Jornada Semanal,  8 de julio del 2001 
Mariano Azuela

En Guadalajara 

“Estudiaba medicina y leía cuanta noveluca me caía en las manos”, nos cuenta Mariano Azuela, el crítico y poderoso novelista de los primeros momentos revolucionarios, en este fragmento de memoria que se ubica en la vieja Guadalajara. Leyó muchas novelucas hasta que un día preguntó “al más machetero de la clase”: ¿Quién es un tal Honorato de Balzac? Desde ese momento y esa lectura se inició la formación del novelista laguense que, hasta poco antes de morir, siguió leyendo y estudiando. Así lo demuestra La luciérnaga, la novela más experimental de su juvenil ancianidad.

Proseguí mis estudios en Guadalajara, en el Seminario, para continuarlos en el Liceo de Varones del Estado, para pasar de allí a la Escuela de Medicina. ¿Por qué medicina? Es uno de tantos enigmas de mi vida que nunca he logrado descifrar. Apenas se abrieron mis ojos a la luz de la razón y yo sabía con seguridad matemática que tenía que estudiar medicina.

Llegó el momento fatal: adiós a mi querido y dulce pueblecito, adiós a la trastienda, a la bodega y al tapanco, a mis libros predilectos y extraviados entre pilones de cascalote y garrafones de membrillo y anisete; adiós a mi rancho adorado que me dio horas y días como nunca más he disfrutado en mi vida.

Un día –cumplía quince años– amanecí entre cuatro paredes blancas y frías con el corazón en un puño. Oí tintineo de vasos, platos y vajilla, golpes de hacha de carnicero, murmullos e interjecciones. Mi cuarto, por una alta ventana, daba sobre el patio de la cocina en los bajos.

En los corredores vi graves menoristas imberbes, de sotana negra, cómicamente austeros y solemnes, absortos en sus breviarios voluminosos con muchas cintas de colores.

No bien terminé el curso de “Moral y Religión”, deserté del Seminario. La carrera sacerdotal nunca me atrajo y mi estancia en ese establecimiento fue meramente accidental. Me inscribí en el Liceo de Varones del Estado, revalidé los estudios hechos en Lagos y terminé mi estudios preparatorios. Si en el primer año Guadalajara sólo me había dado un desencanto con sus altos edificios, sus templos silenciosos, sus paseos y sus calles llenas de gente que me era ajena, tampoco en la casa de asistencia, donde discurrió mi segundo año, llenaba el vacío que la ausencia de mi pueblo había dejado en mi corazón. En esa casa el ambiente del Seminario seguía imperando. Casi todos los asistidos eran seminaristas, estudiantes de teología. Se observaba la más estricta disciplina: al alba todo el mundo debía estar en pie para ir a misa a Santa Mónica (otra vez el Seminario), a las seis desayuno de un vaso de leche con escaso pan, luego unos al colegio y otros a repasar sus clases. En dando la una, previa bendición de la mesa, por don Gumersindo, el jefe de la casa, se servía la sopa de fideos y los seminaristas, confortados, comenzaban a discutir. Se comenzaba el sermón de “mi maistro Silva”, la plática de “el güerito Díaz”, se reía de las inocentadas de “mi maistro Rositas y de mi maistro Reynoso” o bien se hacían polvo los errores propalados por el nefando Kant y por el infame Arthens, con citas de las Sagradas Escrituras, de los Santos Padres, amén de las ironías candorosas del patrón que, como expendedor de “Vino de Uva Legítimo para celebrar” y notario del curato de la Merced, se sentía con tamaños para tomar parte en las abstrusas disquisiciones de los padres de la iglesia en ciernes.

De pocas gentes conservo recuerdos tan gratos como del excelente don Gumersindo. Viudo ya, quitó la casa de asistencia, se fue a vivir por el barrio de Belén adonde, de paso al hospital, solía llegar a saludarlo. Seguía vendiendo vino de uva y escribiendo en el curato. Seguimos tan buenos amigos que en su casa viví mi último año de estudiante de medicina, con tanta libertad y contento como si hubiera estado en mi casa. Comprendí entonces la profunda verdad de una frase de Balzac: “No es de la lucha de las ideas sino del choque de los caracteres de donde nacen las antipatías.”

Un año nomás duré con los seminaristas de la calle de la Alhóndiga, frente a La Antigua Urgencia, a espaldas de la casa Cañedo; al siguiente me cambié a otra casa de asistencia de la calle de Belén, muy cerca de la Alameda, a poca distancia de la Escuela de Medicina y del Hospital Civil.

Entonces comencé a conocer la verdad de Guadalajara, a saborear el embrujo de esa capital que me habría de costar lágrimas abandonar al fin de mi carrera. Me establecí en mi pueblo natal. Lo amo, pero amo más la soledad, sobre todo esa soledad magnífica de los grandes centros de población donde podemos perdernos como en un bosque virgen, apurando la dicha inigualable de ser nadie donde nadie es todo el mundo entre quienes nos movemos.

