Jornada Semanal,  17 de junio del 2001 
 Emmanuel Carballo
entrevista con
Martín Luis Guzmán

Una sabia naturalidad

Emmanuel Carballo entrevistó a nuestro miglior fabbro prosístico, Martín Luis Guzmán, en 1958. Publicamos esta entrevista por varias razones: a) su planteamiento magistral; b) las brillantes respuestas; c) su permanente actualidad; d) su función de promotora de la relectura de la majestuosa obra de Guzmán, y e) para constatar la extraordinaria labor crítica de Carballo. Los lectores escucharán con nosotros el estruendo de “la fiesta de las balas” y el rumor de “la carrera en las sombras”, y se enterarán de las fuentes en las que abrevó la prosa de Guzmán, de las afinidades y las diferencias que dieron forma a su vida y sus trabajos y, sobre todo, de su idea de la historia de nuestro país, de sus principios estéticos y de su experiencia del mundo.

Martín Luis Guzmán nació en la ciudad de Chihuahua el 6 de octubre de 1887. Su infancia transcurrió en Tacubaya y el puerto de Veracruz. De nuevo en la Ciudad de México, asiste a la Escuela Nacional Preparatoria, plantel “superior del liberalismo mexicano, liberalismo allí humanístico y amante de cuanto trasciende a cultura”. La Escuela lo inició, son sus palabras, “en el amor de las ideas claras y en el horror de las nebulosidades con que a menudo se pretende suplantar el verdadero conocimiento. Álgebra y geometría eran toda la preparatoria de aquellos años, y si sus enseñanzas ambulaban por entre abstracciones, éstas no procedían, por cierto, de la sola sonoridad abstracta de las palabras ni de sus denotaciones y connotaciones indefinibles”.

Los rasgos que distinguen al Martín Luis Guzmán adulto están ya implícitos en el Martín Luis Guzmán adolescente. La atmósfera y la enseñanza liberales de la preparatoria se transformarán, corriendo los años, en el sistema nervioso de su pensamiento y sus actos. Asimismo, la Preparatoria fijó las bases de su estilo: el culto por la palabra precisa, el apego al raciocinio sistemático, el placer de mezclar las voces cual si fuesen dóciles guarismos, la intención geométrica de agrupar los incidentes de la anécdota como si fueran caras que concurren a dar forma a un cuerpo. Estas cualidades apartan a Guzmán de la línea abigarrada, expresiva y mental, de nuestras letras. (En un prosista, el estilo debe ser conducción e inducción de hechos e ideas; si esto no ocurre se convierte en retórica.) Alguien dijo que el arte literario es, en cierto modo, el arte de la puntuación; de puntuar, activándolos, el ritmo y el asunto. Guzmán puntúa con igual habilidad la fiereza de Villa y la lucidez irónica de Obregón, la terquedad pueblerina de Carranza que el fervor iluso de Mina, el ritmo presuroso de La sombra del caudillo que el lentísimo ritmo de las Memorias de Pancho Villa, el ritmo de la estampa que el de la novela, el de la biografía que el de la historia.

Martín Luis Guzmán conversa con sabia naturalidad. Las palabras salen de su boca austeras e inteligentes. Por su duración, los silencios se identifican con los distintos signos ortográficos: la coma, el punto y coma, el punto y aparte. Al hablar, distingue los vocablos mediante el uso de las redondas y las bastardillas. En él todo es malicia, premeditación, cultura. En su mundo se halla abolido el azar: omite y emite juicios según las normas de su conveniencia.

¿Cuáles fueron sus iniciales trabajos literarios?
–Comencé a escribir hace cincuenta y ocho años, en 1900. Con un compañero de escuela, Feliciano Prado, edité en Veracruz una hoja quincenal, La Juventud, destinada (no esperábamos menos) a influir en las costumbres de la época. Creo recordar dos artículos que escribí en ese mi primer periódico: uno sobre Víctor Hugo, otro sobre El contrato social de Rousseau. Este periódico, como todos los de su género, duró muy poco: no hay que olvidar que yo tenía entonces sólo trece años.

–¿Y sus siguientes incursiones literarias?

