo había desencantado para siempre. “Mi madre me llevó a la iglesia una tarde de mi lejana infancia. Entramos en un gran salón. En el fondo, estaba un sacerdote detrás de un escritorio. Mi madre habló a solas con él durante largo. Al salir la vi triste. Qué malo es el padre, me dijo. Yo no salía de mi extrañeza, pues rezábamos todos los días. Finalmente me explicó: ella tenía que llevar horas antes el dinero que le había prestado a cambio de unas joyas que había dejado en prenda. Por una insignificante demora, él no quiso recibir el dinero ni entregarle las joyas. Años más tarde me pareció terrible. Les perdí todo el respeto a los curas.”

Ciertamente, una actitud vital no se decide en el espacio de una anécdota sino en la actualización dolorosa de una larga historia de usura y censura, de autoritarismo, de intromisión en los cuerpos que disuelve las creencias. Zalce se aleja de aquellos ámbitos de la fe, callada y respetuosamente. Nunca le he escuchado una palabra desdeñosa sobre el sentimiento religioso del pueblo; en cambio, ha pintado una y otra vez la magia de la “noche de muertos” sin que asome en él la conmiseración: busca sólo la luz que envuelve el espíritu enrebozado de esas mujeres rituales y enigmáticas. Pero es claro que se rehusó a la experiencia de nuevos dogmas y jerarquías; prefirió vivir en la tensión que significaba, por un lado, rechazar la locura capitalista y, por otro, aborrecer los crímenes de Stalin. Si pudo salir ileso de tales contradicciones, es porque, sin sentir que estaba del lado de la Razón Histórica, se limitó a seguir a los oprimidos hasta sus aldeas y sus campos, a sufrir como ellos carencias y enfermedades: en dos ocasiones lo atacó el paludismo. Sobrevivió a esas turbulencias, a cambio de las cuales quedaron en él las huellas de una cultura cuya fuerza reaparece en las formas de su creación artística. 

Aquella postura de Zalce, rara en mitad de los vendavales ideológicos, confunde. Para Carlos Mérida es un comunista; para sus compañeros comunistas, un anarquista, un desorientado. Y sin embargo no padece confusión alguna, pues en aquella distribución maniquea de las lealtades, él opta por la senda de la amistad, la tolerancia... la sonrisa y el silencio. Solamente habla cuando se tienen que resolver en común, en la plancha o en el papel, los problemas plásticos que plantea una situación política en la que hay que combatir al fascismo o denunciar las injusticias vernáculas. Evade discusiones de otra índole que, por estériles, sólo producen quemaduras en los afectos. Repasando los grabados de aquella época no me vienen a la mente pulsiones doctrinarias, sino más bien alumbramientos, estampas sensibles y vivas. Lo suyo no es el torneo de los fanatismos.

Cuando pinta en los muros, estudia con seriedad el tema social o histórico y procura resolverlo con sentido de universalidad. Frente a la polémica de indigenistas e hispanistas en torno a Cuauhtémoc, traza una alegoría del sufrimiento de los pueblos conquistados. En su obra monumental no transporta el dogma a la imagen ni adoctrina. Enfrenta los retos propios del pintor: formas, volúmenes, color, diálogo con la arquitectura. Ya Berta Taracena se ha ocupado de analizar las virtudes de su pintura mural y la originalidad de sus soluciones. Me llaman la atención la sencillez narrativa y la honradez plástica. Zalce no cree en el muralismo como propaganda o señal de prestigio. Si lo mismo asalta las paredes del Palacio de Gobierno de Morelia que las de una modestísima escuela en Calzóntzin, es porque, aquí y allá, los espacios se ennoblecen con la pintura; porque en cualquier muro puede reflejar lo que él quiere: las luchas del pueblo mexicano por su libertad; porque la complejidad lo atrae de manera irresistible. Complejidad que va del grabado al mural, de éste al grabado, como una preparación infatigable para la siguiente jornada. El grabado México se transforma en una gran ciudad (1947) se antoja, por ello, un proyecto mural. ¿Lo grabó hace medio siglo o la noche de ayer? Más allá de la anécdota que le sirve en charola un indigente que riñe con un perro por un trozo de carne en un basurero, es una visión profética del infierno en que hoy viven millones de mexicanos.

