Jornada Semanal,  1 de julio del 2001 

Guillermo Samperio
el cuento del domingo

Sybil

Si algo tienen en común todos los demiurgos, es el deseo de que sus criaturas sean el reflejo fiel de una idea de perfección tan individual como aparentemente inalcanzable. Siguiendo los pasos de Mary Shelley en la literatura anglosajona, y los de Juan José Arreola en la mexicana, Guillermo Samperio hace surgir del cibernético e irrefrenable deseo de su protagonista a Wendy, compañera capaz de la sorpresa, a pesar de su pigmaliónica condición.
¿Nos ha sido dado saber a qué íntima necesidad, 
y no sólo eso, sino a qué superior y general utilidad
responden los actos que por ventura nos parecen
viles en estos hombres excelsos?
Tommaso Landolfi
El disgusto no abandonaba al ingeniero José Luis Roma viendo latir los rebordes del centro de la máquina en pulsiones rítmicas; las ocultas bocinas digitales emitían gemidos, respiraciones fuertes, algún pujido. Su enfado se dirigía también hacia sí mismo por confiar en Richard, primo hermano carnal por lado materno, de apellido Calva, un muchacho con aspecto tímido, raro, de lentes gruesos de carey; pasaba temporadas en la capital proveniente de L.A. y devoraba revistas de rock light, en español o en inglés. A Roma le parecía un poco hipocritón, en su timidez notaba cierta soberbia; su imposibilidad de convertirse en uno de los integrantes del grupo de jóvenes músicos, lo enmudecía más. Hablaba lo necesario; era funcional, como había dicho alguna vez

José Luis tenía que viajar a Caracas a dar una conferencia sobre nuevos dispositivos electrónicos, varios de los cuales él había creado. Richard tenía una semana y necesitaba quedarse otra. José Luis le dijo que podía hacerlo, se fue a Venezuela, la pasó bien y regresó. Richard le había dejado una nota: “Jose Louis: Un compás negro dibuja círculos viciosos; estos círculos pueden ser rotos por cualquiera de sus partes. Mil gracias: Richy.”

Roma no entendió el menaje, si es que lo tenía; pensaba que era como decir un compás blanco dibuja círculos virtuosos y el azul, espirituales, y así le podía seguir. Respecto de quebrar los círculos viciosos, Richard tenía razón, pero si hay más provecho que desastre puede ser gozoso. Le vino a la mente el día en que llegó el dispositivo, comprado a un distribuidor clandestino, apodado Barbarroja. Lo único que traía la caja era un órgano sexual femenino, sus conexiones y un instructivo en tres idiomas, entre ellos el japonés. Lo probó varios días y supo que había comprado el dispositivo oportuno. Sin embargo, no le bastaban los anteojos tetradimensionales que le mostraban escenas eróticas.

Se puso a trabajar en el diseño de un cuerpo de mujer para adaptárselo al módulo sexual. En la práctica, reprodujo el maniquí de una especie de actriz hollywoodense y le puso por nombre Wendy. Con una red de conexiones internas, la muñeca generaba temperatura, podía besar, mover las piernas, reproducir palabras y monosílabos excitantes, además de oler a mujer. Le mandó confeccionar ropa coqueta y se volvió una compañera de trabajo para Roma. Por lo regular, Wendy llevaba zapatos de tacón rojos y un vestido ajustado color verde seco. Cuando iba a venir gente, simplemente la desconectaba y la ponía ante un tocador en un pequeño cuarto que le había adaptado a ella, donde a veces dormían juntos, ella enchufada a una laptop.

En las temporadas que tenía visitas, cerraba el cuarto con llave y se iba a hurtadillas con ella alguna madrugada. Una noche, al entrar al cuarto de Wendy, se topó con Richard y ya no pudo ocultarle nada. De cualquier manera, los dispositivos de la erotomanía electrónica se habían vuelto tan usuales; era seguro que su primo tuviera uno en L.A..

Al poco tiempo, surgió lo de su viaje a Caracas y el regreso a su soledad y, desde luego, a la compañía de la muñeca. Como en sus viajes se alborotaba un poco, durante diez días estuvo con Wendy, tanto en la recámara como en el estudio. Una mañana, en el baño, Roma notó manchas violáceas en su entrepierna. Aunque Wendy estaba vacunada con los más modernos antivirus, estaba expuesta a cualquier novedad. No dudó en ningún momento de que el responsable había sido el hijo de puta de Richard Calva; tras su rostro de inteligente atolondrado había un perverso promiscuo. Dos cosas hizo José Luis de inmediato: primero, destrozarle el sistema electrónico a Richard en L.A., mandándole los virus que había creado esa primavera; después, llamarle a Barbarroja para pedirle el antivirus pertinente. En el momento en que el pirata escuchó el cuento, se doblaba de risa en la pantalla telefónica y su barba se unía a su vientre. Al final, vacunó a Wendy, a José Luis; las manchas desaparecieron y vino la calma.

Unos tres meses después, notó que Wendy se desconfiguraba y parecía una mujer frígida. Roma revisó la red de conexiones de su compañera y la encontró bien, pero las desconfiguraciones siguieron. José Luis llamó de nuevo a Barbarroja quien, para el caso, se hizo presente de inmediato; vino en una moto potente de tres llantas, estilo segunda guerra mundial. En la parte del copiloto había puesto una caja de maravillas electrónicas. Revisó a Wendy, sus conexiones, probó varios programas; movía la cabeza en señal negativa, el sudor bajó a su barba. De pronto, explotó en una risa tumultuosa, se pasó el antebrazo por la frente, se acercó a Roma, lo abrazó y dijo:

–Tu mujer está embarazada.

De momento, Roma se sintió contento, pero con los días le vino la duda de si lo que iba a nacer era suyo o de Richard. Una madrugada quiso desconfigurar a Wendy para siempre, desarmarla y perderla, pero se le fue haciendo costumbre esperar a que viniera lo que viniera.

Con lío familiar de por medio, pensó en la frase de una canción de Andrei Calamaro: no hay más verdad que la verdad. Y entonces, esperó y allí estaba, frente a ella, Wendy, en los últimos momentos del trabajo de parto. Vio venir una cabecita de cabello oscuro y poco a poco salió un cuerpo breve de muñeca electrónica, bien concebida, sonora pues lloró. Con un instinto desconocido para él, el ingeniero José Luis Roma la recibió y la miró con curiosidad y cariño. Cuando le descubrió el lunar grande en la nalga izquierda, semejante al de él, supo que era hija suya. Encontrar un nombre no le resultó difícil y la llamó Sybil.