–Continué escribiendo para mí mismo. En 1908 me atreví de nuevo a publicar. Ese año dije un discurso en una admirable procesión de antorchas que organizamos los estudiantes de las escuelas de México para conmemorar la Independencia. Se pronunciaron cuatro discursos. El mío versó sobre Morelos y el sentido social de la guerra de Independencia. Apareció en un periódico cuyo nombre he olvidado. Ahora y para mí, Morelos es una especie de gran Pancho Villa de la época en que lucharon realistas e insurgentes. Ese discurso permitió que me "descubriera" Jesús T. Acevedo, quien me llevó al Ateneo de la Juventud.

–¿Qué me cuenta de ese grupo?

–Allí, en las sesiones públicas y privadas, entablé amistad con José Vasconcelos, Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, Julio Torri, Carlos González Peña y algunos otros cuyos nombres se me escapan ahora. (Alfonso Reyes y yo nos conocíamos desde la Escuela Preparatoria: éramos compañeros). Semanariamente nos reuníamos en la biblioteca de Caso, donde leíamos y comentábamos libros fundamentales. Éramos grandísimos lectores, grandes conversadores: nos comunicábamos impresiones y analizábamos nuestras ideas. Todo nos preocupaba. Éramos muy serios. Por entonces empecé a sentir una vaga aspiración de ser escritor, de dedicarme a las letras por las letras mismas. Esta actitud está presente en mis escritos de 1908 a 1912. De estos años datan páginas sobre Justo Sierra y algunos ensayitos muy especiales y aéreos, Viajes de Puck. Más tarde, al estallar la Revolución, la posibilidad de escribir se tornó en mi manera de expresar ideas.

–Hábleme de sus conversaciones con los miembros del Ateneo.

–Recuerdo que en 1909, Pedro vivía en la calle de San Agustín, cerca de la Biblioteca Nacional. Mi casa estaba ubicada en Santa María, en la calle del Naranjo. Solía suceder lo siguiente: al finalizar una reunión, Pedro me acompañaba a casa. En el trayecto continuábamos charlando. Al llegar a los balcones de mi casa no habíamos concluido de exponer nuestras ideas. El camino lo recorríamos a la inversa: de la calle del Naranjo a la de San Agustín. Ya en la casa de Pedro, éste me decía: "Ahora sí, yo te encamino y regreso solo." Estas conversaciones peripatéticas se prolongaban de las ocho de la noche a las cuatro de la mañana. Mi familia me preguntaba qué era lo que hacíamos Pedro y yo. Nos oían hablar durante cinco o diez minutos bajo los balcones de casa. Después, enmudecíamos por espacio de dos horas. Por fin volvían a escuchar nuestras voces. En mi casa ignoraban que los silencios estaban destinados a caminar. En 1912, ya estaba casado. A Pedro (gran amigo, gran trabajador, hombre riguroso, inflexible) se le metió en la cabeza que era imprescindible que aprendiera latín. Los nuevos deberes para ganar el sustento me obligaban a trabajar más duramente. Pedro llegaba a casa, todos los días, entre las nueve y las diez de la noche. En ocasiones, ya estaba acostado. Pedro me sacaba de la cama: "No señor, es la hora de la clase de latín."

–¿Con qué otras personas sostenía esas charlas interminables?

–Con casi todos los ateneístas. En cierta ocasión, llegué a visitar a Julio Torri a las nueve de la mañana. Julio vivía en una ruinosa casona de Isabel la Católica, en la que ocupaba un cuarto. Para llegar a él era necesario recorrer largos y estrechos corredores, subir varios tramos de escalera. En ese momento, Julio se afeitaba. Me pidió que me sentara mientras concluía su arreglo. Después iríamos juntos a desayunar. La charla hizo que nos olvidásemos de todo. Cuando nos dimos cuenta eran las dos de la tarde. Salimos juntos a comer. Igual me ocurría con Antonio Caso. Me invitaba frecuentemente a comer en su compañía. La sobremesa  se prolongaba tanto que cuando quería marcharme ya no transitaban tranvías a Tacubaya, sitio de mi nueva casa. Me quedé, de ese modo, varias noches a dormir en su casa. A pesar de nuestra amistad estrecha, Antonio y yo nunca nos tuteamos. A Reyes, como ya lo he dicho, lo conocí en la preparatoria; sin embargo, aún ahora, nos hablamos de usted. Nuestra vida estaba arreglada en tal forma que vivíamos constantemente cerca de los libros: éramos bibliotecarios, profesores de lengua nacional o de literatura. Sólo así se explica ese nuestro lujo, la perpetua Academia en que transcurrían nuestros días.