El mantenerse al margen de las reyertas ideológicas enriquece el caudal de sus fraternidades, le permite abarcar una y otra orilla: Leopoldo Méndez y Jorge Cuesta, Juan de la Cabada y Xavier Villaurrutia, Pablo O’Higgins y Agustín Lazo; le permite, en fin, viajar, real y metafóricamente, en compañía, aunque no sin tensiones, por el México de las diferencias, territorio de su amor y sus visiones. “Todo en México tiene para mí una fuerza secreta que me seduce. Su tradición y su esperanza en el futuro, la vida de su pueblo, la riqueza de su paisaje.” ¿De este lado del siglo, es posible encontrar palabras más gastadas que nación, nacionalismo, patriotismo? Con justa razón Benda pensaba en ellas como la perfecta organización de los odios. Y sin embargo debo decir que en el sentido enunciado por él mismo, Zalce es nacionalista. Si en otros el nacionalismo despierta delirios machistas –la virilidad como rasgo distinto de lo nacional–, en él sugiere la develación de singularidades poéticas. Lejos está de la retórica oficial que pretende edificar un orden simbólico favorable a la tiranía y la servidumbre; cerca se hospeda de Ramón López Velarde, de la “Suave Patria”, la que vive al día, “de milagro, como la lotería”. Seguramente, sin proponérselo muchas imágenes zalcianas evocan a esa Patria “inaccesible al deshonor” que se afirma en la autenticidad de las personas, de las cosas, pródiga de arcanos, “alacena y pajarera”. Zalce observa y recrea a la gente en el trabajo de las ladrilleras, en las pescaderías, en los mercados, donde lo humano se congrega sin asfixia para el espíritu, donde están la vida y el color y la fuerza. ¿Quién ha captado con tanta sensibilidad a las mujeres mestizas o indígenas, laboriosas, desoladas, conversadoras, maternales? ¿Es el pintor de la mujer? El pintoresquismo es superficial. Zalce lo vence con la hondura de sus visiones en las que asoman la alegría, la pena, la melancolía, los modestos empeños de la vida diaria.

Es cierto que ese descubrimiento visual proviene de un momento en que México se concentra en sí mismo, como todo cuerpo doliente que advierte de súbito sus miserias y resplandores. La Revolución fue llama y herida; surgió de entusiasmos, generó nuevos deseos de vida. Es verdad que en los años cuarenta todo parecía reducido a cenizas. En un ensayo memorable, tanto por enjundioso como por moralizante, Daniel Cosío Villegas escribió La crisis de México, sobre la muerte de su Revolución. México había cambiado, sí: frente al Taller de la Gráfica Popular prosperó otro que producía imágenes de yeso destinadas a propagar un “nuevo orden cristiano”. Pero la patria de López Velarde y de Zalce sobrepasa la moda nacionalista: perdura. A fines de los cuarenta Zalce vuelve a su provincia, radica en Uruapan, después en Morelia. Allí permanece desde 1950. No es un fugitivo; tal vez un recluso por determinación propia: nunca viajó a Europa. Cavafis decía: “No encontrarás otro país, ni otras playas, llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad.” Zalce lleva la suya: aérea y raigal, al propio tiempo; no cambia; es él mismo: activo, dispuesto siempre a prodigarse cuando terremotos sociales o naturales piden su contribución en México, Haití, Guatemala... Lo hace siempre con entusiasmo, pero acaso pensando que el proceso que desencadenó la Revolución quedó trunco, en aquel momento en que el gobernante estaba más cerca de su pueblo, que compartía con él esperanzas y sinsabores. El periodo del cardenismo se quedó en su corazón como el mediodía radiante de la historia mexicana en el siglo XX, no sólo por la personalidad de don Lázaro sino por las vibraciones del alma colectiva.

Los ojos húmedos como el alba después de la lluviosa noche, aguardando los prodigios del día, la dicha de pintarlos. Una casa sólida, austera, que es habitación, estudio, rincón abierto a los amigos, los curiosos, los impertinentes, las vocaciones. Pienso en Montaigne: “No tengo más guardia ni centinela que la que los astros hacen por mí.” En esa Morelia, en cuyas extremidades se extienden hoy los tumores de la pobreza, Zalce trabaja, enseña, sueña con sus manos esculpidas ya por el oficio y por los años. A despecho de carencias y desalientos se hizo pintor. O tal vez por ellos, ya que el arte es una forma de la felicidad, de recuperar lo perdido, de remontarse a esa edad extraviada no tanto en el tiempo como en la imaginación, en sus más altos peldaños. El artista es un niño en el sentido más pleno de la palabra. Arte e infancia se entrelazan; es aquél un modo de reconciliarse con ésta y sus riquezas. ¿No fue Rilke, entre otros, quien nos mostró estas ligaduras? El verdadero artista, contrariando a la razón, permanece fiel a las fuerzas primigenias de la vida, aquéllas que atizan la energía infantil que no acumula sino derrocha. ¿No fueron Baudelaire y Nietzsche también conscientes de esta desgarradura?

Zalce considera que la pintura es un “oficio de viejos”, que todos los niños pintan, pero llegando a la “edad de la razón” ven con menosprecio aquellos juegos. En él es verdad. Cuando lo conocí, hace diez años, pintaba mejor que nunca. Lo hacía en pleno dominio de sus recursos, con todo el placer del mundo.

