Jornada Semanal,  8 de julio del 2001 
Enrique González Martínez

El hombre del búho

 
El doctor González Martínez nos cuenta en este fragmento de su Hombre del búho (“mira al sapiente búho cómo tiende las alas...”) sus primeros pasos como médico en Guadalajara. A su sencillo proyecto: médico famoso, maestro y director de la Facultad de Medicina en su ciudad natal, se opusieron otros planes del destino que contenían viajes, puestos diplomáticos y un lugar fundamental en la moderna poesía mexicana. En este fragmento memorioso laten de nuevo su primer consultorio y los retratos de Tillany, Dieulafoy, Peter y otros médicos famosos que lo observaban desde la pared.

Mis impresiones iniciales de médico novel fueron, en primer lugar, una sensación de descanso, de tarea cumplida, de final de jornada aventurera en que todo ha salido bien a la postre; después, una impresión de radical cambio de vida, una vida sin programa fijo, sin horas de clase, sin deberes ajustados a horario habitual, una vida de libertad sin más cortapisas que los deberes del ejercicio profesional que comenzaba y que era forzoso tomar en serio, pero sin más normas que la propia conciencia; en concreto, una conquista plena de albedrío y de voluntad. El primer día que no tuve que mirar el reloj para echarme fuera de la cama, fue un día feliz. Pero con aquella dicha se mezclaba una amargura honda por todo lo que había que abandonar. ¡Adiós, amigos, adiós, vida alegre y confiada; adiós, juergas nocturnas que el mundo protegía y perdonaba; adiós, novias fáciles, generosas para dar y desinteresadas para exigir; adiós, sueños acariciados, que hoy era preciso realizar; adiós, juventud!...

Mis primeras providencias de médico novicio, pasadas las felicitaciones y las comidas de agasajo, fueron procurarme una debida instalación. Mis padres –¡todavía ellos!– proveyeron a todo. El consultorio quedó instalado en las mejores habitaciones de mi casa. Era una pieza amplia que adorné con retratos de médicos célebres–Trousseau, Jaccoud, Peter, Tillaux, Dieulafoy...–, un esqueleto articulado, de seguro para prevenir a los enfermos acerca de la muerte, y una figura humana iconoclástica, abierta en el tórax y que mostraba los pulmones y el corazón. Además, las vitrinas con mi pequeño arsenal quirúrgico y la mesa de exámenes y curaciones. Era bien poco; pero ya el trabajo profesional ayudaría a enriquecerlo. En la salita de espera, donde con frecuencia no esperaba nadie, un ajuar decente, y sobre el sofá, mi título profesional en un marco de caoba. El sacrificio tenía que ser mayor; faltaba algo indispensable para el decoro del profesionista: el coche. Con la fianza generosa de mi maestro el doctor Benítez, saqué del Banco setecientos pesos y salí de aquel apuro que juzgaba difícil de salvar. Pocos días después, era poseedor de una “duquesa” flamante, tirada por un caballo ruano, de no muy pocos años, pero de piel lucia, cuello encorvado y recortada crin, que trotaba con elegancia y que fue mi compañero durante los dos años y medio que ejercí en Guadalajara. El cochero, joven y consciente de la dignidad de auriga, erguido en el pescante, no hacía mal papel. Una farmacia de dos grandes amigos solicitó de mí una hora de consulta gratuita en su establecimiento, y tuve así motivo para salir todos los días a hora fija de mi casa para ir a la farmacia a dar consulta a enfermos pobres. Si había algún enfermo de paga a quién atender, casi siempre en barrios lejanos, había que ir allá dando tumbos por calles empedradas, con riesgo de romper un muelle del vehículo, y dar luego una vueltecita por la ciudad para dar la impresión de que “había clientela”. Fue llegando ella, aunque con demasiada lentitud, y al cabo de unos meses, ya mis gastos personales corrían por mi propia cuenta. Debí entonces empezar a conocer el valor del dinero; pero mi incomprensión en este ramo del sentido económico de la existencia, no pudo ser vencida jamás. El arreglo a que sujeté mi vida, con deliberado propósito de normalizarla, nunca dio resultados completos. Además, yo tenía novia, una novia formal que había conocido tres años antes, bella y dulce, un poco beata, y a quien el confesor de la casa de sus padres le había manifestado aprobación por nuestras relaciones. Yo creía amarla, a pesar de que había entre los dos incompatibilidades imposibles de conciliar. Aquel fuego fatuo, que no hoguera de amor, se apagó cuando la vida nos dijo claramente que no habíamos nacido el uno para el otro. El escuchar la advertencia vital, me trajo un día la felicidad única. Ella –no sé si aún vive– no fue feliz.

En un ansia imposible de dominar y dirigir la vida por una senda fijada de antemano por el deseo, mis padres y yo habíamos formado un plan ilusorio, que la vida misma se encargó de quebrantar. El ideal que yo perseguía era bien modesto: ser, andando el tiempo, un médico famoso en mi ciudad natal, hacer una brillante carrera científica en la propia escuela en que me había educado; ser catedrático –fui nombrado, a poco de recibirme, profesor adjunto de Fisiología– y llegar a ser el director de la Facultad, cuando la muerte o la vejez dejara vacantes los puestos que ocupaban mis profesores. Luego, al margen de aquella vida honesta y honorable, con hijos y mujer que habrían de acompañarme, el cultivo silencioso de la poesía.

