MIERCOLES Ť 13 Ť JUNIO Ť 2001

Javier Aranda Luna

El peso de la luz

El 12 de noviembre de 1967 Jorge Luis Borges compartió con la comunidad universitaria de Harvard una de sus preocupaciones literarias que lo habían acompañado en los últimos años: la sensación del fracaso de la novela. La prueba de su afirmación era sencilla: pocos conocen los personajes de las principales novelas del siglo XX. Algo que no ocurría, recordaba, con los personajes de las obras de Dante o de Shakespeare.

Creía que llegaríamos a sentir que la novela ''ya no nos acompaña" por todos los experimentos que ha sufrido el género. Pero si dudaba del futuro de la novela estaba convencido de la perdurabilidad del cuento y el relato, las estructuras básicas para contar historias.

En materia de imágenes existe una estructura básica para contar historias igual de perdurable. Me refiero a la fotografía: cientos de películas y videos digitales no han podido desplazar la sencillez de la instantánea y la historia que alienta.

Hace unos días se inauguró en el Museo Nacional de Arte una exposición de fotografías del siglo XIX que confirma lo escrito por Francisco de Quevedo: sólo lo fugitivo permanece. Las 52 fotografías que forman parte de la colección de Carlos Monsiváis son una clara muestra del poder de la imagen como antídoto contra el olvido, rito de integración y detonador de historias. El antes y el después al que invitan esas imágenes tiene su punto más alto, me parece, en la serie de fotografías de Benito Juárez. Su rostro imperturbable nunca cambia aunque las imágenes cambien. Aparece aquí en unas fotos de óvalo de carácter oficial, allá con su hermana y más allá el día de su boda con Margarita Maza. Las instantáneas de su vida son, digamos, los close up de una épica cuya historia forma parte de nuestra historia.

Héroes y niños, vivos y muertos, hombres del campo y la ciudad, mujeres anónimas y una emperatriz fueron captados por la lente del fotógrafo.

Fotos raras todas ellas son instantáneas de un encuentro único y poco común. Aparecen allí como en sesión espiritista la multitudinaria velación de Carranza; Pofirio Díaz y todo su gabinete; Carlota, la jovencísima emperatriz de 23 años y las perturbadoras imágenes de ''La muerte niña", los despojos vivos que sus padres usaron como un talismán para combatir el olvido. Y aunque las imágenes son lo fundamental de esta muestra fotográfica del siglo XIX, los montajes en que fueron hechas no resultan menos sorprendentes: existen retratos semejantes a los calendarios de Helguera montados en grandes botones de porcelana o en miniaturas para llevar en la solapa.

Cualquier retrato es una vuelta al pasado, al ya no es. Quien posa ante la cámara confirma lo efímero de sus días e invoca al futuro para no perderse. Su imagen es un alto en el camino y una constancia de vida. Su inmovilidad momentánea, la certeza de sus días.

Escribí líneas arriba que los equivalentes literarios de la fotografía podrían ser el cuento y el relato por su capacidad para construir historias. Tendría que agregar uno más: la crónica literaria que va de los Evangelios a Noticia de un secuestro, gran crónica-reportaje que reavivó la épica entre nosotros. Con su antes y después cada imagen fotográfica encierra entre luces y sombras una historia. El cuento de unos días, la cuenta de unas horas. La fotografía aclara, revela, muestra lo que se fue o a quien ya no está. El principio del retrato es el retorno. La muestra fotográfica del siglo XIX del Munal es una prueba, me parece, de la perdurabilidad de este arte cuyo peso verdadero no es otro que el peso de la luz.