–¿Cuáles son los rasgos distintivos de la generación del Ateneo de la Juventud?

–Caracterízase este grupo (el espaldarazo se lo dio Justo Sierra, el maestro por antonomasia) por una cualidad de valor inicial indiscutible, si bien de mérito muy diverso y abierto a todas las apreciaciones en cuanto a la realización personal: la seriedad. La seriedad en el trabajo y en la obra; la creencia de que las cosas deben saberse bien y aprenderse de primera mano, hasta donde sea posible; la convicción de que la actividad de pensar como la de expresar el pensamiento exigen una técnica previa, por lo común laboriosa, difícil de adquirir y dominar, absorbente, y sin la cual ningún producto de la inteligencia es duradero; el convencimiento de que ni la filosofía, ni el arte, ni las letras son mero pasatiempo o noble escapatoria contra los aspectos diarios de la vida, sino una profesión como cualquier otra, a la que es ley entregarse del todo, si hemos de trabajar en ella decentemente, o no entregarse en lo mínimo.

–¿Y este propósito, don Martín, se llevó íntegramente a la práctica?

–Sin duda que, dadas las condiciones tradicionales de México en materia cultural, un propósito de esta especie había de exceder necesariamente a su implantación práctica. Baste recordar que mucho se habló y escribió en este grupo sobre Grecia, sobre su literatura, su arte, su filosofía, sin que ninguno de sus miembros conociera una sola palabra del griego. Mas no por eso el impulso primitivo resultó menos fructuoso. Se puede ser un escritor o un pensador modesto, se tiene derecho a serlo. No se debe ser un escritor o un pensador improvisado durante toda la vida. Los peores enemigos de las sociedades informes son justamente los genios esporádicos; ellos las retienen en su desorden primero, ellos no las dejan armonizarse ni avanzar. Únicamente la especialización rigurosa hace pueblos completos y organizados, porque en ellos nadie adquiere derecho a la universalidad si antes no ha dominado su oficio.

A este respecto dice Guzmán en La querella de México (1915): "Vivimos aún en la dorada etapa del genio, del hombre maravilloso que, en un rato perdido, se torna grave y explica el mundo. Además, confundimos las ideas, confundimos los valores: creemos que lo mismo es un abogado que un humanista, un cirujano que un biólogo, un boticario que un químico... Tampoco falta en nuestras escuelas la figura de tal cual sabio varón, cuya ciencia ponderan todos, todos ensalzan, si bien a nadie es dado comprobarla por sí mismo, pues esos nuestros sabios poco hablan y jamás escriben." Los años no han mellado los juicios de Guzmán: aún padecemos la confusión, la improvisación y el fraude.

–En síntesis, ¿cuál es la aportación del Ateneo a la vida cultural del país?

–La fidelidad a la vocación, el amor al oficio, el repudio de la improvisación.

–Ahora, don Martín, ¿cómo ve la obra de sus compañeros? Empecemos con José Vasconcelos.

–Vasconcelos era para nosotros el genio. En todo se traslucía así: en sus hechos, su pensamiento, los escritos que nos leía. Desde el punto de vista de dar forma literaria al pensamiento es uno de los grandes valores que ha producido México. Dicen, él mismo lo ha dicho, que es desaliñado; sin embargo, cuando uno lee no lo advierte, porque cabalga sobre las ideas. En las cenas a que concurríamos el núcleo del Ateneo (pagadas, casi siempre, por el propio Vasconcelos) éste nos leía unas cuantas cuartillas. En ellas cuidaba minuciosamente el estilo. Quedábamos en suspenso, fulminados por su prosa magnífica.

–¿Qué opina de sus cuatro tomos de memorias?

–Su obra es como él mismo: grande en sus errores, grande en sus aciertos, inmensurable en sus contradicciones, en sus injusticias. Si al pensamiento de Sócrates lo guiaba un demonio, al de Vasconcelos lo guía el demonio de la pasión. Cuando ésta es generosa aparece el verdadero Vasconcelos, el que todos hubieran esperado; cuando es pequeña, lo confina a la región de las tinieblas. Si Vasconcelos hubiera sido consecuente con sus grandes facultades y con su genio creador, habría sido en las letras nacidas al calor de la Revolución lo que es Diego Rivera en la pintura.