Ya había publicado muchos poemas en revistas de Guadalajara, en otras de provincia y de la capital, y ya, con motivo de las notas que habían aparecido en la prensa con motivo de mi examen profesional, se aludía a mis trabajos literarios con encomio, lo cual me daba valor para continuar cultivando las letras. Además de poemas originales, publiqué traducciones del inglés, algunas de Shakespeare, y la del Cuervo de Poe, que está contenida en mi primer libro Preludios y que, sin ser peor que la mayor parte de las de otros traductores, nunca me satisfizo. He querido rehacerla, y ajustarla al metro exacto del original, y confieso que me ha sido imposible.

La primera parte del plan de vida que me forjé ya médico, parecía ir realizándose a medida de mi deseo. La parroquia comenzaba a crecer; mis maestros me encargaban enfermos que ellos no podían atender; el doctor Benítez me ocupaba como ayudante en sus operaciones quirúrgicas, que eran muchas y entre gente acomodada; por propia cuenta conseguía clientes entre las relaciones de mi casa, y era lo cierto que para facultativo en noviciado, la cosa marchaba bien. Claro está que triunfos y fracasos alternaban en mi carrera, sobre todo porque a mis manos iban a dar los desahuciados incurables, que esperaban del médico nuevo el milagro que los viejos no habían podido hacer. La placa de hierro niquelado que en la puerta de mi domicilio ostentaba mi nombre y mi título, ya no era un anuncio vano.

Yo quería entonces dedicarme a enfermedades cardiacas y de las vías respiratorias, en un intento de especialización; pero me gustaba mucho también la práctica de la obstetricia, en la cual me sentía con muy buena preparación y con suficiente aptitud. Por desgracia, entre señoras jóvenes enfermas de falso pudor, mis pocos años eran un obstáculo para acudir a mí en el trance de la maternidad, y los cardiacos y enfermos del aparato respiratorio, no eran muy productivos. Había, pues, necesidad de dedicarse a todo, principalmente a los males agudos cuyo resultado no se hacía esperar como tampoco el pago de honorarios, de una modestia en aquel tiempo, que hoy haría sonreír. A los dos años y medio, era yo un médico estimado y conocido, con perspectivas halagadoras y con el camino profesional en parte limpio y allanado. Parecía que mis propósitos iban a cumplirse pero el diablo, que todo lo enreda o la mano providencial que todo lo dirige, dieron un día al traste con proyectos acariciados y fortalecidos y cambiaron el rumbo de mis aspiraciones. Dentro de la vida quieta y los tranquilos propósitos, surgió repentinamente lo inesperado.

Una comisión de sinaloenses vino a Guadalajara con el propósito de buscar una persona honorable e idónea para fundar y dirigir un gran colegio en Culiacán. Las personas a quienes consultaron sobre el caso, señalaron a mi padre, casi por unanimidad, como el más competente de los maestros para dar cima al proyecto educativo. De aquí la visita obligada de la comisión sinaloense a mi padre y las ofertas generosas de los interesados. Andaba mi padre por aquel entonces en graves apuros económicos, no obstante que, como ya dije, era su colegio uno de los más frecuentados. Pero ni mi madre ni mi padre tenían sentido administrativo capaz de sacar a flote aquella casa en donde si los ingresos eran cuantiosos, los gastos iban siempre pie adelante. Tras breve consulta y plazo perentorio para resolver, mi padre aceptó. Era, al parecer, la salvación de la crisis.

Tenía entonces mi padre cincuenta y tres años, y ya desesperaba de andar al día o menos que al día, y aquel puesto ofrecido tan cordial y empeñosamente, le pareció puerta amplia de salida a campos más propicios. Mi madre, con su ansia de viajar, con su espíritu aventurero y enemigo de la monotonía, aceptó con regocijo y comenzó a echar cuentas fantásticas y a edificar castillos en el aire. Mi hermana, de once años, brincaba de alegría e hizo sabedoras a sus amigas de aquel viaje que un día les habría de narrar adornado por la propia fantasía. De seguro que las chicas han de haber llorado de tristeza y de envidia.

Mi caso era más grave. Había salvado yo los primeros obstáculos del noviciado, y mi apartamiento de mi tierra natal significaba el abandono de mis pequeñas conquistas y la entrada en otro noviciado penoso e inseguro. Tan aventurero como mi madre, sufrí la seducción de aquel cambio repentino. Por lo demás, yo sentía en mis padres la amargura de la separación; los veía ya maduros, pronto viejos y solitarios, y mi impulso de no abandonarlos fue definitivo.

No obstante, quise consultar mi decisión. Mi maestro más allegado, la desaprobó terminantemente. Hízome ver que mis proyectos eran fantásticos; que no habría yo de coger dinero a carretadas; que en las principales ciudades de Sinaloa ejercían médicos inteligentes y más prácticos que yo; que mi posición no tenía por allá aspecto halagador; y terminó diciéndome: “Enrique, su lugar está aquí, aquí su carrera y aquí también su porvenir.” Un médico ventrudo que visitaba alguna vez mi casa, me dijo: “A los pueblos se va a engordar, a enriquecer y a embrutecer.” Él era ejemplo vivo de aquello, salvo en lo relativo a la opulencia. Otro, medio loco y medio filósofo, me aconsejó sentenciosamente: “Cuando lo desconocido llama a nuestra puerta, hay que abrirla de par en par. Váyase usted: al fin, todo es vivir”