Tal placer no sólo colma la vida del artista, sino cumple su sueño de un reino utópico que está al alcance de su imaginación; reino de abundancia y placidez donde los cuerpos se entrelazan, se funden, reposan o danzan extraños al dolor y la fatiga. En litografías como En la hamaca (1943) o en pinturas como Retrato de mujer con niño (1960), Mujer y Niña (1971), Madre e hijo (1980), o en esculturas como Maternidad (1981), Zalce sueña despierto un eros destruido con saña por la vigilia civilizadora. La historia avanza depredando las raíces éticas y míticas de los pueblos. ¿No son las estampas y pinturas que adoptan como tema la vida de Yucatán, una alegoría de autenticidades a punto de ser devastadas? ¿No evoca en ellas una hermosa infancia perdida donde lo humano disfruta la proximidad de los dioses que se hacen presentes en la exuberancia de las cosas? Pellicer, creyente, diría: “El trópico entrañable sostiene en carne viva la belleza de Dios.”

Sé que él consideraría pretencioso calificarlo como un crítico de la modernidad, pero a su ironía no escapan sus catástrofes, como en Deshuesadero (1979), donde un grupo de hombres minúsculos buscan lo que no encontrarán en medio de la gran chatarra del mundo. De sus visiones sobre la vida moderna –sobre todo, paisajes urbanos pintados en sus viajes a Estados Unidos– infiero sentimientos opuestos: celebración del humano ingenio como en Puente (1983), síntesis de una geometría asombrosa; pero también percepción de la decadencia, en mitad de la cual algo puede, sin embargo, florecer, tal y como él mismo, renuente a la escritura, apunta a propósito de un joven pintor: “En momentos cuando hasta el hombre sensible cargado de problemas no tiene tiempo para la contemplación o goce de manifestaciones culturales, cuando vemos cómo día a día se envilece el gusto del pueblo con toda clase de engendros de arte comercial, cuando la juventud contempla atónita el éxito de dudosos campeones de boxeo, el endiosamiento de artistas de cine, idiotizantes programas de televisión, toneladas de historietas dibujadas; en fin, todo ese fúnebre regocijo en lo podrido, es un bello espectáculo ver cómo un joven pintor, hijo del pueblo, se presenta con una exposición de calidad para recordar que en ese pueblo está la fuente limpia de donde salen las fuerzas creadoras del hombre.”

Zalce se nutre de pequeñas descargas de amor, de las suyas que prodiga tímida y elegantemente, de las de otros, que sabe apreciar sin recelo, en la plenitud de su confianza gozosa. ¿No está allí el secreto de su alejamiento del mercado del arte, de su indiferencia a la aritmética del valor de cambio? Como los niños, de nuevo, es rico porque ha tocado las cosas y las ha convertido en imágenes. Y eso le basta. Ni es comerciante ni le importa la suerte que correrá su juego. Desde que vendió su primer cuadro supo que se exponía a la incomprensión más irrisoria: “El color le viene perfecto a la alfombra.” Sólo piensa en la única correspondencia que su obra le brinda: ser fuente de vigor para seguir viviendo. Lo he visto en las horas más sombrías, dolorido y sereno, como haciendo suyas las palabras de Juan de la Cruz: “Y así aunque todo se acabe y se hunda y todas las cosas sucedan al revés y adversas, vano es el turbarse, pues, por eso antes se dañan más que se remedian. Y llevarlo todo con igualdad tranquila y pacífica, no sólo aprovecha al alma para muchos bienes sino para que en esas mismas adversidades se acierte mejor a juzgar de ellas y ponerles remedio conveniente.” No es un místico: es un guerrero que admite la provisionalidad de sus batallas. Siempre recuerda las palabras de Roberto Montenegro: “Basta abrir una historia del arte para reconocer tu lugar.”

A sus más de noventa años su cementerio crece, se expande por todos los costados del alma. Se han ido casi todos sus amigos, su hijo Xavier en plena juventud creativa. Pero en esa lucha de la vida y la muerte, triunfa la vida: el alborozo de los nietos que toman por asalto ese alcázar de humor, la activa espera de un reino posible, que acaso quedó atrás, ya que la felicidad sólo se dibuja en el recuerdo, se palpa cuando ya pasó como un instante perfecto, que alguien, en el sigilo de la noche, como la nodriza de Bergman en Gritos y susurros, leerá en un diario escondido.

Y triunfa la vida en sabio acorde con la obra, pues las esencias poéticas de ésta se trasladan a una forma de vivir propicia a la intimidad creadora, en la que salen sobrando reconocimientos, homenajes, condecoraciones; ruidos todos que impiden escuchar los murmullos casi inaudibles del alma y de las cosas, que impiden también construir sus sueños con paciencia y esmero, a sabiendas, como dice Borges, de que “nada se edifica sobre la piedra, todo sobre arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena...”