–¿Y de Antonio Caso?

–Era el gran expositor de la filosofía. Estaba tan ocupado en conocer a fondo el pensamiento de los demás, que se olvidaba de cultivar el suyo propio. Por eso tardó tanto tiempo en trazar una filosofía personal. Yo no he oído a nadie, ni en Francia (al decir Francia me refiero a la Sorbona) ni en España (Universidad Central de Madrid), ni en Estados Unidos, exponer como él en la cátedra sistemas filosóficos, aclarar el pensamiento de los grandes filósofos. En esta cualidad de Antonio influía seguramente otra de sus virtudes: era un gran orador.

–¿Cómo juzga el apostolado cultural de Henríquez Ureña?

–Pedro es un valor mexicano, ya que se formó fundamentalmente en nuestro país. Cuando llegó traía una cultura literaria de signo predominantemente francés e inglés; desconocía, casi por completo, la filosofía y las ciencias. Caso y Ricardo Gómez Robelo lo guiaron en el aprendizaje de la filosofía. Aquí descubrió a los clásicos españoles y se familiarizó con ellos. De ese esfuerzo por formarse una cultura filosófica y ensanchar sus conocimientos literarios yo me beneficié muchísimo. Me descubrió a Schopenhauer y a Kant. Yo por mi cuenta descubrí después a William James y a Bergson. A él le debo, además, el conocimiento de algunos autores ingleses fundamentales.

–Hábleme de ese escritor que, como usted, se ha evadido de la constante barroca que rige a nuestra letras, Alfonso Reyes.

–Habría podido escribir lo que se hubiera propuesto. Alfonso es la conciencia de una época literaria; es lo que es, lo que ha querido ser. De esto deja testimonio en su obra de erudito y de humanista. Su estilo es un fluido transparente. Dice todo lo que quiere con la palabra exacta. Aun estando materialmente lejos muchas veces, siempre nos hemos sentido cerca y nos hemos entendido en cuanto concierne a las letras y a toda actividad relacionada con la cultura.

–Pasemos de la obra abundante a la obra parca, de Reyes a Torri.

–Julio era el espíritu ágil, sutil, humorista. Nunca de un humorismo superficial. Siempre de gran elegancia y sobriedad para escribir, para hablar, sobre todo para hablar. En las cenas del Ateneo, Torri era el amo y señor de la conversación. Sólo se oía su palabra. Todos los demás escuchábamos, escuchábamos atentos.

Guzmán, en el libro A orillas del Hudson ("El coleccionador de ataúdes"), llama a Julio Torri "humorista audaz".

–Volvamos, don Martín, a sus escritos. Además de los tempranos artículos periodísticos, del discurso sobre Morelos, ¿qué otros géneros cultivó en los años mozos?

–Siempre la prosa. No me gusta escribir poesía. He usado el metro, el ritmo y la rima sólo en ocasiones imprescindibles: hice sonetos en el sexto año de la escuela primaria. Nuestro profesor, romántico rezagado que vestía de negro, usaba sombrero de alas anchas y chalina negra, era poeta y nos obligaba a componer poesías. Después, de cuando en cuando y en forma íntima, contesto recados en verso con otros iguales.

–¿Por qué escribe usted?

–Un impulso interno me movió a escribir a los trece años. Ese mismo impulso me sigue dictando las páginas de mis libros, como hace más de medio siglo.

–¿A qué horas escribe?

–Escribo generalmente por la noche y en las altas horas de la madrugada. Solamente en el silencio está uno consigo mismo. El momento en que la inteligencia se decanta y el estilo adquiere tajante desnudez llega, en mí, a las cinco de la mañana. Se deja atrás, después de ocho horas de labor, todo lo superfluo y queda solamente lo esencial, como el trozo estricto de acero desprovisto de la escoria del metal. En estas horas de silencio hasta el pequeño ruido me perturba, sobre todo en ciertos pasajes. Abandono la máquina de escribir y tomo el lápiz. Con lápiz he escrito, por ejemplo, casi todas las Memorias de Pancho Villa, varios capítulos de El águila y la serpiente: "Una noche en Culiacán", la primera parte de "La carrera en las sombras" y "La fiesta de la balas", así como otras cosas.

