Ojarasca 50  junio 2001

Frontera cero,

identidades traspasadas


Vroman.1Así como hay momentos verdaderamente momentáneos en los que todo parece sumergido en la inmutabilidad fatal del así son las cosas, existen momentos históricos en los que todo se mueve, lo sólido se desvanece en el aire (après Marx, Marshall Berman dixit), y suceden cosas bizarras como el que una nación completa se vuelva frontera. De sur a norte, México se ha convertido en puente, escala y coladera de todo un continente, el más largo y austral del planeta. Somos el pasaje geográfico, lingüístico y cultural entre la América Latina y el Gran Gabacho.

Hasta hace relativamente pocos años éramos justamente lo contrario.

Nuestro país servía de dique, muro de nopal y escudo para la cultura del sur, en tierras de riqueza siempre codiciada por Estados Unidos: el subcontinente bananero, tablero donde rifa la doctrina Monroe, donde ellos acaparan el copyright de América y nosotros somos el traspatio.

Luego de sufrir la anexión a las barras y estrellas de la mayor tajada territorial que ha perdido algún país en el continente después del asentamiento de las colonias europeas, el río Bravo quedó como símbolo subrayado en los mapas y la conciencia. Donde terminaba la civilización y comenzaban la barbarie y la carne asada, pensó el Ulises criollo, no falto de razón; atestiguaban a su favor los milenios de Mesoamérica (lo que de ellos quedara) y una cultura hispanoamericana que ya en los buenos tiempos de don Vasconcelos representaba una prometedora construcción civilizatoria.

Pero las arenas movedizas se adueñan periódicamente del devenir histórico, y hoy leemos de otras maneras nuestro pasado. Se incluye un distinto presente, en el que el sistema político y el marco cultural creado, con frecuente mérito, por los mestizos castellanizados, dejaron de ser lo único nacional. La historiografía futura se deleitará registrando los cambios sociales que transforman nuestra actual noción del pasado. Dos discursos, dos visiones de fuerza contrapuesta disputan hoy la interpretación de la historia y los usos del destino nacional.

Una visión oscila voluntaria, programáticamente, hacia la integración con un imperio yanqui que no da muestras de cansancio, irresistible como nunca. El sueño a escala boricua de ser estado libre y asociado, una estrella más, predomina sin pena ni rubor entre las clases gobernantes y las élites financieras e intelectuales.

La otra visión, que por primera vez en 500 años no es la de los vencidos, ha develado a los ojos de México y el mundo un país distinto, más complejo y plural de lo que reconocían la historia y las leyes. Lo han hecho con tal elocuencia que ni la represión ni el ninguneo le impidieron ponerse en el centro. Con la novedad, mi jefe, de que no hubo modo de dispersarlos. Qué lejos queda la pesquisa de Samuel Ramos y sus discípulos Octavio Paz y Santiago Ramírez, por aquello de qué es ser mexicano.

La febril andanza de los días, acelerada después los setenta, hizo que tan fundamental pregunta, sin hallar suficiente respuesta retórica, dejara de importar. La identidad nacional, más firme de lo que pensaron los indagadores de la cuestión, se sumió en un caleidoscopio étnico, lingüístico, religioso y cultural donde todo resulta ser México pese a su honda diversidad.

Por aquellos tiempos los pueblos indígenas empiezan a migrar, a organizarse, a hablar y hablarse. En un lapso de dos décadas, llevan a la escritura cerca de 40 de las 56 lenguas originarias que se hablan en México, y antes de terminar el siglo XX, estos indígenas, "los olvidados de siempre" se sublevan con un ya basta salido de las sombras que alcanza trascendencia universal. Por primera vez desde la exportación del cacao, México es un verdadero patrimonio de la humanidad.

Entonces, mientras la globalización se impone globalmente y México deviene frontera total, los pueblos indígenas plantean un desafío a la sociedad mayoritaria, al sistema político y su presunta democracia, a la cúpula de gerentes (de hecho los verdaderos Adelantados ya se integraron mental y financieramente a la matriz del imperio, en carácter de sucursal), a la iglesia católica u oficial. Y precisamente cuando los códigos laborales se estrechan y los derechos de los trabajadores retroceden a los tiempos del capitalismo salvaje, los indios salen con que quieren autonomías, reconocimiento legal y moral a su diferencia y su inalienable mexicanidad.

En tanto, el trasiego de mexicanos (indios o no) hacia los campos, calles y plantas allende el Bravo se ha convertido en un fenómeno masivo que transforma el rostro del sur estadunidense. La identidad chicana, tan expresiva como ejemplar e incómoda, dejó de ser la única experiencia de otredad mexicana, de desarraigo incompleto, manifestación de un imaginario que se quiere cosmovisión.

La venta a marchas forzadas de la riqueza patria, siendo su privatización sinónimo de desnacionalización, y la genuflexa postura del Estado mexicano ante las empresas yanquis y el Departamento de Estado (pobre México, con Tlatelolco tan cerca de Colin Powell), van tendiendo una trama de acuerdos y planes santanescos que harán del país tierra de nadie, corredor que de Puebla a Panamá garantizará una retaguardia productiva que ya se divisa desde los techos de Ciudad Satétite, Querétaro y Zapopan, que tiene su enclave modelo en la indígena ciudad de Tehuacán (llamada Maquilahuacán por el ingenio popular), y su capital subcolonial en Monterrey, Nuevo León.

Todo esto, y más, es México. En lo que pareciera una cíclica reedición de la disputa entre liberales y conservadores de la era juarista, la tensión a que el país se encuentra sometido exige salidas inéditas. Padecemos un retorno a la moralina católica, una negación de la Revolución Mexicana y su estela cardenista, la pasiva acogida de prácticas al american way en política, consumo, y eso que llamábamos mentalidad.

Simultáneamente, se realiza una poderosa relectura del pasado desde ópticas indígenas, la celebración de los 500 años sale como tiro por la culata del colonianlismo, hito para el nunca más un México sin nosotros. Una recuperación del zapatismo, el magonismo y las luchas libertarias del mundo, trasladados a nuevas formas de resistencia y cultura política en la práctica del citadino de barrio, el colono de paracaídas, el migrante al estómago de la ballena blanca, el campesinado que fluye de Baja California y Chihuahua a Michoacán, Guerrero, Hidalgo, Oaxaca y Chiapas.

En medio de este huracán de sincretismos surtidos, una cosa queda clara: pocas oportunidades como la presente hemos tenido para leer tantas páginas juntas de nuestra historia, con cristeros en el gobierno y zapatistas en la selva. Pocas veces el destino de México había estado en juego así de grueso, cuando la democracia es una ecuación por despejar y el futuro una lucha que sigue y sigue. 
 

Hermann Bellinghausen


 
 
 
 
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