Jornada Semanal, 8 de julio del 2001

EDUARDO HURTADO, POETA EN LA CIUDAD (II)

La voz del poeta permanece en el siguiente libro, Ciudad sin puertas, pero hay una especie de cambio de piel, una visión más precisa, una forma más domeñada, más dócil. La ciudad, real e inventada, no tiene puertas y muda de apariencia constantemente (se supone que en esto consiste el progreso); en pocas palabras, se desfigura y va perdiendo su rostro conocido en la infancia, su perfil amable, su clima seguro y, sobre todo, los ritmos que marcaban su tiempo y los tiempos de sus habitantes. Así expresa la permanencia de la niñez en la ciudad desfigurada: “La ciudad ha crecido y sin embargo la vence en amplitud el parque de mi infancia.” Muchos años han pasado y la ciudad es ya otra, pero el poeta sabe amar sus montes tutelares, sus calles, casas y balcones, sus árboles enfermos y constantes. Recorrer la ciudad es un viaje por el túnel del tiempo y un acto de amor ordenado por el deseo. El autor, nuevo diablo cojuelo, salta de azotea en azotea y, pasando el “inventario de antenas y tinacos”, llega al sitio “donde nace y se extiende la intemperie”.

Es la ciudad que entroniza el desastre y sus anuncios y emblemas, ordena sus lluvias ácidas y se convierte, tal vez sin darse cuenta, en asesina de pájaros. Sin embargo, las mujeres restauran todos los días “la floresta compartida”, los muy jóvenes les ponen casa a sus sueños y el globo infantil “bautiza paisajes y miradas”.

En la sección titulada “De amores y escrituras”, Hurtado aventura una poética puesta al servicio de la pasión amorosa: “Hoy me punza el amor sin atributos. Un lápiz, una sombra indecisa en la pared para ponerle al mapa del deseo una nueva península.” Sus reflexiones se enriquecen con el sentido del humor y con una antirretórica nacida de la espontánea voluntad de relatar los hechos amorosos. Hay en esta serie de poemas una bien lograda unidad, pues se trata de una sola corriente que va fluyendo entre hallazgos, deslumbramientos, prodigios cotidianos y “un tumulto de sílabas vencidas”. Un bestiario de pequeños seres que viven en casas y jardines ocupa una parte de este libro y muestra su asombro ante esos hermanos de otros grupos zoológicos: la mosca, la polilla, la cochinilla, el topo... y en lo alto está el águila: “Un águila corrige la desnudez del cielo.”

Puntos de mira, publicado en 1997, da otra vuelta de tuerca a los temas que han ocupado la atención preferente del poeta: la literatura, la ciudad, los bellos animales, el sueño y el insomnio, el deseo, los amores, el mar... Un poema que tituló “Poética”, pone en claro sus intenciones: “Aspirar al silencio y oponerse al dominio de la palabra flor sin omitir las cuatro apariciones de su nombre.” Por otra parte, la ciudad sigue ofreciéndole facetas inéditas, cotidianos descubrimientos: “Una Y en la horqueta del árbol de la esquina; desde una O sombría la coladera escurre sus verdades.” Con especial cuidado escoge las palabras y construye la arquitectura del poema. Las sensaciones, siempre originales, son la esencia misma de su quehacer y, por esta razón, les asigna adjetivos nuevos capaces de contenerlas y de expresar toda su fuerza vital: “Entonces sopló el viento, imperceptible, y una hoja, en su colmo de sorda clorofila, cayó sobre un lavabo...” Esta imagen tiene una notable perfección pictórica y su teoría se nos queda en la retina así como permanecen los mares subterráneos en las costumbres del poeta trasladado tierra adentro, y los gatos citadinos “ejercen su libertad” identificándose con los pocos noctámbulos “que han salido a las calles para salvar la vida”.

En esta sección de Ciudad sin puertas prevalece una sensación de peligro, de riesgo constante que proviene de la ciudad, es cierto, pero también de la decisión de colocar el poema en el filo de la navaja, tanto en el aspecto formal como en el temático. Esta actitud agrega una emoción genuina a la lectura y provoca una especie de tensión espiritual, la propia de la poesía escrita con sangre y que muestra pedazos del alma.

La ciudad vista por Bernal Díaz del Castillo, una de las más pobladas y hermosas del mundo, fue para los eurocentristas, al igual que Beijing, algo deslumbrante, pero excéntrico. La ciudad a la que retorna Eduardo Hurtado conserva esos rasgos únicos aunque las sucesivas modernizaciones le hayan dado un nuevo rostro cargado de contrastes y de contradicciones: “Nubes de hollín esconden el paisaje que describió Bernal.” Y, sin embargo, como todos los que sobrevivimos en la urbe, sabe que está ahí, como están los mantos de agua y lodo sobre los cuales se colocaron sus cimientos, como está el volcán aferrado a la vida que preside el gran valle y las ruinas superpuestas de otras ciudades que han sido y son a su manera subrepticia y que laten en las presencias impalpables empozadas en el espíritu de sus habitantes.

En los poemas finales, la ciudad alarga sus brazos e intenta tocar el mar. Así lo hace también una mujer perfecta que “cruzó la calle y siguió en dirección del mar lejano”. El eco del mar es escuchado por el poeta en medio del estruendo y del tráfago. De esta manera, sus dos formas de vida, la marina y la urbana, se entrelazan y confunden y en medio de ellas se yergue la figura de la mujer amada, deseada, requerida, indispensable para llevar a cabo “el cachondeo final contra el sino y la muerte”.

Hugo Gutiérrez Vega
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