–¿A qué se debe que algunos textos los escriba a máquina y otros a lápiz?

–A nada en especial. Obedezco un impulso. Buena parte de mi obra la he escrito a máquina. En ciertos momentos me duele escribir así. Abandono la máquina y casi sin sentirlo escribo a lápiz.

–¿Cómo define usted su estilo?

–Creo ser un escritor reflexivo. Mientras no veo una cosa, un personaje, una escena, no los puedo describir. Cuando me refiero a ideas y no a hechos no consigo expresarlas hasta que las reduzco a una especie de diagrama. Cada vez que releo mis obras me gustan menos, quisiera modificarlas. Soy un inconforme constante conmigo mismo. Nunca he quedado satisfecho de ninguno de mis libros.

–¿Cuáles son los influjos más visibles de su obra?

–En mi modo de escribir lo que mayor influjo ha ejercido es el paisaje del Valle de México. El espectáculo de los volcanes y del Ajusco, envueltos en la luz diáfana del Valle, pero particularmente en la luz de hace varios años. Mi estética es ante todo geográfica. Deseo ver mi material literario como se ven las anfractuosidades del Ajusco en día luminoso, o como lucen los mantos de nieve del Popocatépetl. Si no, no estoy satisfecho.

–Se ha referido a los estímulos externos; dígame, ahora, cuáles son los autores que le ayudaron a descubrir y practicar su estilo.

–Desde muy niño me cautivaba la prosa de Rousseau y no puedo decir que las de muchos autores griegos y latinos porque desconozco esas lenguas, pese a los desvelos de Henríquez Ureña porque aprendiese el segundo. A través de traducciones me apasionaban Tácito y Plutarco. Al lado de estos autores debo mencionar (si no la lista sería incompleta) a Cervantes, Quevedo, Granada y Gracián. En lengua inglesa la cita de William Hazlitt es obligatoria. Esos son mis maestros en cuanto a la prosa.

–En un ensayo recogido en A orillas del Hudson, fechado en 1917, usted manifestaba que México aún no poseía una literatura propiamente nacional, es decir, "una corriente de pensamiento sobre la vida y la naturaleza con características internas y externas discernibles, una manera de interpretar emotivamente las cosas, conforme a una sensibilidad peculiar". ¿Cree usted que después de más de cuarenta años poseemos ya una literatura con esas características?

–Una literatura ya formada, con personalidad nacional, creo yo que sí existe. Es, como la pintura, producto de la Revolución. Esas características las advertimos en las obras que cuentan ese enorme drama que se inició en 1910. Hasta ese momento México no poseía una personalidad consciente de sí misma. La Revolución viene a completar el impulso nacionalizador iniciado con la Independencia y continuado espiritualmente con la Reforma. Después de la cosecha del Ateneo y de la literatura que produjo directamente la Revolución no ha surgido, en conjunto, un movimiento que signifique cualitativamente algo mayor.

–¿A qué atribuye la manifestación espiritualmente tardía de las letras patrias?

–Si en la lucha que sostuvo el imperio español contra el imperio inglés hubiera triunfado España, las Cartas de relación de Cortés y la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo se habrían convertido en el cimiento de una gran literatura mexicana, que tendría ya varios siglos de vida. El triunfo correspondió a Inglaterra.

–¿Y posteriormente?

–La Independencia de México la consumó la clase opresora y no la clase oprimida de la Nueva España. Los mexicanos tuvimos que edificar una patria antes de concebirla puramente como ideal y sentirla como impulso generoso; es decir, antes de merecerla. En estas condiciones no podíamos crear una auténtica literatura nuestra. La Reforma trató de realizar la verdadera Independencia, de romper interiormente el orbe colonial. No hubo tiempo: apareció Porfirio Díaz.

–¿Qué ocurrió durante el porfiriato?

–Díaz instituyó la mentira y la venalidad como sistema, el medro particular como fin, la injusticia y el crimen como arma. Los escritores de esos días, las excepciones, algunas preclaras, no bastan a cambiar el cuadro, ¿qué hicieron por su patria? ¿Dónde está el acto o la palabra que los vinculan con sus antepasados, los hombres de la Reforma? ¿Qué esfuerzo hicieron ellos para acabar con la abyección nacional, con la ruindad y la mentira nacionales, con la injusticia nacional, con la profunda, profundísima inmoralidad mexicana? Tiempo y ocasiones les faltaron para sonreír al tirano y sumirlo más en su creencia imbécil de que salvaba a la patria; tiempo les faltó para cortejar a los hombres de la camarilla presidencial, o a sus amigos, o a sus criados, a caza de concesiones, favores y empleos.