En Guadalajara di, pues, con otra tierra, otros hombres y otros libros. María de Jorge Isaacs, Gil Blas de Santillana, el Caballero D’Artagnan, la dulce Margarita Gautier.

Estudiante bruja, sin un diez siquiera para el tranvía de “El Agua Azul”, refugio dominical para bolsillos vacíos –esa tarde fui a sentarme en una banca de la plaza de armas, a la hora quieta y solitaria en que por las aceras pasaban los últimos grupos de gentes engalanadas y presurosas, rumbo al Teatro Principal. Y estaba ahí, pensativo y tristón, cuando de pronto reparé en un caballero corpulento que conducían dos damas elegantes. Llevaba una mancha de sangre en el cuello y caminaba con pasos inciertos. Entraron por la puerta principal del Palacio de Gobierno y yo me precipité a satisfacer mi curiosidad de ocioso. Era el general don Ramón Corona, gobernador constitucional del estado, a quien un maestrillo de escuela, resentido y extraviado, acababa de pegar un tiro, suicidándose en seguida con la misma arma.

Tan magno acontecimiento tuve que relatarlo a mis familiares en una larga carta que seguramente amenicé con muchas exageraciones y hasta mentiras quizá, porque supe que había corrido de mano en mano entre muchos vecinos de mi pueblo. Aunque entonces no di la menor importancia al suceso, pienso ahora que fue mi primer triunfo literario.

Estudiaba medicina y leía cuanta noveluca me caía en las manos, y el día menos pensado hice el gran descubrimiento de esos años: di con lo que inconscientemente buscaba. En cambalache con un compañero a cambio de muchos Gaboriaux, Dumas y Ponson du Terrail, recibí un lote de otras novelas que no conocía, entre ellas tres tomitos de lomo café y cabeza dorada: Honorine, Ursule Mirouet, La couisne Bette. Tres tomitos que conservo como recuerdo muy grato de aquellos días. Y fue en una tarde de junio, al ponerse el sol, cuando “para ejercitar mi francés siquiera” abrí Ursule Mirouet y salí a leer en el balconcito de mi cuarto. A la primera página siguió otra y otras más hasta que oscureció totalmente. Encendí mi aparato de petróleo, reanudé la lectura y cuando a medianoche me metí en mi cama y extinguí la luz, mi corazón estaba muy alborotado y mi cabeza caliente.

Al otro día concurrí a mis clases con la mente ágil. En vano el maestro García Conde se propuso, como de costumbre, darme una siesta soporosa con su ensalada de células endoteliales, tejido conjuntivo, leucocitos y otras menudencias similares; en mi imaginación los héroes y las heroínas de Ursule Mirouet seguían una danza loca en el mundo nuevo que yo acababa de descubrir. Porque fui yo, evidentemente, Cristóbal Colón en la inmensidad de mi incultura.

–¿Quién es un tal Honorato de Balzac? –pregunté al más machetero de la clase, suponiéndolo mejor enterado. Mi condiscípulo abrió los ojos como bobo y cuando le repetí la pregunta, con gesto desdeñoso me respondió que debía ser algún autorcillo insignificante, pues estaba seguro de no haberlo encontrado jamás en ninguno de sus textos.

Un buen día, en la Biblioteca Pública mi buena suerte me hizo dar con un señor Clarín y con un monsieur Taine que con sus luces confirmaron la verdad de mi estupendo hallazgo. (Creo que cierta presuntuosidad que conservo para no leer el libro que todo el mundo recomienda ni asistir al espectáculo que todos admiran y aplauden, data de aquellos días.) Salí por tanto de la Biblioteca muy ufano de dignidad. Y en efecto, reventé, más bien dicho me reventaron. A la casa de asistencia concurría un fósil de medicina, borrachín y parásito de los estudiantes ricos y despilfarrados a quienes explotaba con su amena conversación y golpes de ingenio. Inteligente, culto, bien enterado, sabía insinuarse y ganarse la simpatía de los que le interesaban. No pude menos de comunicarle mi descubrimiento. Me escuchó con curiosidad y un tanto benévolo e irónico me preguntó si había leído algo de Flaubert, Zola, Daudet, Los Goncourt. Luego de cerrar la boca, no sin algún esfuerzo, le confesé que sólo había leído autores modernos de mucha fama y le solté mi lista que comenzaba con Misterio de Conway y acababa con Dora de Carlota M. Braeme. Detonó en una carcajada, pero compadecido seguramente de ver mi compunción, cambiando bruscamente de tono y gesto, con palabras amistosas y cordiales me aconsejó que me enterara de la literatura realista contemporánea.

Desinflado y agradecido no eché en saco roto su recomendación e hice una serie de lecturas –paralelas a las muy desmayadas de mis patologías y terapéuticas–, que fue una verdadera orgía de acontecimientos, gentes y paisajes: borrachera de fantasmas y de pesadillas, una vida pujante y magnífica que me hacía olvidar la otra, la verdadera. La escuela realista que dejaría la huella más profunda en mi imaginación y en mi corazón. Es posible que más tarde haya leído mejores libros, pero con la pasión y entusiasmo de aquéllos, nunca más.