–Llegó la hora de la Revolución.

–Y como las revoluciones no se hacen con los miembros honorables de las asociaciones de padres de familia (personas morigeradas que se acuestan a las ocho de la noche y están de nuevo en pie a las seis de la mañana del día siguiente), entraron a escena hombres que conciben el desorden como instrumento creador, hombres que no olvidaron aquella afirmación de la Biblia: "Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la haz de las aguas." Sólo en el desorden es posible separar las tinieblas de la luz. La superabundancia vital de estos hombres trastocó la rígida tabla de valores en ejercicio, sacó al país de los carriles habituales: destrozaron las rutas existentes para crear otras nuevas más acordes con la realidad nacional. La literatura cobra cuerpo a partir de ese momento; adquiere tono peculiar, características internas y externas discernibles; justifica su existencia y posee razón de ser.

–Según el colofón, el 25 de diciembre de 1915 se acabó de imprimir, en las prensas de la Imprenta Clásica Española de Madrid, su primer libro, La querella de México. ¿Qué se propuso al escribirlo?

–En mi primer destierro (el que duraría cinco años después del triunfo de Carranza sobre Villa) acometí este ensayo de coordinación histórica y política nacional, pensando que así había de revelárseme la virtud unificadora de lo mexicano en el curso de su evolución, y que a lo largo de esa hebra podrían engarzarse, con igual resplandor que los hechos y los hombres de 1810 a 1821 y los de 1856 a 1867, los de 1910 a 1915. Pero fracasé en el intento, en parte por incapacidad, y en parte porque me esterilizó el ver convertirse en ideas, imágenes que me cautivaban como hombres, y en diagramas y especulaciones teóricas, hechos que para mí vivían como acontecimientos. Como traté de exponer un mal, en La querella de México hago rápida abstracción de las cualidades del pueblo mexicano y sólo me ocupo en notar algunos de sus defectos. En el momento de su publicación, este opúsculo formaba parte de una obra extensa donde se estudiaban las cuestiones palpitantes de México y las figuras surgidas en la lucha entre las facciones villista y carrancista. A pesar de los años transcurridos, La querella... sigue teniendo vigencia y actualidad.

–El año de 1920, en la Ciudad de México, la Librería Editorial Andrés Botas e Hijo publicó su segundo libro. Entre corchetes, usted enumera el contenido: ensayos y poemas, crítica, política y varia. ¿Cómo define esta obra dedicada a Vasconcelos?

–A orillas del Hudson es la obra de un mandarín de las letras. En casi todas sus páginas domina la doctrina del arte por el arte.

–¿Qué me cuenta de su primera obra narrativa, El águila y la serpiente?

–Se iba a llamar A la hora de Pancho Villa. A Manuel Aguilar, quien la editó en Madrid el año de 1928, le desagradaba el título. De una lista de cuatro o cinco nombres que le llevé, escogió éste, el de El águila y la serpiente. Yo la considero una novela, la novela de un joven que pasa de las aulas universitarias a pleno movimiento armado. Cuenta lo que él vio en la Revolución tal cual lo vio, con los ojos de un joven universitario. No es una obra histórica como algunos afirman; es, repito, una novela. La sombra del caudillo, asómbrese usted, al mismo tiempo que una novela, es una obra histórica en la misma medida en que pueden serlo las Memorias de Pancho Villa. Ningún valor, ningún hecho, adquiere todas sus proporciones hasta que se las da, exaltándolo, la forma literaria. Es entonces cuando adquiere rango de verdad, y no cuando lo mira con sus sentidos vulgares un historiador cualquiera, que ve pero que no sabe entender, expresar, lo que sus ojos han mirado. Las verdades mexicanas están allí por la fuerza literaria con que están vistas, recreadas.

–¿Cómo surgió La sombra del caudillo (Madrid, Espasa-Calpe, 1929), la primera gran novela política mexicana?

–Estaba escribiendo la primera parte de una trilogía novelística que pintaría la Revolución convertida en régimen de gobierno. La primera parte se encararía con la etapa de Carranza, la segunda con la de Obregón y la última con la de Calles. Llegaron a Madrid, por esos días, los periódicos mexicanos que relataban la muerte del general Serrano; esos mismos periódicos insertaban las doce o trece esquelas, no recuerdo, de los hombres sacrificados en Huitzilac. De pronto me vino la visión de cómo esos acontecimientos podían constituir el momento culminante de la segunda de las novelas. Abandoné mi trabajo y con verdadera fiebre me puse a escribir La sombra del caudillo, arrebatado por la emoción. Los cuatro últimos capítulos los escribí en un día. Todos los personajes que allí aparecen son réplica de personajes reales, menos uno, Axkaná González, que como su nombre lo indica tiene sangre de las dos razas: la indígena y la española. Axkaná representa en la novela la conciencia revolucionaria. Ejerce en ella la función reservada en la tragedia griega al coro: procura que el mundo ideal cure las heridas del mundo real.

–¿Cuál es la anécdota o las anécdotas que cuenta La sombra del caudillo?

–Cuenta dos dramas de la política nacional: el que desemboca en el movimiento delahuertista y el que concluye con la muerte de Francisco Serrano.

–Dígame, ¿qué seres de carne y hueso le sirvieron de modelo para crear a los personajes de La sombra del caudillo?

–El Caudillo es Obregón, está descrito físicamente. Ignacio Aguirre –ministro de la Guerra– es la suma de Adolfo de la Huerta y del general Francisco R. Serrano; en el aspecto externo su figura no corresponde a ninguno de los dos. Hilario Jiménez –ministro de Gobernación– es Plutarco Elías Calles. El general Protasio Leyva –nombrado por el Caudillo, tras la renuncia de Aguirre, jefe de las operaciones en el Valle, y partidario de Jiménez– es el general Arnulfo Gómez Emilio. Oliver Fernández –"el más extraordinario de los agitadores políticos de aquel momento, líder del Bloque Radical Progresista de la Cámara de Diputados, fundador y jefe de su partido, ex alcalde de la Ciudad de México, ex gobernador"– es Jorge Prieto Laurens. Encarnación Reyes –general de división y jefe de las operaciones militares en el estado de Puebla– es el general Guadalupe Sánchez. Eduardo Correa –presidente municipal de la ciudad– es Jorge Carregha. Jacinto López de la Garza –consejero intelectual de Encarnación Reyes y jefe de su estado mayor– es el general José Villanueva Garza. Ricalde –líder de los obreros partidarios de Jiménez– es Luis N. Morones. López Nieto –líder de los campesinos, partidario, como el anterior, del ministro de Gobernación– es Antonio Díaz Soto y Gama.

–Sé que La sombra del caudillo fue recibida por la crítica mexicana con entusiasmo. Estoy enterado de que Victoriano Salado Álvarez escribió una reseña que termina así: "Si de toda la sangre y de todo el dolor que Guzmán ve acumulados surge una obra de verdad, sincera y fuerte como La sombra del caudillo, celebremos que esta época de tristeza haya encontrado su pintor y su novelista." Lo que desconozco es la reacción de los políticos, que pudieron ver en ella un documento que registrara sus fechorías.

–Cuando llegaron a México los primeros ejemplares de La sombra del caudillo, el general Calles se puso frenético y quiso dar la orden de que la novela no circulara en nuestro país. Genaro Estrada intervino inmediatamente (intervino por propia iniciativa) e hizo ver al Jefe Máximo de la Revolución que aquello era una atrocidad y un error. Lo primero, por cuanto significaba contra las libertades constitucionales y lo segundo, porque prohibida la novela circularía más. El gobierno y los representantes de Espasa-Calpe (editorial que publicó la obra), a quienes se amenazó con cerrarles su agencia en México, llegaron a una transacción: no se expulsaría del país a los representantes de la editorial española, pero Espasa-Calpe se comprometía a no publicar, en lo sucesivo, ningún libro mío cuyo asunto fuera posterior a 1910. En Madrid, la editorial se vio obligada a cambiar el contrato en virtud del cual yo tenía que escribir cierto número de capítulos al año, y el cambio se hizo de acuerdo con el requisito impuesto por Plutarco Elías Calles. Por ello, volví la vista un siglo atrás, y así nacieron Mina el mozo, Filadelfia, paraíso de conspiradores, Piratas y corsarios y otras obras que quedaron en sus principios, éstas todavía de épocas más remotas como la biografía de Drake y la biografía del Golfo de México.

–Hábleme de los trabajos y satisfacciones que hay detrás de las páginas de Mina el mozo.

–Es el libro que más trabajo me ha dado, no solamente consultando los archivos históricos de España y Francia, sino recorriendo, muchas veces a pies, varias regiones de ambos países. Largos viajes por las carreteras de Navarra, de Aragón, de Cataluña y visitas a muchos de sus pueblos igual que a otros del sur de Francia, no me valieron a veces más que una o dos líneas para el libro. Pasé meses en los archivos históricos de París y no sé cuánto tiempo en los de Madrid, Pamplona y Burdeos. Además, mi esfuerzo fue mayor porque me propuse pintar una vida de Mina tan llena de los pensamientos, de los sentimientos y de las emociones del héroe y tan envuelta en su ambiente propio como si yo hubiera estado junto a él en los dos lustros de sus hazañas, su cautiverio y sus angustias. ¿El estilo? Mi afán de siempre: lograr con el menor número de palabras significativas las visiones más amplias o más hondas.

–¿Qué me cuenta de las Memorias de Pancho Villa?

–Preparo lentamente las cuatro últimas partes. Me darán aproximadamente ochocientas páginas. Si se suman a las mil ya publicadas, se deduce que es mi libro más voluminoso. Es, si se tienen en cuenta los años en que aparecieron las primeras ediciones de los tomos que han salido a la venta, el libro mío que mayor éxito editorial ha alcanzado. En las Memorias... no hay una sola palabra que no se base en un testimonio ocular y de primera mano, o en un documento. Redactarlas significó para mí meterme en el cuerpo y en el alma de Villa: expresar sus impulsos y su acción revolucionaria; contado, todo ello, como él lo hubiera hecho. El germen de las Memorias... data de las innumerables conversaciones que sostuve con él: Villa era un fabuloso conversador; yo, público entusiasta. Al finalizar éstas, trasladaba al papel, con fidelidad, lo que había escuchado. Algunos de mis giros más castizos, de mis palabras preferidas se los debo a Villa. Su lenguaje campesino, viejo de siglos, daba la impresión de estar recién acuñado: se advertían en él los cantos, los relieves, las efigies... Las Memorias..., para que las siga el lector, se deben leer como mucha gente lee El Quijote: abrirlas al azar y leer unas cuantas páginas. A Villa no se le había puesto en su lugar hasta que escribí las Memorias... El hombre que aquí aparece es el verdadero Villa, no el deformado por las leyendas contradictorias difundidas por amigos o enemigos. Tengo el orgullo de decir que mientras no se le levante, en la Ciudad de México, el monumento que merece, y lo merece por haber sido la expresión humana de la fuerza que hizo posible la Revolución, su monumento es mi libro.

–Abandonemos, por un momento, sus libros. ¿Cómo juzga a Zapata, en contraposición a la figura de Villa?

–Zapata más que una persona es una leyenda; Villa está por encima de todas las leyendas.

–¿Qué libros prepara, además de las cuatro últimas partes de las Memorias...?

–Tengo escritas ciento cuarenta y cuatro cuartillas de Muertes paralelas. Algunas de ellas las publiqué, hace años, en El Universal. El prólogo lo constituye la muerte (la única natural en todo el libro) de Porfirio Díaz. Otras muertes que ya tengo redactadas o estudiadas son las de Madero, Carranza, Villa, Obregón, Zapata, Lucio Blanco (el hombre que repartió tierras en Tamaulipas en 1913, antes que Zapata), Aguirre Benavides, José Isabel Robles, Felipe Ángeles...

–Dígame, por último, ¿cuál es su propia tabla de valores respecto a sus libros?

–Mi libro preferido es El águila y la serpiente. Sería fácil, dada su técnica, escribir cinco o seis tomos con ese tono y estilo. Por su estructura y trascendencia me interesa más La sombra del caudillo. Como creaciones literarias me gustan más Mina el mozo y las Memorias de Pancho Villa.